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jueves, 26 de mayo de 2016

DESTINOS CRUZADOS (Capítulo 1)



Se encontraba bien entrada la noche cuando se decidió a bajar de nuevo a su despacho tras infinidad de vueltas en su alcoba. No podía alejar de sus pensamientos a Raimundo y la suerte que éste podía estar corriendo en estos momentos, junto con los demás hombres del pueblo apresados. Lo que le inquietaba aún más, es que ni siquiera el gobernador había sido capaz de darle explicación alguna acerca de lo que estaba sucediendo. La orden de arresto provenía de las más altas esferas del estado, e incluso a él se le escapaba cuál era el motivo de tal dislate.

Aunque sin mencionarlo, en la mente de todos estaban los últimos acontecimientos en los que se habían visto envueltos apenas días atrás. Los anarquistas habían dejado su huella por aquellas tierras, y todos los que de alguna manera habían tenido trato con ellos, se veían mirados bajo lupa, sospechosos de pertenecer a su asociación. O al menos, culpables de haberles dado cobijo. Lo que nadie parecía entender es que las gentes de bien del pueblo, desconocían los tejemanejes de aquellos asesinos. Sin embargo, la sombra de la duda pendía sobre ellos y seguramente aquel era el motivo por que el habían sido arrestados.

Cerró con fuerza los ojos, como si con ese gesto pudiera romper los oscuros pensamientos que se cruzaban por su mente, recordando la conversación que había mantenido con la madre del alcalde y con Emilia, la hija de Raimundo. El solo hecho de pensar que el ejército se había adentrado en el bosque con todos ellos, le helaba la sangre. Todo el mundo sabía qué significaba aquello.

Pensaban fusilarles.

El reloj marcó las 3 de la mañana justo en ese momento, obligándole a abrir los ojos. Mauricio aún no había regresado con noticias. Aquella era su última baza para descubrir el paradero de Raimundo. Su capataz conocía las tierras de toda la comarca como la palma de su mano, y podía adentrarse en ellas con el sigilo de perro de presa. Si alguien podía encontrarlos, ese era él.

El portón de la casona se abrió de repente y Mauricio se plantó a trompicones en el salón. No fue necesario que llegara hasta el despacho, pues ella misma había salido a su encuentro al escucharle llegar.

- Mauricio, ¡dime! -, gritó desesperada. - ¿Has podido dar con ellos? ¿Los has encontrado? -.

El hombre asintió, aunque lo que adivinó en sus ojos le hizo flaquear las piernas y caer sobre el diván.

- Ellos están… Raimundo está… -.

Ni siquiera era capaz de articular con palabras lo que su mente había dibujado.

- Aún no, señora -, quiso tranquilizarla el capataz. - Pero no creo que dispongamos de demasiado tiempo antes de que eso que usted imagina, termine por ocurrir -.

Francisca suspiró aliviada pero rápidamente su semblante se tornó sombrío. - ¿Entonces es cierto que piensan fusilarlos? -.

- Todo parece indicar que así se hará. Pude divisar cómo habían removido la tierra recientemente. Habían cavado una enorme zanja, Doña Francisca -, se apresuró a decir al observar el estupor en su rostro. - Para enterrar los cuerpos -, añadió a continuación casi en un susurro.

De manera inconsciente, se había llevado las manos al pecho quizá para descubrir si su corazón aún seguía latiendo. No podía perder a Raimundo. No soportaría seguir viviendo.

- Entonces no hay tiempo que perder Mauricio -, afirmó, resuelta a no dejar este asunto por zanjado. - Llévame a su encuentro y saquémosle de ese infierno cuanto antes -.

- Es muy peligroso, Señora. Y además, en el supuesto de que consigamos librarle de las cadenas que le mantienen apresado, ¿qué le hace suponer que los soldados no se percatarán de nuestra presencia? ¡Podrían detenerla a usted también! O lo que es peor, darle muerte allí mismo -.

- ¿Y qué pretendes? -, gritó ella. - ¿Qué le deje morir a su suerte? ¡Jamás! -, exclamó con el brillo de las primeras lágrimas ahogándole los ojos. - Y si ese es por ventura su destino, también ha de ser el mío -, musitó mientras el recuerdo de los momentos vividos a su lado le oprimían las costillas. - Así que ahora, o me llevas hasta él o me indicas de inmediato dónde puedo dar con su paradero. Pero no impedirás que vaya en su busca -.

Mauricio no pudo evitar mirarla con admiración, tal y como había hecho en otras ocasiones en el pasado. Si algo no le faltaban a su señora, eran arrestos.

- Por mi vida que jamás la dejaré sola, Doña Francisca -. Se irguió como si de un centinela se tratase frente a su superior. - Vayamos en busca de Raimundo -.

…………

Observaba con nostalgia el cielo cuajado de estrellas mientras esperaba su próximo fin. El ejército no había soltado prenda sobre el destino que ya tenía marcado para ellos, pero tampoco había sido necesario para suponer que la muerte sería su sentencia. Todos parecían ser conscientes de ello. Hasta el campo respiraba un inusitado silencio, apenas salpicado por los rezos susurrados de algunos, entremezclados con los nombres de las personas amadas que muchos mantenían pegados a los labios, encerrados entre los dientes para así arañar a la soledad que les carcomía de arriba abajo.

Ella había estado instalada en sus pensamientos desde el mismo instante en que cogió, como todos, una pala y comenzó a cavar lo que sería su tumba. Jamás podría despedirse de ella. Jamás podría volver a repetirle lo mucho que su corazón todavía la amaba. Jamás volvería a aspirar su aroma ni a sentir la calidez de su cuerpo junto al suyo.

¿Sabría ella lo que había ocurrido? ¿Estaría asustada por su suerte?

- Amor mío… -, musitó.

Apenas las palabras habían escapado de su boca, escuchó movimiento tras la maleza. Rápidamente dirigió su mirada a los soldados que en aquel momento hacían guardia, más parecía que no se habían percatado de nada. Con todo el sigilo del que fue capaz, deslizó su cuerpo por el terreno para poder observar con mayor detenimiento. Quizá la fortuna de todos, estaba por cambiar.

Su cuerpo se tensó cuando reconoció a una de las figuras que se movía tras los matorrales. Su nombre brotó en mudo silencio, mezcla de la admiración y la incredulidad. ¿Cómo se le habría ocurrido hacer tamaña tontería? Demontre, podrían matarla si la descubrían. ¡Demonio de mujer!

Sus ojos al fin se cruzaron en la penumbra. Sintió que fuera cual fuese su destino, al menos había podido verla por última vez. Asistió con el temor recorriéndole la espalda, cómo Francisca se adentraba en el claro del bosque donde estaban acampados y se acercaba hasta a él, seguida por su fiel Mauricio. Su mirada se volvió nuevamente hacia los guardias, que parecían más entretenidos en su partida de cartas que en lo que allí se estaba cociendo.

Frunció el ceño al darse cuenta de que con ellos dos no había nadie más. ¿Acaso Francisca se había aventurado a llegarse hasta allí con la única compañía de Mauricio? Si salía con vida de esta pesadilla, pensaba abroncarla por su alocado comportamiento. Por exponerse de aquella manera tan temeraria. Y después…

Después la besaría como si no existiese un mañana.

.........
 
Corrió en silencio tras Mauricio lo que le pareció una eternidad, hasta que por fin llegaron junto a un claro. El capataz casi la tiró al suelo, en un afán desmesurado por cubrirla con su cuerpo, protegiéndola de cualquier peligro que pudiera acecharles tras los matorrales. A tientas, pudo divisar centenares de cuerpos apretujados buscando proporcionarse algo de calor en una noche demasiado fría. De entre todos ellos, su mirada buscaba con desespero al único por el que su corazón temía.

Ahogó un gemido cuando sus ojos se cruzaron al fin. Parecía como si Raimundo hubiese presentido su presencia. Al menos, había llegado a tiempo.

Se adentró en el claro, sin más miramientos, escuchando a su capataz tras ella, jurando hasta en arameo por su temeridad. Raimundo también la observaba, con un extraño brillo en los ojos que ella confundió con temor, por la posibilidad de ser descubierta por un par de guardias imberbes que parecían más atentos a lo que ocurría sobre una mesa de juego improvisada, que por lo que se cocía a su alrededor.

<<Inútiles>>, pensó, aunque sin duda aquello podía favorecer sus planes de huida junto a Raimundo.

Lo tenía todo planeado. Lo liberaría de aquel confinamiento y se pondrían a salvo bajo los muros de la Casona. Con toda probabilidad, él debería ocultarse en los pasadizos mientras ella movía sus hilos entre los más altos mandatarios para poder evitar que cayese sobre su persona, una pena de cárcel que terminaría con los pocos años de vida que podrían quedarle en este mundo. Ella se encargaría de que nada le faltase durante el tiempo que tuviera que estar oculto. Nada. Incluso su amor.

- Raimundo… -, sollozó cuando por fin estuvo junto a él.

Apenas había puesto resistencia a sus manos, que, en un impulso descontrolado, habían corrido a entrelazarse con las de Raimundo. Por su parte, él las besaba sin pudor, incapaz de esconder lo que por ella sentía.

- ¿Qué haces aquí, Francisca? Es muy peligroso… Mauricio -, se dirigió entonces al hombre que los observaba en un segundo plano. - ¿Cómo has consentido en traerla hasta aquí? -.

El capataz bufó. - Como si no la conociese de sobra, Ulloa… -.

- No culpes a Mauricio. Mis órdenes fueron claras, pero como comprenderás ahora no disponemos de tiempo para reprimendas ni explicaciones. He de sacarte de aquí -. Se volvió entonces hasta Mauricio, solicitándole con la mano que le entregase lo que ocultaba bajo su chaquetón.

- ¿Y ellos? -, preguntó Raimundo desplazando tristemente la mirada sobre sus vecinos. - ¿Qué será de todos ellos, Francisca? No puedo abandonarlos sin más. No puedo marcharme de aquí sin todos ellos -.

Ella había comenzado a cortar las cadenas sin apenas prestar atención a sus palabras, más llegados a este punto, se detuvo el tiempo suficiente para mirarle a los ojos.

- Raimundo no hay tiempo para sentimentalismo ni heroicidades baratas. Tenemos que salir de aquí inmediatamente, ¿es que no lo entiendes? -, le preguntó con impotencia. - A cada segundo que estamos aquí la vida de todos corre mayor peligro. Mi amor… -, acarició su mejilla. -… una vez que estés a salvo te prometo que haré lo que esté en mi mano por todos ellos, pero ahora debemos irnos… -, suplicó.

Él le devolvió aquella tímida caricia. - No Francisca… eres tú quien no lo entiende… -, respondió. - Mi conciencia no me permitiría vivir sabiendo que abandoné a todos y cada uno de los que aquí se encuentran -. Les recorrió con la mirada. - Aquí están mis vecinos, mi familia… Y ambos sabemos que no hay nada que puedas hacer por ellos. De no ser así no estarías aquí tratando de ayudarme a escapar -.

- ¿Y yo? -, le preguntó ella dolida. - ¿Acaso yo no te importo en absoluto? ¿Prefieres morir junto a ellos y dejarme a mí sola? -. Reanudó su tarea, empeñada como estaba en librarle de su encadenamiento. - No lo permitiré, ¿me oyes? No lo permitiré -.

- Mauricio… por favor… -, se dirigió entonces Raimundo al capataz, que observaba la escena en segundo plano. - Llévatela de aquí y protégela con tu vida -. El hombre asintió. - Es lo más valioso que tengo y tendré nunca -. Volvió su mirada al rostro bañado en lágrimas de Francisca. - Te amaré siempre -.

- ¿Quién anda ahí? -, gritó una voz desde el otro extremo del claro. - ¡Alto en nombre de su majestad! -.

Ya era demasiado tarde para huir. Si trataban de escapar, los soldados les darían alcance a los pocos metros y terminarían con su vida allí mismo, como si de alimañas se tratase. Así que hizo lo único que podía hacer.

- ¡Soy Francisca Montenegro! -, gritó poniéndose en pie. - Y exijo hablar con su superior de inmediato -.

......

Estaban rodeados. Y podía sentir miles de ojos puestos sobre ella. Afortunadamente Mauricio había tenido tiempo suficiente de ponerse a cubierto. A regañadientes, claro está, pues no consentía en abandonarla en manos de aquellos hombres.

<<Me serás más útil si no te apresan, capataz>>, le había respondido. Si las cosas se torcían, Mauricio podría regresar con la ayuda suficiente para poder liberarlos. O al menos eso es lo que quería creer. Raimundo también había querido protegerla, a costa de él mismo, pero ella tampoco había consentido. Sabía que sus posibilidades eran escasas, pero no se atreverían a hacerle ningún mal, dada la posición que ocupaba en la región.

Distinguió de entre todos los soldados a uno que destacaba por encima del resto. Bien por su porte soberbio y prepotente, como por la superioridad de galones que llevaba cosidos a la chaqueta del uniforme.

- Sepa señora que poco me importa que sea usted Francisca Montenegro o María Pérez -. Aquellas fueron sus primeras palabras cuando estuvo frente a ella. Pronunciadas en un tono tan frío y calmo que no le hizo presagiar nada bueno. Más no iba a dejar que él percibiese su inquietud.

- Craso error el suyo -, le respondió altiva. - De no ser así, sabría que poseo el poder suficiente para lograr que usted se pase los próximos años de su miserable vida limpiando las letrinas de todo el ejército -. Apretaba los puños con fuerza junto a sus costados, para evitar el temblor de sus manos. - ¿Y debo entender que usted es el oficial al mando, Señor…? -.

- Intendente Cristóbal Garrigues. Queda usted detenida -.

......

Todo sucedió en cuestión de minutos. Corrió hacia ella cuando dos soldados la tomaron a la fuerza por los brazos. Francisca se revolvía como un gato pero era innegable que ambos hombres eran mucho más fuertes que ella. Se vio lanzado contra el suelo en mitad de su carrera y solo pudo asistir impotente a aquel maltrato al que Francisca estaba siendo sometida.

La respiración se le entrecortó cuando ella consiguió zafarse para tropezar seguidamente en su intento de huir, y golpearse la cabeza contra una piedra. Quedando inconsciente en el acto.

- ¡Francisca! -, gritó. - ¡Franciscaaaa! -.

4 comentarios:

  1. Esto es lo que hubiera tenido que pasar! Sigue pronto!

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  2. Hace días que vengo entrando para leer los capitulos y no hay nada !! Que pasa? Quien me puede dar una respuesta plus!!!

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  3. Disculpad la tardanza por subir nuevo capítulo. Motivos personales me lo impidieron.
    Gracias por la paciencia!

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