Se encontraba bien entrada la
noche cuando se decidió a bajar de nuevo a su despacho tras infinidad de
vueltas en su alcoba. No podía alejar de sus pensamientos a Raimundo y la
suerte que éste podía estar corriendo en estos momentos, junto con los demás hombres
del pueblo apresados. Lo que le inquietaba aún más, es que ni siquiera el
gobernador había sido capaz de darle explicación alguna acerca de lo que estaba
sucediendo. La orden de arresto provenía de las más altas esferas del estado, e
incluso a él se le escapaba cuál era el motivo de tal dislate.
Aunque sin mencionarlo, en la
mente de todos estaban los últimos acontecimientos en los que se habían visto
envueltos apenas días atrás. Los anarquistas habían dejado su huella por
aquellas tierras, y todos los que de alguna manera habían tenido trato con
ellos, se veían mirados bajo lupa, sospechosos de pertenecer a su asociación. O
al menos, culpables de haberles dado cobijo. Lo que nadie parecía entender es
que las gentes de bien del pueblo, desconocían los tejemanejes de aquellos
asesinos. Sin embargo, la sombra de la duda pendía sobre ellos y seguramente
aquel era el motivo por que el habían sido arrestados.
Cerró con fuerza los ojos, como
si con ese gesto pudiera romper los oscuros pensamientos que se cruzaban por su
mente, recordando la conversación que había mantenido con la madre del alcalde
y con Emilia, la hija de Raimundo. El solo hecho de pensar que el ejército se
había adentrado en el bosque con todos ellos, le helaba la sangre. Todo el
mundo sabía qué significaba aquello.
Pensaban fusilarles.
El reloj marcó las 3 de la mañana
justo en ese momento, obligándole a abrir los ojos. Mauricio aún no había
regresado con noticias. Aquella era su última baza para descubrir el paradero
de Raimundo. Su capataz conocía las tierras de toda la comarca como la palma de
su mano, y podía adentrarse en ellas con el sigilo de perro de presa. Si
alguien podía encontrarlos, ese era él.
El portón de la casona se abrió
de repente y Mauricio se plantó a trompicones en el salón. No fue necesario que
llegara hasta el despacho, pues ella misma había salido a su encuentro al
escucharle llegar.
- Mauricio, ¡dime! -, gritó
desesperada. - ¿Has podido dar con ellos? ¿Los has encontrado? -.
El hombre asintió, aunque lo que
adivinó en sus ojos le hizo flaquear las piernas y caer sobre el diván.
- Ellos están… Raimundo está… -.
Ni siquiera era capaz de
articular con palabras lo que su mente había dibujado.
- Aún no, señora -, quiso
tranquilizarla el capataz. - Pero no creo que dispongamos de demasiado tiempo
antes de que eso que usted imagina, termine por ocurrir -.
Francisca suspiró aliviada pero
rápidamente su semblante se tornó sombrío. - ¿Entonces es cierto que piensan
fusilarlos? -.
- Todo parece indicar que así se
hará. Pude divisar cómo habían removido la tierra recientemente. Habían cavado
una enorme zanja, Doña Francisca -, se apresuró a decir al observar el estupor
en su rostro. - Para enterrar los cuerpos -, añadió a continuación casi en un
susurro.
De manera inconsciente, se había
llevado las manos al pecho quizá para descubrir si su corazón aún seguía
latiendo. No podía perder a Raimundo. No soportaría seguir viviendo.
- Entonces no hay tiempo que
perder Mauricio -, afirmó, resuelta a no dejar este asunto por zanjado. -
Llévame a su encuentro y saquémosle de ese infierno cuanto antes -.
- Es muy peligroso, Señora. Y
además, en el supuesto de que consigamos librarle de las cadenas que le
mantienen apresado, ¿qué le hace suponer que los soldados no se percatarán de
nuestra presencia? ¡Podrían detenerla a usted también! O lo que es peor, darle
muerte allí mismo -.
- ¿Y qué pretendes? -, gritó
ella. - ¿Qué le deje morir a su suerte? ¡Jamás! -, exclamó con el brillo de las
primeras lágrimas ahogándole los ojos. - Y si ese es por ventura su destino,
también ha de ser el mío -, musitó mientras el recuerdo de los momentos vividos
a su lado le oprimían las costillas. - Así que ahora, o me llevas hasta él o me
indicas de inmediato dónde puedo dar con su paradero. Pero no impedirás que
vaya en su busca -.
Mauricio no pudo evitar mirarla
con admiración, tal y como había hecho en otras ocasiones en el pasado. Si algo
no le faltaban a su señora, eran arrestos.
- Por mi vida que jamás la dejaré
sola, Doña Francisca -. Se irguió como si de un centinela se tratase frente a
su superior. - Vayamos en busca de Raimundo -.
…………
Observaba con nostalgia el cielo
cuajado de estrellas mientras esperaba su próximo fin. El ejército no había
soltado prenda sobre el destino que ya tenía marcado para ellos, pero tampoco
había sido necesario para suponer que la muerte sería su sentencia. Todos
parecían ser conscientes de ello. Hasta el campo respiraba un inusitado
silencio, apenas salpicado por los rezos susurrados de algunos, entremezclados
con los nombres de las personas amadas que muchos mantenían pegados a los
labios, encerrados entre los dientes para así arañar a la soledad que les
carcomía de arriba abajo.
Ella había estado instalada en
sus pensamientos desde el mismo instante en que cogió, como todos, una pala y
comenzó a cavar lo que sería su tumba. Jamás podría despedirse de ella. Jamás
podría volver a repetirle lo mucho que su corazón todavía la amaba. Jamás
volvería a aspirar su aroma ni a sentir la calidez de su cuerpo junto al suyo.
¿Sabría ella lo que había
ocurrido? ¿Estaría asustada por su suerte?
- Amor mío… -, musitó.
Apenas las palabras habían
escapado de su boca, escuchó movimiento tras la maleza. Rápidamente dirigió su
mirada a los soldados que en aquel momento hacían guardia, más parecía que no
se habían percatado de nada. Con todo el sigilo del que fue capaz, deslizó su
cuerpo por el terreno para poder observar con mayor detenimiento. Quizá la
fortuna de todos, estaba por cambiar.
Su cuerpo se tensó cuando
reconoció a una de las figuras que se movía tras los matorrales. Su nombre
brotó en mudo silencio, mezcla de la admiración y la incredulidad. ¿Cómo se le
habría ocurrido hacer tamaña tontería? Demontre, podrían matarla si la
descubrían. ¡Demonio de mujer!
Sus ojos al fin se cruzaron en la
penumbra. Sintió que fuera cual fuese su destino, al menos había podido verla
por última vez. Asistió con el temor recorriéndole la espalda, cómo Francisca
se adentraba en el claro del bosque donde estaban acampados y se acercaba hasta
a él, seguida por su fiel Mauricio. Su mirada se volvió nuevamente hacia los
guardias, que parecían más entretenidos en su partida de cartas que en lo que
allí se estaba cociendo.
Frunció el ceño al darse cuenta
de que con ellos dos no había nadie más. ¿Acaso Francisca se había aventurado a
llegarse hasta allí con la única compañía de Mauricio? Si salía con vida de
esta pesadilla, pensaba abroncarla por su alocado comportamiento. Por exponerse
de aquella manera tan temeraria. Y después…
Después la besaría como si no
existiese un mañana.
.........
Corrió en silencio tras Mauricio
lo que le pareció una eternidad, hasta que por fin llegaron junto a un claro.
El capataz casi la tiró al suelo, en un afán desmesurado por cubrirla con su
cuerpo, protegiéndola de cualquier peligro que pudiera acecharles tras los
matorrales. A tientas, pudo divisar centenares de cuerpos apretujados buscando
proporcionarse algo de calor en una noche demasiado fría. De entre todos ellos,
su mirada buscaba con desespero al único por el que su corazón temía.
Ahogó un gemido cuando sus ojos
se cruzaron al fin. Parecía como si Raimundo hubiese presentido su presencia.
Al menos, había llegado a tiempo.
Se adentró en el claro, sin más
miramientos, escuchando a su capataz tras ella, jurando hasta en arameo por su
temeridad. Raimundo también la observaba, con un extraño brillo en los ojos que
ella confundió con temor, por la posibilidad de ser descubierta por un par de
guardias imberbes que parecían más atentos a lo que ocurría sobre una mesa de
juego improvisada, que por lo que se cocía a su alrededor.
<<Inútiles>>, pensó, aunque sin duda aquello podía
favorecer sus planes de huida junto a Raimundo.
Lo tenía todo planeado. Lo
liberaría de aquel confinamiento y se pondrían a salvo bajo los muros de la
Casona. Con toda probabilidad, él debería ocultarse en los pasadizos mientras
ella movía sus hilos entre los más altos mandatarios para poder evitar que
cayese sobre su persona, una pena de cárcel que terminaría con los pocos años
de vida que podrían quedarle en este mundo. Ella se encargaría de que nada le
faltase durante el tiempo que tuviera que estar oculto. Nada. Incluso su amor.
- Raimundo… -, sollozó cuando por
fin estuvo junto a él.
Apenas había puesto resistencia a
sus manos, que, en un impulso descontrolado, habían corrido a entrelazarse con
las de Raimundo. Por su parte, él las besaba sin pudor, incapaz de esconder lo
que por ella sentía.
- ¿Qué haces aquí, Francisca? Es muy
peligroso… Mauricio -, se dirigió entonces al hombre que los observaba en un
segundo plano. - ¿Cómo has consentido en traerla hasta aquí? -.
El capataz bufó. - Como si no la
conociese de sobra, Ulloa… -.
- No culpes a Mauricio. Mis
órdenes fueron claras, pero como comprenderás ahora no disponemos de tiempo
para reprimendas ni explicaciones. He de sacarte de aquí -. Se volvió entonces
hasta Mauricio, solicitándole con la mano que le entregase lo que ocultaba bajo
su chaquetón.
- ¿Y ellos? -, preguntó Raimundo desplazando
tristemente la mirada sobre sus vecinos. - ¿Qué será de todos ellos, Francisca? No puedo
abandonarlos sin más. No puedo marcharme de aquí sin todos ellos -.
Ella había comenzado a cortar las
cadenas sin apenas prestar atención a sus palabras, más llegados a este punto,
se detuvo el tiempo suficiente para mirarle a los ojos.
- Raimundo no hay tiempo para
sentimentalismo ni heroicidades baratas. Tenemos que salir de aquí
inmediatamente, ¿es que no lo entiendes? -, le preguntó con impotencia. - A
cada segundo que estamos aquí la vida de todos corre mayor peligro. Mi amor… -,
acarició su mejilla. -… una vez que estés a salvo te prometo que haré lo que
esté en mi mano por todos ellos, pero ahora debemos irnos… -, suplicó.
Él le devolvió aquella tímida
caricia. - No Francisca… eres tú quien no lo entiende… -, respondió. - Mi
conciencia no me permitiría vivir sabiendo que abandoné a todos y cada uno de
los que aquí se encuentran -. Les recorrió con la mirada. - Aquí están mis
vecinos, mi familia… Y ambos sabemos que no hay nada que puedas hacer por
ellos. De no ser así no estarías aquí tratando de ayudarme a escapar -.
- ¿Y yo? -, le preguntó ella
dolida. - ¿Acaso yo no te importo en absoluto? ¿Prefieres morir junto a ellos y
dejarme a mí sola? -. Reanudó su tarea, empeñada como estaba en librarle de su
encadenamiento. - No lo permitiré, ¿me oyes? No lo permitiré -.
- Mauricio… por favor… -, se
dirigió entonces Raimundo al capataz, que observaba la escena en segundo plano. - Llévatela de aquí y protégela con tu
vida -. El hombre asintió. - Es lo más valioso que tengo y tendré nunca -.
Volvió su mirada al rostro bañado en lágrimas de Francisca. - Te amaré siempre
-.
- ¿Quién anda ahí? -, gritó una
voz desde el otro extremo del claro. - ¡Alto en nombre de su majestad! -.
Ya era demasiado tarde para huir.
Si trataban de escapar, los soldados les darían alcance a los pocos metros y terminarían
con su vida allí mismo, como si de alimañas se tratase. Así que hizo lo único
que podía hacer.
- ¡Soy Francisca Montenegro! -,
gritó poniéndose en pie. - Y exijo hablar con su superior de inmediato -.
......
Estaban rodeados. Y podía sentir
miles de ojos puestos sobre ella. Afortunadamente Mauricio había tenido tiempo
suficiente de ponerse a cubierto. A regañadientes, claro está, pues no
consentía en abandonarla en manos de aquellos hombres.
<<Me serás más útil si no te apresan, capataz>>, le
había respondido. Si las cosas se torcían, Mauricio podría regresar con la
ayuda suficiente para poder liberarlos. O al menos eso es lo que quería creer.
Raimundo también había querido protegerla, a costa de él mismo, pero ella
tampoco había consentido. Sabía que sus posibilidades eran escasas, pero no se
atreverían a hacerle ningún mal, dada la posición que ocupaba en la región.
Distinguió de entre todos los
soldados a uno que destacaba por encima del resto. Bien por su porte soberbio y
prepotente, como por la superioridad de galones que llevaba cosidos a la
chaqueta del uniforme.
- Sepa señora que poco me importa
que sea usted Francisca Montenegro o María Pérez -. Aquellas fueron sus
primeras palabras cuando estuvo frente a ella. Pronunciadas en un tono tan frío
y calmo que no le hizo presagiar nada bueno. Más no iba a dejar que él
percibiese su inquietud.
- Craso error el suyo -, le
respondió altiva. - De no ser así, sabría que poseo el poder suficiente para
lograr que usted se pase los próximos años de su miserable vida limpiando las letrinas de
todo el ejército -. Apretaba los puños con fuerza junto a sus costados, para
evitar el temblor de sus manos. - ¿Y debo entender que usted es el oficial al
mando, Señor…? -.
- Intendente Cristóbal Garrigues.
Queda usted detenida -.
......
Todo sucedió en cuestión de
minutos. Corrió hacia ella cuando dos soldados la tomaron a la fuerza por los
brazos. Francisca se revolvía como un gato pero era innegable que ambos hombres
eran mucho más fuertes que ella. Se vio lanzado contra el suelo en mitad de su
carrera y solo pudo asistir impotente a aquel maltrato al que Francisca estaba
siendo sometida.
La respiración se le entrecortó
cuando ella consiguió zafarse para tropezar seguidamente en su intento de huir,
y golpearse la cabeza contra una piedra. Quedando inconsciente en el acto.
- ¡Francisca! -, gritó. -
¡Franciscaaaa! -.
Esto es lo que hubiera tenido que pasar! Sigue pronto!
ResponderEliminarHace días que vengo entrando para leer los capitulos y no hay nada !! Que pasa? Quien me puede dar una respuesta plus!!!
ResponderEliminarDisculpad la tardanza por subir nuevo capítulo. Motivos personales me lo impidieron.
ResponderEliminarGracias por la paciencia!
No te preocupes y gracias por seguir!
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