El amanecer los sorprendió
abrazados. Francisca fue la primera en despertarse. Saboreando el hecho de
estar de nuevo cobijada en su pecho. Grabando en su memoria ese último acto de
amor. Besó emocionada sus labios antes de ponerse en pie. Con sorpresa,
comprobó que la puerta estaba entreabierta. Al fin podían salir.
Dedicó una
última mirada a Raimundo, que seguía durmiendo plácidamente. Sí, al fin podían
salir… pensó con suma tristeza. Marchó de nuevo a la alcoba. Dispuesta a vestirse
y regresar a una realidad lejos de Raimundo.
………..
Caminaba solo con las manos en
los bolsillos. De regreso a la Casa de Comidas. Viéndole, nada hacía presagiar
que su vida había vuelto a cambiar para siempre. Francisca había escapado de su
lado, presa seguramente de los remordimientos y arrepintiéndose de lo que había
ocurrido entre ellos.
Él se había despertado dispuesto
a lanzar por la ventana el pasado, y comenzar una vida a su lado. La vida que
les arrebataron y que les pertenecía por derecho propio. Pero todo parecía
truncarse nuevamente. Después de haber vuelto a probar la miel de sus labios,
se le ofrecía un presente demasiado amargo sin ella.
Llegó hasta la plaza sin saber en
realidad cómo lo había logrado. Su mente, su corazón estaban tan llenos de ella
que no había espacio para nada más.
- ¡Buenos días, Raimundo! Qué
madrugador estás hoy -. Don Anselmo apareció a su lado, sobresaltándole. Igual
que si hubiera aparecido de la nada. – Aunque… -. Comenzó a escrutarle con la
mirada. -… llevas la misma ropa que ayer. ¿Acaso no has dormido en casa? -. Le
preguntó inocente.
Raimundo le miró extrañado. - ¿Se
dedica usted ahora a controlar mi atuendo, padre? Tal vez debería hacérselo
mirar -.
- Bueno, bueno -. Sacudió una mano
en el aire. – Déjate de zarandajas y respóndeme: ¿Dónde has pasado la noche?
Porque es más que evidente que en tu casa no ha sido -.
- ¿Más que evidente? -. Sorprendido, se miró a
sí mismo de arriba a abajo. - ¿Llevo acaso algún cartel que lo indique? -. La
mirada reprochadora de Don Anselmo le hizo terminar la gracia. – Mire que es
usted insistente ¿eh? Pues no, no he dormido en casa. ¿Contento? -.
- ¿Y tú? -. Le miró con una amplia
sonrisa. - ¿Lo estás? -.
- ¿Yo? -. Inmediatamente pensó en
Francisca y en la intensa noche que habían compartido. Apareciendo una sonrisa
en sus labios.
- Sí…¡lo estás! -. Respondió
satisfecho el páter. – Me alegro mucho, Ulloa. Pero dime una cosa más… -.
- Está usted demasiado curioso
hoy, ¿no cree? -. Suspiró resignado. - ¿De qué se trata? -.
Don Anselmo no podía borrar la
sonrisa que se había dibujado en su cara. Su plan había funcionado a las mil
maravillas.
- ¿Ella también está contenta?
Aunque algo me hace sospechar de que así se trata -.
Raimundo abrió los ojos tanto
como pudo. - ¿Ella? -. Apenas le salía la voz. - ¿Cómo sabe que…? ¿Cómo es
posible que usted…? No entiendo cómo… -. Se frotó la nuca totalmente
desconcertado.
- ¡Ulloa por Dios, termina alguna
frase! -. Le palmeó amigablemente el hombro. – Sí… -.
Confesó al fin. – Yo me encargué de daros ese empujoncito que os hacía falta. Y
visto el semblante de tu rostro, me puedo dar por satisfecho -.
Raimundo no podía creer que
hubiera sido el propio Don Anselmo quien se encargara de aquella situación.
Lamentablemente, las cosas no habían terminado tan bien como él esperaba.
Suspiró mientras bajaba la cabeza.
- No sé si esto haya servido para
algo, padre. Francisca ha huido de mí -.
- ¿Y vas a dejar que se te escape,
Raimundo? -. Le sonrió por última vez mientras emprendía su camino. – Con Dios
Ulloa -.
Se quedó clavado en mitad de la
plaza. Retumbando en su cabeza las últimas palabras de Don Anselmo. ¿Realmente
iba a consentir que Francisca volviera a escapársele de las manos? ¿Justo
ahora, cuando ambos se habían expresado el amor que todavía sentían? Giró la
cabeza hacia el lugar por el que había marchado aquel condenado cura. Y sonrió.
…………….
Francisca recordaba a solas, en
su despacho, cada beso, cada caricia… cada palabra susurrada por Raimundo la
noche pasada. Su recuerdo habría de alimentar a partir de ahora, todos los días
de su vida.
Las puertas se abrieron de
pronto, asustándola. Cuando se giró, se encontró con la mirada enamorada de
Raimundo.
- Rai… Raimundo… -. Musitó.
Él, avanzó hasta ella sin
pronunciar palabra y sin dejar de mirarla. Tomando dulcemente su rostro entre
las manos.
- Solo si el sol dejara de brillar cada día, se
extinguiría mi amor por ti -. Sonrió, rozando su nariz con la de ella. – Y ni
por esas -. La miró de nuevo a los ojos. – Te quiero mi pequeña. Y no voy a
dejar que esta vez nada nos separe… -.
Francisca se abrazó a él por la
cintura. Aquella noche, había resultado toda una auténtica confesión de amor.