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jueves, 26 de mayo de 2016

DESTINOS CRUZADOS (Capítulo 1)



Se encontraba bien entrada la noche cuando se decidió a bajar de nuevo a su despacho tras infinidad de vueltas en su alcoba. No podía alejar de sus pensamientos a Raimundo y la suerte que éste podía estar corriendo en estos momentos, junto con los demás hombres del pueblo apresados. Lo que le inquietaba aún más, es que ni siquiera el gobernador había sido capaz de darle explicación alguna acerca de lo que estaba sucediendo. La orden de arresto provenía de las más altas esferas del estado, e incluso a él se le escapaba cuál era el motivo de tal dislate.

Aunque sin mencionarlo, en la mente de todos estaban los últimos acontecimientos en los que se habían visto envueltos apenas días atrás. Los anarquistas habían dejado su huella por aquellas tierras, y todos los que de alguna manera habían tenido trato con ellos, se veían mirados bajo lupa, sospechosos de pertenecer a su asociación. O al menos, culpables de haberles dado cobijo. Lo que nadie parecía entender es que las gentes de bien del pueblo, desconocían los tejemanejes de aquellos asesinos. Sin embargo, la sombra de la duda pendía sobre ellos y seguramente aquel era el motivo por que el habían sido arrestados.

Cerró con fuerza los ojos, como si con ese gesto pudiera romper los oscuros pensamientos que se cruzaban por su mente, recordando la conversación que había mantenido con la madre del alcalde y con Emilia, la hija de Raimundo. El solo hecho de pensar que el ejército se había adentrado en el bosque con todos ellos, le helaba la sangre. Todo el mundo sabía qué significaba aquello.

Pensaban fusilarles.

El reloj marcó las 3 de la mañana justo en ese momento, obligándole a abrir los ojos. Mauricio aún no había regresado con noticias. Aquella era su última baza para descubrir el paradero de Raimundo. Su capataz conocía las tierras de toda la comarca como la palma de su mano, y podía adentrarse en ellas con el sigilo de perro de presa. Si alguien podía encontrarlos, ese era él.

El portón de la casona se abrió de repente y Mauricio se plantó a trompicones en el salón. No fue necesario que llegara hasta el despacho, pues ella misma había salido a su encuentro al escucharle llegar.

- Mauricio, ¡dime! -, gritó desesperada. - ¿Has podido dar con ellos? ¿Los has encontrado? -.

El hombre asintió, aunque lo que adivinó en sus ojos le hizo flaquear las piernas y caer sobre el diván.

- Ellos están… Raimundo está… -.

Ni siquiera era capaz de articular con palabras lo que su mente había dibujado.

- Aún no, señora -, quiso tranquilizarla el capataz. - Pero no creo que dispongamos de demasiado tiempo antes de que eso que usted imagina, termine por ocurrir -.

Francisca suspiró aliviada pero rápidamente su semblante se tornó sombrío. - ¿Entonces es cierto que piensan fusilarlos? -.

- Todo parece indicar que así se hará. Pude divisar cómo habían removido la tierra recientemente. Habían cavado una enorme zanja, Doña Francisca -, se apresuró a decir al observar el estupor en su rostro. - Para enterrar los cuerpos -, añadió a continuación casi en un susurro.

De manera inconsciente, se había llevado las manos al pecho quizá para descubrir si su corazón aún seguía latiendo. No podía perder a Raimundo. No soportaría seguir viviendo.

- Entonces no hay tiempo que perder Mauricio -, afirmó, resuelta a no dejar este asunto por zanjado. - Llévame a su encuentro y saquémosle de ese infierno cuanto antes -.

- Es muy peligroso, Señora. Y además, en el supuesto de que consigamos librarle de las cadenas que le mantienen apresado, ¿qué le hace suponer que los soldados no se percatarán de nuestra presencia? ¡Podrían detenerla a usted también! O lo que es peor, darle muerte allí mismo -.

- ¿Y qué pretendes? -, gritó ella. - ¿Qué le deje morir a su suerte? ¡Jamás! -, exclamó con el brillo de las primeras lágrimas ahogándole los ojos. - Y si ese es por ventura su destino, también ha de ser el mío -, musitó mientras el recuerdo de los momentos vividos a su lado le oprimían las costillas. - Así que ahora, o me llevas hasta él o me indicas de inmediato dónde puedo dar con su paradero. Pero no impedirás que vaya en su busca -.

Mauricio no pudo evitar mirarla con admiración, tal y como había hecho en otras ocasiones en el pasado. Si algo no le faltaban a su señora, eran arrestos.

- Por mi vida que jamás la dejaré sola, Doña Francisca -. Se irguió como si de un centinela se tratase frente a su superior. - Vayamos en busca de Raimundo -.

…………

Observaba con nostalgia el cielo cuajado de estrellas mientras esperaba su próximo fin. El ejército no había soltado prenda sobre el destino que ya tenía marcado para ellos, pero tampoco había sido necesario para suponer que la muerte sería su sentencia. Todos parecían ser conscientes de ello. Hasta el campo respiraba un inusitado silencio, apenas salpicado por los rezos susurrados de algunos, entremezclados con los nombres de las personas amadas que muchos mantenían pegados a los labios, encerrados entre los dientes para así arañar a la soledad que les carcomía de arriba abajo.

Ella había estado instalada en sus pensamientos desde el mismo instante en que cogió, como todos, una pala y comenzó a cavar lo que sería su tumba. Jamás podría despedirse de ella. Jamás podría volver a repetirle lo mucho que su corazón todavía la amaba. Jamás volvería a aspirar su aroma ni a sentir la calidez de su cuerpo junto al suyo.

¿Sabría ella lo que había ocurrido? ¿Estaría asustada por su suerte?

- Amor mío… -, musitó.

Apenas las palabras habían escapado de su boca, escuchó movimiento tras la maleza. Rápidamente dirigió su mirada a los soldados que en aquel momento hacían guardia, más parecía que no se habían percatado de nada. Con todo el sigilo del que fue capaz, deslizó su cuerpo por el terreno para poder observar con mayor detenimiento. Quizá la fortuna de todos, estaba por cambiar.

Su cuerpo se tensó cuando reconoció a una de las figuras que se movía tras los matorrales. Su nombre brotó en mudo silencio, mezcla de la admiración y la incredulidad. ¿Cómo se le habría ocurrido hacer tamaña tontería? Demontre, podrían matarla si la descubrían. ¡Demonio de mujer!

Sus ojos al fin se cruzaron en la penumbra. Sintió que fuera cual fuese su destino, al menos había podido verla por última vez. Asistió con el temor recorriéndole la espalda, cómo Francisca se adentraba en el claro del bosque donde estaban acampados y se acercaba hasta a él, seguida por su fiel Mauricio. Su mirada se volvió nuevamente hacia los guardias, que parecían más entretenidos en su partida de cartas que en lo que allí se estaba cociendo.

Frunció el ceño al darse cuenta de que con ellos dos no había nadie más. ¿Acaso Francisca se había aventurado a llegarse hasta allí con la única compañía de Mauricio? Si salía con vida de esta pesadilla, pensaba abroncarla por su alocado comportamiento. Por exponerse de aquella manera tan temeraria. Y después…

Después la besaría como si no existiese un mañana.

.........
 
Corrió en silencio tras Mauricio lo que le pareció una eternidad, hasta que por fin llegaron junto a un claro. El capataz casi la tiró al suelo, en un afán desmesurado por cubrirla con su cuerpo, protegiéndola de cualquier peligro que pudiera acecharles tras los matorrales. A tientas, pudo divisar centenares de cuerpos apretujados buscando proporcionarse algo de calor en una noche demasiado fría. De entre todos ellos, su mirada buscaba con desespero al único por el que su corazón temía.

Ahogó un gemido cuando sus ojos se cruzaron al fin. Parecía como si Raimundo hubiese presentido su presencia. Al menos, había llegado a tiempo.

Se adentró en el claro, sin más miramientos, escuchando a su capataz tras ella, jurando hasta en arameo por su temeridad. Raimundo también la observaba, con un extraño brillo en los ojos que ella confundió con temor, por la posibilidad de ser descubierta por un par de guardias imberbes que parecían más atentos a lo que ocurría sobre una mesa de juego improvisada, que por lo que se cocía a su alrededor.

<<Inútiles>>, pensó, aunque sin duda aquello podía favorecer sus planes de huida junto a Raimundo.

Lo tenía todo planeado. Lo liberaría de aquel confinamiento y se pondrían a salvo bajo los muros de la Casona. Con toda probabilidad, él debería ocultarse en los pasadizos mientras ella movía sus hilos entre los más altos mandatarios para poder evitar que cayese sobre su persona, una pena de cárcel que terminaría con los pocos años de vida que podrían quedarle en este mundo. Ella se encargaría de que nada le faltase durante el tiempo que tuviera que estar oculto. Nada. Incluso su amor.

- Raimundo… -, sollozó cuando por fin estuvo junto a él.

Apenas había puesto resistencia a sus manos, que, en un impulso descontrolado, habían corrido a entrelazarse con las de Raimundo. Por su parte, él las besaba sin pudor, incapaz de esconder lo que por ella sentía.

- ¿Qué haces aquí, Francisca? Es muy peligroso… Mauricio -, se dirigió entonces al hombre que los observaba en un segundo plano. - ¿Cómo has consentido en traerla hasta aquí? -.

El capataz bufó. - Como si no la conociese de sobra, Ulloa… -.

- No culpes a Mauricio. Mis órdenes fueron claras, pero como comprenderás ahora no disponemos de tiempo para reprimendas ni explicaciones. He de sacarte de aquí -. Se volvió entonces hasta Mauricio, solicitándole con la mano que le entregase lo que ocultaba bajo su chaquetón.

- ¿Y ellos? -, preguntó Raimundo desplazando tristemente la mirada sobre sus vecinos. - ¿Qué será de todos ellos, Francisca? No puedo abandonarlos sin más. No puedo marcharme de aquí sin todos ellos -.

Ella había comenzado a cortar las cadenas sin apenas prestar atención a sus palabras, más llegados a este punto, se detuvo el tiempo suficiente para mirarle a los ojos.

- Raimundo no hay tiempo para sentimentalismo ni heroicidades baratas. Tenemos que salir de aquí inmediatamente, ¿es que no lo entiendes? -, le preguntó con impotencia. - A cada segundo que estamos aquí la vida de todos corre mayor peligro. Mi amor… -, acarició su mejilla. -… una vez que estés a salvo te prometo que haré lo que esté en mi mano por todos ellos, pero ahora debemos irnos… -, suplicó.

Él le devolvió aquella tímida caricia. - No Francisca… eres tú quien no lo entiende… -, respondió. - Mi conciencia no me permitiría vivir sabiendo que abandoné a todos y cada uno de los que aquí se encuentran -. Les recorrió con la mirada. - Aquí están mis vecinos, mi familia… Y ambos sabemos que no hay nada que puedas hacer por ellos. De no ser así no estarías aquí tratando de ayudarme a escapar -.

- ¿Y yo? -, le preguntó ella dolida. - ¿Acaso yo no te importo en absoluto? ¿Prefieres morir junto a ellos y dejarme a mí sola? -. Reanudó su tarea, empeñada como estaba en librarle de su encadenamiento. - No lo permitiré, ¿me oyes? No lo permitiré -.

- Mauricio… por favor… -, se dirigió entonces Raimundo al capataz, que observaba la escena en segundo plano. - Llévatela de aquí y protégela con tu vida -. El hombre asintió. - Es lo más valioso que tengo y tendré nunca -. Volvió su mirada al rostro bañado en lágrimas de Francisca. - Te amaré siempre -.

- ¿Quién anda ahí? -, gritó una voz desde el otro extremo del claro. - ¡Alto en nombre de su majestad! -.

Ya era demasiado tarde para huir. Si trataban de escapar, los soldados les darían alcance a los pocos metros y terminarían con su vida allí mismo, como si de alimañas se tratase. Así que hizo lo único que podía hacer.

- ¡Soy Francisca Montenegro! -, gritó poniéndose en pie. - Y exijo hablar con su superior de inmediato -.

......

Estaban rodeados. Y podía sentir miles de ojos puestos sobre ella. Afortunadamente Mauricio había tenido tiempo suficiente de ponerse a cubierto. A regañadientes, claro está, pues no consentía en abandonarla en manos de aquellos hombres.

<<Me serás más útil si no te apresan, capataz>>, le había respondido. Si las cosas se torcían, Mauricio podría regresar con la ayuda suficiente para poder liberarlos. O al menos eso es lo que quería creer. Raimundo también había querido protegerla, a costa de él mismo, pero ella tampoco había consentido. Sabía que sus posibilidades eran escasas, pero no se atreverían a hacerle ningún mal, dada la posición que ocupaba en la región.

Distinguió de entre todos los soldados a uno que destacaba por encima del resto. Bien por su porte soberbio y prepotente, como por la superioridad de galones que llevaba cosidos a la chaqueta del uniforme.

- Sepa señora que poco me importa que sea usted Francisca Montenegro o María Pérez -. Aquellas fueron sus primeras palabras cuando estuvo frente a ella. Pronunciadas en un tono tan frío y calmo que no le hizo presagiar nada bueno. Más no iba a dejar que él percibiese su inquietud.

- Craso error el suyo -, le respondió altiva. - De no ser así, sabría que poseo el poder suficiente para lograr que usted se pase los próximos años de su miserable vida limpiando las letrinas de todo el ejército -. Apretaba los puños con fuerza junto a sus costados, para evitar el temblor de sus manos. - ¿Y debo entender que usted es el oficial al mando, Señor…? -.

- Intendente Cristóbal Garrigues. Queda usted detenida -.

......

Todo sucedió en cuestión de minutos. Corrió hacia ella cuando dos soldados la tomaron a la fuerza por los brazos. Francisca se revolvía como un gato pero era innegable que ambos hombres eran mucho más fuertes que ella. Se vio lanzado contra el suelo en mitad de su carrera y solo pudo asistir impotente a aquel maltrato al que Francisca estaba siendo sometida.

La respiración se le entrecortó cuando ella consiguió zafarse para tropezar seguidamente en su intento de huir, y golpearse la cabeza contra una piedra. Quedando inconsciente en el acto.

- ¡Francisca! -, gritó. - ¡Franciscaaaa! -.

domingo, 22 de mayo de 2016

LA LUZ DE MI CANDIL (Final)



Fue como si retrocedieran muchos años atrás. Como si el tiempo y las penas no hubieran dejado surcos en su corazón. Hasta el cielo, nublado apenas unos minutos antes, parecía haberse cubierto de un halo especial en el que las primeras estrellas hicieron su aparición para acompañarles en su paseo. Caminaron en silencio tomados de la mano, lanzándose furtivas miradas de vez en cuando aprovechando que el otro no miraba en ese momento.

Francisca sentía un nudo en el estómago y se encontraba nerviosa como una quinceañera. Estaba segura de que en cualquier momento abriría los ojos y despertaría de aquel maravilloso sueño y caería de nuevo en la oscura realidad. No sospechaba que Raimundo se sentía igual que ella, caminando en una nube de la que no quería descender. Resultaba curioso cómo aquella tarde había variado en poco tiempo. Tenía una sensación agridulce y le dolía que el desprecio de su hijo sobrevolara por encima de ese momento sublime que estaba viviendo ahora mismo.

Detuvo sus pasos mirando el horizonte frente a ellos, y Francisca se vio obligada a detenerse a su lado. Le observó abiertamente mientras la mano le quemaba dentro de la de Raimundo. No sentía el frío helándole los huesos, pero aunque así fuera, prefería quedarse allí congelada a su lado antes de soltarse de él.

-…Raimundo… -. Le llamó titubeante.

Él la miró entonces a los ojos. Y sin decir ni una sola palabra, con la mano que le quedaba libre, abarcó la mejilla de Francisca acercando sus labios a los suyos. Fue el beso más dulce y tierno que habían compartido en años. Sentía los labios de Raimundo moviéndose cálidos sobre los suyos y abrió los ojos en mitad del beso, para asegurarse de que era cierto aquello que estaba viviendo. Al hacerlo, se vio reflejada en su mirada.

Temerosa, Francisca se separó unos centímetros de él, pero Raimundo acortó de nuevo la distancia y se apoderó de su boca con dulzura mientras tomaba su rostro ya con las dos manos y le acariciaba las mejillas.

-…Te necesito tanto Francisca…-. Acarició su labio inferior con el pulgar. Francisca cerró los ojos, estremeciéndose con su toque. –…Me haces tanta falta… -. Pronunció antes de besarla de nuevo. Sus manos descendieron de su rostro hasta el cuello, trazando círculos con los dedos sobre su piel.

-…Raimundo espera… -. Ella volvió a separarse. – En realidad no quieres hacer esto…solo estás apenado por tu disputa con Sebastián y… -.

Él se sorprendió con sus palabras.  - ¿Cómo puedes pensar eso? -. Acercó su rostro para poder rozar su mejilla contra la suya. - Amarte es lo que más deseo en este mundo -. Le susurró junto al oído. – Nunca he dejado de hacerlo. Y no te atrevas a negarme que a ti te pasa igual -. Se apartó para poder mirarle a los ojos. – Este amor que sentimos está por encima del orgullo, del dolor. Está por encima de nosotros mismos Francisca… -. Quedó en silencio unos segundos. – Este rato junto a ti me ha hecho darme cuenta de lo cansado que estoy de luchar contra él…-.

- Pero… -. Francisca sentía como iba perdiendo argumentos frente a Raimundo y como todas sus defensas se iban derrumbando hasta convertirse en poco menos que polvo.

- ¿Pero qué, amor? -. Volvió a tomar su rostro, acariciándole con ternura, adorándola con la mirada. - ¿Acaso te quedan fuerzas para seguir luchando contra un amor que no ha disminuido en todos estos años, sino que además no ha hecho más que crecer? -.

No. No le quedaban fuerzas. En realidad hacía tiempo que se había rendido ante él. En el mismo instante en que la vida de Raimundo peligró por aquella terrible enfermedad. Solo el temor a su pérdida definitiva le había hecho ver cuánto le amaba todavía.

Por eso, esperanzada ante la posibilidad que se abría ante ella, de vivir una segunda oportunidad junto a la persona que más había amado y que amaba en el mundo, movió sus manos por el pecho de Raimundo hasta llegar a su rostro. Acercándole hacia ella para poder besar sus labios con timidez. Lágrimas, como pequeñas gotas de rocío, se deslizaban por sus mejillas cuando rompió el beso.

- No quiero luchar más contra lo que siento por ti…-. Pronunció antes de esconder su cara en el hueco del cuello de Raimundo, aferrándose a su cintura como si temiera caerse por un precipicio.

Raimundo cerró los ojos al tiempo que su corazón brincaba de alegría en su pecho. Sus brazos se cerraron alrededor de su cintura y besó su cabello. Permanecieron abrazados hasta que se separaron para besarse fugazmente en los labios. Raimundo tomó la mano de Francisca de nuevo entre las suyas.

- Vamos , vida mía -. Le sonrió Raimundo. – Te acompaño a casa -.

Se encontraban próximos a la Casona después de haber dado un gran rodeo para llegar hasta allí. Se habían pasado gran parte del camino en silencio. Debían volver a acostumbrarse a estar juntos sin que hubiera una discusión entre ellos. Eran conscientes de que el proceso sería largo y que las murmuraciones sobre ellos en el pueblo serían continuas.

- ¿Podremos soportar que la gente murmure sobre nosotros Raimundo? -. Habían llegado a la puerta del patio, la que daba acceso a la cocina. Apoyó la cabeza en el hombro de él. – Tengo miedo de que vuelvas a separarte de mí. De que nuestro amor no sea suficiente… -.

Raimundo la abrazó con fuerza.

- ¿Crees que alguien se atrevería a chismorrear sobre la ilustre Francisca Montenegro sin que su vida corriera peligro? -. Le preguntó con una seriedad fingida. Francisca le dio un golpecito en el pecho.

- Hablo en serio Raimundo… -. Se irguió para ponerse frente a él. – Siento cómo los años pesan ya sobre mí, y ya no tengo las mismas fuerzas que antes -. Agachó la mirada. – No podría soportar arriesgarme para luego volver a perderte -.

Raimundo la tomó por el mentón obligándola a que le mirara. 

– Mírame Francisca. Te quiero. Es lo único que puedo decirte. Tendrás que confiar en mí y en mi amor -, le sonrió de medio lado. – Yo voy a hacerlo contigo. Porque creo en nuestro amor. ¿Y tú? ¿Estás dispuesta a confiar? -. Metió sus manos por dentro de su abrigo, abrazándola por la cintura. – Vamos...Arriésgate conmigo, mi niña… -. Susurró junto a sus labios, besando la comisura de los mismos.

Francisca sonrió. Subió los brazos hasta entrelazarles por detrás del cuello de Raimundo.

- ¿Sabes que puedes ser muy convincente? -. Comenzaron a rozar sus labios con pequeños besos, despertando su deseo.

- Solo con aquello que de verdad me interesa -. Susurró él antes de devorar su boca como un muerto de hambre. Francisca se colgó de su cuello acercándose más y más a ella, tanto como fuera posible. Necesitados de oxígeno, se separaron apenas unos milímetros pero sin soltarse.

- Supongo que tengo que irme… -. Lo dijo con tanta pena que Francisca empezó a carcajearse mientras volvía a darle otro beso. Se fue desplazando por su mejilla hasta llegar a su oído, mordiendo tiernamente el lóbulo de su oreja con los dientes.

- Supones mal… -. Le susurró.

A Raimundo el corazón le dio un vuelco dentro del pecho antes de empezar a latir como un loco. Francisca se giró para abrir con cuidado la puerta de la cocina. Nadie había allí así que le hizo pasar al interior. En cuanto estuvieron dentro, Raimundo la acorraló contra la mesa, besándola con languidez, consiguiendo al fin abrir su boca para poder enredar su lengua con la suya. Movía las manos por su cuerpo tan lentamente como besaba sus labios, arrancándoles a ambos un intenso gemido.

- Vamos a mi habitación Raimundo…aquí pueden vernos… -.

Refunfuñando, él la soltó al fin. Momento que aprovechó Francisca para dibujar una sonrisa malévola en su rostro y salir corriendo escaleras arriba.

- ¡Atrápame si puedes! -.

Raimundo se había quedado boquiabierto a los pies de la escalera. Bajó la cabeza sonriendo y empezó a subir los peldaños lentamente.
Llegó hasta la puerta cerrada de su cuarto. Expectante, tomó aire antes de agarrar el pomo y girarle muy despacio. Francisca se dio la vuelta al sentir la presencia de Raimundo a sus espaldas. Su pecho subía y bajaba a un ritmo descontrolado y tenía las mejillas sonrosadas por la carrera. Solo le había dado tiempo a quitarse el abrigo antes de que él llegara.

La recorrió con la mirada de arriba a abajo, con tal lentitud y deseo en su mirada que Francisca sentía el latir de su corazón en la boca. Retrocedió nerviosa cuando Raimundo empezó a caminar hacia ella igual que un depredador dispuesto a cazar a su presa. El tocador puso fin a su huida, quedando ligeramente apoyada en él. Jadeó cuando Raimundo bajó la mirada y comenzó a reírse para sus adentros mientras se quitaba la chaqueta, dejándola caer al suelo.

Llegó hasta ella y apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo, evitando cualquier posibilidad de escapar de él. Se acercó hasta su boca sin llegar a tocarla.

- Ahora sí que eres mía…-. Musitó.

Con la voz entrecortada, Francisca solo atinó a decirle, - Nunca dejé de serlo… -.

Se besaron con lentitud, saboreando el momento y sus bocas igual que si fuera un dulce. De un manotazo, Raimundo apartó todo lo que había sobre el tocador, que cayó sobre la alfombra del dormitorio. Y con un rápido movimiento, la aferró por la cintura sentándola sobre el mueble. Todo ello, sin dejar de besar su boca.

Desesperada por sentirle en plenitud, Francisca le abrió la camisa de un solo tirón haciendo que los botones salieran disparados en todas direcciones. Metió sus manos por dentro, deslizándola por sus hombros y acercando inmediatamente su boca para mordisquearle el pecho. Por su parte, Raimundo llevado también por la premura, arrancó la botonadura de su vestido, despojándola de él hasta la cintura.

Se detuvo para poder admirar su desnudez, llenando sus sentidos de ella. Impregnándose de su aroma, de su suave y blanca piel, de la redondez de sus pechos.

- Eres tan hermosa…-, susurró mientras trazaba un camino por su cuerpo con la yema de los dedos, sintiendo como se tensaba su cuerpo con cada toque de sus manos.

Francisca se aferró a su nuca acercándole con fuerza hasta su boca para besarle con toda la pasión que Raimundo había despertado en su cuerpo. Él se dejaba hacer mientras seguía su camino con las manos hasta meterlas por debajo de su falda, arañando con ternura la tersa piel de sus muslos, provocándole un jadeo.

Se miraron a los ojos cuando Raimundo se separó de ella para poder quitarse los pantalones. Tomó su rostro con las manos al ver un ligero temor en los ojos de Francisca.

- Mírame amor mío y no temas. Jamás volveré a hacerte daño -.

Tomó su boca al mismo tiempo que sus cuerpos se unían íntimamente. Francisca ahogó en su boca el grito que quería salir de su garganta, y se aferró con fuerza a su espalda para atraerle más hacia ella.

– Te quiero mi niña…te quiero, te quiero, te quiero… -.

Francisca sentía cómo la llenaba por completo, pero aún quería más. Sus manos descendieron hasta atrapar entre ellas el trasero de Raimundo, provocándole con sus caricias.

- Hazme el amor Raimundo… -.

Aquella pareció ser la señal que él necesitaba para perderse con ella en la espiral de pasión que es arrastró a las profundidades para hacerles despegar a continuación hasta alcanzar las estrellas. Los movimientos comenzaron a ser frenéticos y sus cuerpos sudorosos se aferraban con fuerza queriendo unirse tanto como fuera posible.

El tiempo se detuvo una milésima de segundo para que pudieran ver ante sus ojos como el mundo explotaba a su alrededor. Y ellos se dejaron llevar por el placer que invadió sus cuerpos hasta dejarles completamente saciados. Con ternura infinita se besaron en los labios, satisfechos y llenos de una dicha que hacía tiempo no sentían.

- Te amo Raimundo -. Reposó sobre su pecho mientras le acariciaba la espalda con las manos. – Has vuelto a traer el amor a mi vida…-. Suspiró dichosa mientras él la tomaba en sus brazos para dirigirse a la cama.

- Este es el principio de nuestra nueva vida Francisca… -. Le besó con suavidad en los párpados.

Ella sonrió dejándose caer sobre él y cerrando los ojos.

– Eres la luz que ilumina mi vida, amor mío…-.Suspiró feliz antes de quedarse dormida en brazos de su amor de la niñez. El único de su vida.

jueves, 19 de mayo de 2016

LA LUZ DE MI CANDIL (Parte 1)



Sentía que tenía que despedirse de aquellas tierras. El baluarte de los Montenegro, gracias al cual comenzaron a fraguar su fortuna. Un trozo de tierra que costó mucho esfuerzo y sacrificio a sus antepasados. Y ahora se veía obligada a desprenderse de ellas. Hizo un pequeño gesto a su doncella para que se marchara y le dejara sola.

Sus hijos no parecían comprender el apego que sentía por El Candil. Pensaban que estaba anteponiendo su orgullo sobre los apuros económicos que llevaban sufriendo desde que los Mesía aparecieron en sus vidas dispuestos a hundirles en el abismo. Nada más lejos de la realidad. Esas tierras tenían un valor ínfimo a nivel económico, pero incalculable a nivel emocional. Y Águeda lo sabía perfectamente. Por eso se había ofrecido a comprárselas, porque conocía el valor sentimental de aquellas baldías tierras.

¿Estaba siendo egoísta? Después de las palabras de su hijo ya no sabía ni qué pensar. De haber estado ella sola, hubiera preferido morirse de hambre o terminar en la indigencia, a tener que vender a la Mesía. El Candil era la piedra angular sobre la que se sustentaba su patrimonio, y solo ella parecía entenderlo. Nada había que hacer. Su hijo le había empujado a tomar la decisión más dura a la que se había enfrentado en mucho tiempo. Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar que estaba deshaciéndose de un trozo importante de su corazón. ¡Cuántos recuerdos estaban plantados en ese duro páramo! ¡Cuántas tardes les había acogido entre sus brazos, a ella y a Raimundo, siendo testigo de su amor! De sus besos bajo el cielo estrellado, de sus confidencias, de sus sueños de formar una familia…No, no existía dinero suficiente para comprar aquella maravillosa tierra.

Recorrió con la mirada su vasta extensión, deteniéndose a cada instante en todos aquellos lugares en los que permanecía impregnada la huella de algún recuerdo vivido. Los ojos se le iban llenando de lágrimas y su corazón sangraba profusamente. Mañana, todo sería un recuerdo, como otros tantos muchos que había tenido que ir dejando por el camino. Estaba visto que tarde o temprano siempre se veía en la tesitura de despedirse de todo lo que amaba. Primero fue Raimundo. Y aquella herida no había terminado de cerrarse, y nunca lo haría. Lo último, El Candil. ¿Qué sería lo próximo?

Caminó unos pocos metros, pues se negaba a abandonarlas aún. Un dolor que le atravesaba el alma llenó cada poro de su ser. Se agachó hasta tocar con sus manos la tierra. Cerró el puño arrastrando en él un buen puñado de ella, llevándosele a los labios. Depositando un beso mientras las lágrimas caían incesantes ya por su rostro.

- …Adiós…lo siento… -.

Abrió el puño y la tierra se fue disipando, propagándose por el aire e inundando sus fosas con su olor terroso y seco. Permaneció de rodillas agachando la cabeza para que sus recuerdos en El Candil no la vieran con el corazón destrozado. Permaneció en esa misma posición sin percatarse del tiempo que había pasado. Miró al cielo. Estaba empezando a anochecer. Quizá había llegado el momento de regresar a casa.

Inundándose de una fortaleza que no sentía, consiguió levantarse. Aunque su ánimo seguía por los suelos. Saldrían adelante, estaba segura. Lo superarían. Pero eran tantas las ausencias, los pedazos de corazón que había ido perdiendo por el camino, que cada vez se le hacía más cuesta arriba.

Cerró los ojos y tomó aire por última vez en El Candil. Mañana dejaría de pertenecer a los Montenegro, pues se formalizaba la venta del mismo en la Casona. Abrió de nuevo los ojos y suspiró. Otra etapa de su vida quedaba cerrada. Dio media vuelta dispuesta a marcharse de allí, pues si permanecía un segundo más, sería incapaz de marcharse.

Al hacerlo, pudo divisar a lo lejos una figura que vagaba por los campos. Se extraño sobremanera. ¿Quién podría ser? Pudiera ser que a partir de mañana El Candil perteneciera a otro, pero en ese momento, ella seguía siendo la dueña. Y aquello era una propiedad privada. Su orgullo la llevó a dirigir sus pasos hacia quien fuera el que había osado a penetrar en sus tierras sin permiso.

…….

Raimundo había abandonado la conservera sin pronunciar una palabra. El ataque gratuito de Sebastián le había dolido igual que una puñalada. Jamás hubiera pensado que su hijo poseyera esos pensamientos acerca de cómo había dirigido su vida. Había perdido tantas cosas a lo largo de ella que no le había quedado otro remedio que volverse cauteloso y prudente. ¿Tan malo era aquello? Había tratado siempre de ser un buen padre para con Sebastián y Emilia. Siempre se había conducido con cariño y respeto por las decisiones que habían tomado a lo largo de su vida, apoyándoles cuando fue necesario a pesar de que en muchas de esas ocasiones, había previsto que saldrían malparados. Había trabajado, con mucho esfuerzo para poder ofrecerles una vida mejor. Se sacrificó para que Sebastián pudiera estudiar una ingeniería y no tuviera que depender de una taberna de pueblo. Su taberna. La que su difunta esposa y él habían construido y levantado con sus propias manos. No, él no se merecía aquel desplante por parte de su hijo.

Había decidido dar un paseo para calmar su ánimo antes de ir a la Casa de Comidas. Lo que menos deseaba es que Emilia le asediara a preguntas, ya que su rostro reflejaría seguro el estado en el que se encontraba su alma. Y él tendría que ocultárselo, pues no quería empezar una disputa entre hermanos, como seguro ocurriría si le contaba a su hija lo que había ocurrido. Como no sabía muy bien dónde ir, y necesitado de recuerdos dulces y felices que llevaran calidez a su espíritu, resolvió encaminarse a un apacible lugar en el que había vivido momentos maravillosos en el pasado. Con ella. Y como no podía acudir a la fuente de su alegría, de su amor, El Candil era la opción más acertada. Reposaría allí hasta que hubiera recobrado las fuerzas suficientes para volver a casa.

Llevaba cerca de una hora dando vueltas por allí cuando se detuvo junto a un viejo roble. Con sus manos, ásperas por el duro trabajo de estos años, acarició el tronco sobre el que se había apoyado infinidad de tardes en aquella última primavera en que permanecieron juntos Francisca y él.

- Mi niña… -. Atinó a susurrar.

- Raimundo…¿Qué? ¿Qué haces aquí? -. La suave voz de Francisca le hizo volverse con rapidez, haciendo que sus miradas se cruzaran para no despegarse durante un breve espacio de tiempo en el que solo podía escucharse el intenso latir de sus corazones.

Tras la sorpresa inicial por encontrarse ambos en el mismo lugar, Francisca se percató de que Raimundo posiblemente había estado llorando, pues sus ojos estaban enrojecidos. El corazón se le encogió y no pudo evitar interesarse por él. Algo grave habría sucedido para que él presentara ese estado.

- ¿Estás bien? -. Sin darse cuenta posó su mano sobre el brazo de Raimundo. – Has estado llorando -.

Su voz sonaba suave, pero con un tinte de preocupación. Él bajó la mirada al punto en que sus cuerpos se unían. La mano de Francisca, de manera inconsciente, había comenzado a acariciar levemente su brazo. Un gesto tan sencillo como reconfortante. Ni mil abrazos de cualquiera podrían superar esa caricia de su pequeña.

- No estoy bien desde hace 30 años Francisca -.Le susurró. Ladeó la cabeza mirándola con detenimiento. – Tú también has llorado -. Ella sonrió levemente. - ¿Qué te ocurre? -.

- Digamos que nunca me gustaron las despedidas -. Bajó la cabeza. – No es fácil tener que separarte de algo que amas -.

Raimundo suspiró. – No, no lo es. Sientes como pierdes una parte importante de ti mismo. Nunca vuelves a ser el mismo -. Francisca alzó los ojos hacia él. – Respiras y vives de recuerdos -. Musitó.

Volvieron a quedarse en silencio, mirándose sin decir nada pero a la vez diciéndoselo todo. Se habían pasado los últimos años de disputa en disputa sin detenerse a mirar al otro los ojos. Si lo hubieran hecho, habrían evitado muchas de ellas.

- Al final no has contestado mi pregunta. ¿Qué te ha ocurrido Raimundo? -.

Su preocupación parecía sincera. Como sus últimas actuaciones los pasados días. Recordó cómo se había comportado con Cipriano el otro día. Su mano seguía apoyada en su brazo brindándole calor y apoyo. Sus ojos se habían quitado la máscara de orgullo que les recubría habitualmente y su mirada era limpia y cristalina.

- ¿Crees que hemos sido buenos padres? -. La pregunta sorprendió a Francisca. – He sacrificado mi vida por ofrecer lo mejor a Sebastián y a veces siento que no le reconozco. No veo a mi muchacho. Tal vez me equivoqué Francisca -. Apartó brevemente la mirada. - ¿Y tú? Tristán ha acudido a los mejores colegios que tu dinero pudo ofrecerle y no es feliz -. Volvió a mirarla. - ¿Qué hicimos mal? -.

- Nadie nace sabiendo ser padre Raimundo -. Pensó tristemente en sus hijos. – Quizá tenemos tanto empeño en hacer lo que creemos mejor para ellos que no les dejamos vivir su propia vida -. Sonrió apenada. – Nosotros mejor que nadie deberíamos saber lo que es eso… -.

Raimundo dio un paso hacia ella. – Siempre pensé que mis hijos serían los tuyos Francisca… -.

Ella cerró los ojos sintiendo cómo el dolor le atravesaba el alma. Se aguantó las ganas de llorar al pensar en la vida que no habían podido disfrutar a pesar de que una parte de los sueños que compartieron si consiguió tomar forma. Tristán. Su hijo. El hijo de ambos. Se separó de Raimundo dándole la espalda, porque no quería que él se diera cuenta de cómo sus palabras habían calado en ella.

- Debo regresar a la Casona -. 

Se arrebujó dentro del abrigo ya que comenzaba a refrescar. No deseaba marcharse pero si permanecía más tiempo junto a él se derrumbaría en sus brazos suplicándole que volviera a ella. Bajó los brazos hasta situarlos junto a sus costados. Raimundo se acercó a ella por detrás y se situó a su lado, sin mirarla. Su mano rozó tímidamente la de Francisca hasta que ambas se entrelazaron.

- Demos un paseo -. 

Con ternura, acariciaba sus nudillos con el pulgar haciendo que Francisca cerrara los ojos al sentir aquella dulce caricia. Giró la cabeza para poder mirarle y se perdió en la inmensidad de sus ojos castaños. No pudo más que sonreír y asentir con la cabeza.