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martes, 19 de abril de 2016

BAILEMOS...



No ha venido.

Aquel era el único pensamiento que viajaba por su mente mientras observaba algo apática, sin un ápice de emoción, a todos y cada uno de sus invitados. Casi todos le sobraban entre las cuatro paredes del fastuoso salón de la Casona, cargado ahora de música, de bullicio y de risas. Demasiada gente… aunque notables ausencias.

La no presencia de su hijo, aunque esperada, no dejaba de ser dolorosa. Los años transcurridos habían sido incapaces de borrar los actos pasados. Ni los sentimientos. Bien lo sabía ella, que había puesto en marcha todas las triquiñuelas posibles para preparar aquella fiesta con el único motivo de que Raimundo se personara en la Casona. Su amor por él seguía tan latente en ella que había sido capaz de mover cielo y tierra por zambullirse una vez más en su mirada.

Nuevamente, había fallado.

Todos sus intentos por cruzar su camino con el suyo habían resultado infructuosos, y aquella pequeña reunión había sido su último intento desesperado por sentir su presencia junto a ella. En la misma habitación. Dejó escapar un suspiro. Ni siquiera pretendía que él se dirigiera a ella, ni que la mirase. Aunque esa posibilidad le destrozaba por dentro. Después de tantos años privada a su pesar de él, separada de su amor por un inmenso océano, la idea de poder observarlo aunque fuera en la distancia, era como un sueño para ella.

Tomó un copa de champán de la bandeja que una de las doncellas portaba en sus manos cuando la joven se detuvo frente a ella. Dio un sorbo dejando que el frío líquido se deslizara por su garganta. Notando el ligero cosquilleo de las burbujas. Aquel simple gesto le recordó otro momento. Otro lugar. Otra fiesta… Otros sentimientos. Movió la cabeza ligeramente buscando a su lado a la persona que le devolvía la mirada enamorada en aquel entonces. Sin embargo, ahora no estaba. Se había esfumado. El tiempo, el odio, el destino había borrado su silueta y ya no estrechaba su mano con fuerza. Ya no le sonreía mientras ambos soñaban con una vida en común.

De la noche a la mañana, sus vidas habían cambiado y aún no sabía por qué…

Sonrió cuando se percató de que María la miraba desde la otra punta de la estancia. Estaba acompañada de Fernando, y aunque quizá no había pensado en una posible relación entre ellos, no le disgustó sobremanera la complicidad que parecía haber nacido en ambos jóvenes.

Todos parecían divertirse. Incluso la propia hija de Raimundo, que también le dedicó una sonrisa cuando sus miradas se cruzaron antes de centrarse de nuevo en su marido. A pesar de los temores y reticencias que parecían haberse levantado entre ellos, era más que evidente que se amaban. Aunque ella era la prueba viviente de que solo el amor no es suficiente a veces para ser feliz.

Bebió otro trago de su copa. No era la fiesta que ella esperaba, pero al menos María parecía divertirse. Y con eso, podía sentirse más que satisfecha.

- Buenas noches, Francisca -.

Tembló como una hoja. Y de su semblante se borró la sonrisa que segundos antes había esbozado, para dar paso a otra sensación a la que no sabía dar nombre. ¿Temor? ¿Ansiedad? ¿Felicidad, tal vez?

La voz de él había vibrado a través de ella, desplazándose desde su columna. Enredándose en la boca del estómago hasta llegar a su destino. Su corazón, que explosionó de pronto en miles de sentimientos que la embargaron hasta casi hacerla marear. Incluso creyó que podía tratarse de una mala jugada de su imaginación, producto del cúmulo de frustraciones que se habían apoderado de ella al darse cuenta de que no había aceptado su invitación. Tenía miedo de darse la vuelta y que todo fuese una mera ilusión.

Aferró con fuerza la copa que portaba en su mano, girándose tan lentamente como su corazón y su tembloroso cuerpo le permitían. Ahí estaba él. Tan cerca que podía sentir su calor. Su olor. No pudo ni quiso disimular lo que sentía en ese momento. El caparazón que tantos años le había recubierto, se había desprendido de su alma hasta convertirse en polvo nada más. Dejándola desnuda frente a él. Vulnerable. Una mujer enamorada para la que el tiempo se había detenido en aquel mágico instante.

Raimundo no podía dejar de mirarla embelesado. Ni los mejores sueños que había vivido durante 15 años de ausencia anhelando un futuro reencuentro con ella podían compararse con lo que estaba viviendo ahora mismo. Sin embargo, desde su regreso, había retrasado de manera intencionada aquel momento en que sus miradas se cruzasen de nuevo por temor a que sus ojos revelasen el sinsentido que había sido su vida desde que se había alejado de ella. Había aprendido que ni el tiempo ni la distancia pueden matar los sentimientos. Tan solo logran aplacar el rencor y dejan fluir la verdad de lo que se encierra en el corazón de uno.

Se había preparado para estar frente a ella. O al menos lo había intentado. Aunque de nada sirvió, porque en el mismo instante en que Francisca posó de nuevo sus ojos en él, se encontró desarmado. Vulnerable. Tan solo era un hombre enamorado para el que el tiempo se había detenido en aquel mágico instante.

¿Cuánto tiempo pasó dibujando su rostro con la mirada? ¿Cuánto tiempo más podría permanecer quieta cuando lo que más deseaba era lanzarse contra su pecho y llorar de felicidad? Segundos… minutos… horas… Podría pasarse la vida entera mirándole en silencio.

- Estás más bella que nunca… -. Susurró.

Recordaba cada línea de su rostro a la perfección pues había tenido que vivir a base de añoranzas y recuerdos desde que tuvo que alejarse de su lado. Sin embargo, ni sus ensoñaciones de ella podían superar lo que tenía frente a sus ojos. La sintió tal y como la conoció entonces. Y su corazón se enamoró de ella nuevamente.

- Raimundo… -, musitó con dulzura su nombre, logrando que se le erizara la piel con el cadente sonido de su voz. - Has venido… -.

Él la amó con la mirada. - Cómo no hacerlo cuando la mujer más hermosa de la fiesta me invita personalmente -.

Ella abrió los labios para contestarle con un cumplido semejante. Pero no pudo hacerlo. Estaba tan perpleja, tan emocionada por verle de nuevo, conteniendo de manera tan férrea sus impulsos que le pedían a gritos lanzarse a sus brazos, que era incapaz de hacer fluir las palabras que deseaba pronunciar.

Ambos pasaron largos segundos reconociéndose en silencio. Exclamando con la mirada lo que no eran capaces de articular con palabras. ¿Cómo podría expresarse un amor tan grande sin correr el peligro de no lograr manifestar su magnificencia? A lo largo de los años para ambos, una mirada había dicho más que toda una declaración de intenciones. Aunque estuvieran demasiado ocupados con su propio orgullo como para distinguirlo.

Las risas, las voces a su alrededor se disiparon hasta casi desaparecer. Cayeron en un profundo silencio donde solo existían ellos dos. En su propio mundo, en su rincón particular. Francisca estaba perdida en su mirada. Le zumbaban los oídos y podía percibir su sangre circulando desesperada por sus venas.

- Raimundo, yo… -.

- ¡Abuelo! -. La risueña voz de María, interrumpiendo su íntimo momento, fue como un jarro de agua fría para los dos. Sin embargo, la presencia de la joven junto a ellos no evitó que de manera disimulada, ambos continuaran devorándose con la mirada. - Al fin se ha dignado a venir. Ya temía que no quisiera hacer aparición en mi fiesta -. Estampó un sonoro beso en su mejilla al tiempo que recorría el salón con mirada satisfecha. - Ha sido todo un éxito, ¿verdad madrina? -.

Francisca esbozó una sonrisa indulgente a la muchacha antes de mirar nuevamente a Raimundo. Ruborizándose. - Totalmente -.

María frunció el ceño, percatándose de la tensión que se respiraba entre ellos y que confundió con enfado. Desvió su mirada de uno a otro. - No me vayan a discutir ¿de acuerdo? Hoy solo permito que exista alegría y felicidad para todos -.

- No te inquietes, María -. Raimundo dibujó una media sonrisa sin despegar sus ojos de Francisca. Estaba completamente hechizado por ella. - Te aseguro que lo último que deseo en este momento, es discutir… -.

Francisca sintió un intenso calor inundando todo su cuerpo ante la profunda mirada que él le estaba dedicando. Afortunadamente para ellos, María no era consciente de lo que ocurría a su alrededor. Notaba la boca seca y tuvo que procurarse otro pequeño sorbo de su copa de champán para lograr algo de alivio.

El tintineo de una copa que estaba siendo golpeada, hizo que los tres buscaran la procedencia del mismo. La música se había detenido y todos los presentes estaban ahora al pendiente de Fernando, que se había desplazado hasta el centro del salón. Previamente, había dejado su copa encima de la mesita.

- Aprovechando que tengo su atención… -, comenzó su discurso. -… y con el permiso de Doña Francisca… -, se inclinó con una suave reverencia hacia ella, que no entendía nada de lo que pretendía el muchacho. Pudo notar la mirada de Raimundo recorriéndola de arriba a abajo, así como su presencia tras ella, a escasos centímetros. Se sintió azorada durante unos breves segundos. -… me gustaría añadir algo más. María… -, extendió su mano a la vez que llamaba a la joven, que se acercó hasta él y la tomó entre la suya.

- ¿A qué viene esta sorpresa? -, le susurró María temiéndose las intenciones del muchacho. - Encomiéndate a todos los santos, Fernando. Por tu bien no vayas a ponerme en evidencia -.

- No, todo lo contrario -, refutó él. - Tranquilízate, ¿de acuerdo? -.

…………………………..

Tras la sorpresa inicial que había supuesto para todos el anuncio que confirmaba que Fernando y María andaban en relaciones, los ánimos andaban demasiado caldeados. Para todos excepto para dos personas que continuaban librando su batalla particular. En esos momentos Francisca no tenía cabeza para nada más que no fuera seguir a Raimundo con la mirada allá donde fuera, hablando con unos y con otros y tratando de tranquilizar a Emilia y Alfonso, que parecían ser los más disgustados con la noticia. Aunque a su vez, el propio Raimundo le dedicaba furtivas miradas que solo conseguían ponerla más y más nerviosa.

- Abuelo por favor, necesito su ayuda -. María se había acercado hasta él en busca de socorro. - Necesito que la gente deje de estar al pendiente de nosotros en lo que hablo con mis padres. Necesito tranquilizarlos y hacerlos creer que este anuncio no es más que una chiquillada. Una broma de Fernando -.

- ¿Una broma? ¿Qué clase de broma es esta, muchacha? -.

- Ay abuelo, ahora no tengo tiempo de explicárselo detenidamente. Ayúdeme, por favor… -. Raimundo resopló pero asintió con la cabeza dando conformidad a lo que le pedía su nieta. - Esto es lo que haremos -, prosiguió ella. - Pondré de nuevo algo de música y usted sacará a bailar a mi madrina -.

Él abrió los ojos como platos. - ¿Cómo dices? No… -, meneó la cabeza en señal de negación. - No creo que sea una buena idea -. Y sin embargo, nada le complacería más que mecer entre sus brazos a Francisca mientras la música envolvía sus cuerpos.

- Teme que ella no quiera, ¿verdad? -. María frunció los labios mirando a su madrina, que permanecía apartada soportando la aburrida e insistente charla de la alcaldesa. - No sé qué le ocurre, pero la he notado algo rara durante la fiesta… -. Entrecerró los ojos mientras seguía mirándola. - Hemos de salvarla de Dolores. Venga conmigo -.

Tomó la mano de Raimundo y se dirigió con él hacia donde estaba Francisca. - Buenas Dolores, ¿lo está pasando bien? Me alegro -. Hablaba con rapidez para no dejar a la mujer opción ninguna de responder. - Don Pedro le anda buscando. Creo que desea contarle algo importante -.

Cuando se hubieron quedado los tres a solas, Francisca se dirigió a su ahijada, visiblemente molesta. - ¿Por qué no sabía nada de tus intenciones para con Fernando? ¿A qué ha venido esto, María? -.

La joven le arrebató la copa de entre las manos. - Ahora no hay tiempo madrina. Necesito su ayuda y la de mi abuelo para poder solucionar todo este embrollo -.

Francisca miró de reojo a Raimundo, que sin embargo, la miraba a ella de frente. 

- ¿Nuestra  ayuda? -, titubeó. - ¿Qué pretendes? -.

María tomó la mano de Francisca. - Baile con mi abuelo, por favor... Voy a poner algo de música -. Besó la mejilla de Francisca y se alejó dejándolos a solas.

La melodía empezó a sonar. María estaba junto al gramófono, con las manos unidas en súplica rogándoles que por favor comenzaran a bailar. Raimundo tragó saliva y volvió sus ojos hacia Francisca, que permanecía mirando un punto fijo, fingiendo aparentar tranquilidad. Aunque su respiración entrecortada le delataba. Extendió una mano, ofreciéndosela para que ella la tomara.

- ¿Bailamos? -, murmuró.

Ella miró su mano para después alzar sus ojos hasta caer en la profundidad de los de él.

- Raimundo, no… -.

- Por favor… -, suplicó él interrumpiéndola.

Y ella no pudo negarse a lo que también deseaba.

Avanzaron hacia el centro del salón, sintiendo de pronto las miradas de todos sobre ellos. Pero nada parecía importarles. Sentía que flotaba, que ella no era realmente ella. Que tan solo podía observar la secuencia en la lejanía, envuelta entre una neblina que le hacía ver que todo era un sueño del que pronto despertaría.

Raimundo movió su brazo hasta hacerlo reposar en torno a su cintura. Le pareció que ella temblaba, pero él mismo también lo hacía. Francisca era la única que le hacía latir el corazón tan rápido y tan lento a la vez. Se negó a cerrar los ojos cuando advirtió la calidez de la mano de ella junto a su mejilla antes de que la posara con suavidad en su hombro. No deseaba perderse ni uno solo de los segundos que pudiera pasar a su lado.

Francisca ahogó un suspiró, humedeciéndose los labios a continuación cuando su brazo se ciñó con más firmeza en su cintura. Raimundo siguió aquel sencillo gesto, anhelando ser él mismo quien recorriese su boca con la suya.

Empezaron a moverse al compás de la música, sin dejar de dedicarse miradas cargadas de dudas y temores. De sorpresa y de sueños. De amor y de deseo. El mundo era nada más de ellos dos. No existía pasado ni futuro. No existían murmuraciones, ni reproches, ni miradas inquisidoras. No eran conscientes del revuelo que habían ocasionado a su alrededor, en el mismo salón de la casona donde ahora todas los ojos estaban clavadas en ellos.

Ajenos a la expectación que causaban, se fueron acercando cada vez más y más, hasta que ella reposó su mejilla junto a la de él, mientras Raimundo deslizaba su mano por su espalda en una intensa y lenta caricia.

- Tiene que ser un sueño… -, musitó Francisca a escasos centímetros de su oído.

- Nuestro sueño… -, respondió él.

Porque de sueños también se vive… y el suyo, el de ambos, estaba empezando a convertirse en una dulce realidad.

jueves, 14 de abril de 2016

CUIDARÉ DE TI (Final)



Acontecieron cinco largos e intensos días en los que apenas se movió de su lado. Francisca se movía entre el plano de la consciencia y la inconsciencia, aunque la fiebre iba descendiendo paulatinamente a medida que transcurrían las horas. Las medicinas y cuidados de Raimundo, estaban dando sus frutos.

De día, se desvivía por atenderla. Observando cada ligero cambio que se producía en ella. Volviendo a respirar de tranquilidad cuando Don Pablo, el médico, le informó que Francisca se estaba recuperando. De noche, dormía abrazado a ella, velando sus sueños y convirtiendo en realidad los suyos.

No había podido apartar de su mente el beso que compartieron la noche de su llegada al Jaral. Le quemaban los labios por probarla de nuevo y aún conservaba en ellos su sabor. Sabía que sería poco probable, por no decir imposible, que algo semejante pudiera volver a producirse. ¿Cómo derribar los muros que Francisca había construido a lo largo de los años? ¿Cómo explicarle que en las tres semanas que llevaba en el pueblo, había hecho todo lo humanamente posible por no cruzarse en su camino, a pesar de saber del interés que ella mostraba? Tenía sus propios motivos para haber actuado como lo había hecho. El miedo a un reencuentro después de tantos años, jugaba un peso importante. Temor a sus propios sentimientos. Y ahora, también a los de ella.

………….

- Doña Francisca, se encuentra usted perfectamente -. Don Pablo terminó de quitarse el estetoscopio con el que había auscultado su respiración. - Se ha recuperado de manera satisfactoria -, sonrió. - Es evidente que los cuidados que ha recibido han sido excelentes -.

Quiso hacer oídos sordos a las palabras que acababa de referirle el doctor. Tenía una sensación extraña en la boca del estómago, y es que no podía dejar de pensar en Raimundo. El por qué, no sabría definirlo. Había tenido multitud de ensoñaciones estos días pasados en los que él era el único y total protagonista.

Sentía miedo ante el hecho de que el propio Raimundo hubiera estado junto a su lecho. Cuidándola. Mimándola. Y luego estaba aquel beso que recordaba tan vívidamente como si realmente sí se hubiese producido. Inconscientemente, llevó sus dedos hasta los labios y cerró los ojos. Podía sentir la calidez de Raimundo en ellos. Su sabor…

Debía abandonar aquella locura en ese mismo instante. Aprovecharía las buenas noticias del de Don Pablo para abandonar el Jaral y regresar a la tranquilidad de la casona. Pero también a la soledad que en ella reinaba. Al menos allí, se sentía segura y sus sentimientos se mantenían a salvo.

De pronto, María entró en la habitación, rompiendo en silencio reinante en la habitación. Afortunadamente, Don Pablo estaba de espaldas a ella y no había sido testigo de su turbación. Al ver a su ahijada, sus ojos se iluminaron y bailaron de felicidad.

- ¡María, mi niña! -, hizo amago de ponerse en pie, pero la joven no se lo permitió. - Oh vamos, estoy perfectamente -, replicó. - Don Pablo, aquí presente te lo puede confirmar -.

- Así es -, se volvió hacia ellas. - No hay motivo por el cual no pueda levantarse e incluso regresar a su casa. De hecho, las dos pueden hacerlo. Ambas están totalmente recuperadas -.

…………………

Francisca terminaba de doblar el camisón que había llevado durante estos días. Se notaba mareada. Abrumada por todo lo que María le había contado. No podía creer que lo que había pensado que era producto de su delirio, realmente sí se hubiera producido. Raimundo había estado junto a ella todo este tiempo. ¡Todo había sido real!

Todo…

Llevaba toda la mañana alargando el momento de marcharse, solo esperando que él apareciese por la puerta. Ansiaba verle. Enfrentarse a todo lo que había ocurrido entre ellos. Pedirle las explicaciones pertinentes…

Más Raimundo no apareció. Era hora de guardar en el fondo de su memoria y en lo más profundo de su corazón, aquellos hermosos y preciados recuerdos que ninguno parecía dispuesto a querer asumir.

Dejó el camisón sobre la cama, y se salió. María debía estar esperándola para regresar a la casona.

…………

Había observado todos y cada uno de sus movimientos escondido en la intimidad de las sombras del corredor. Junto a la puerta. En un primer momento, había casi corrido hasta la habitación cuando le informaron que Francisca estaba totalmente recuperada. Sin embargo, cuanto más cerca se encontraba de ella, su ímpetu y sus emociones fueron diluyéndose hasta detenerse de golpe apenas a unos pasos de la alcoba.

Durante todos estos días pasados, se había repetido a sí mismo una y otra vez, que las cosas iban a cambiar. Que al fin se enfrentaría a lo que sentía por ella y lucharía por un futuro juntos. Pero las dudas acerca de que Francisca no recordara los preciados momentos que habían compartido minaron su fortaleza de ánimo.

Tal vez no era el momento más apropiado para enfrentarse a la realidad.

Se acercó lentamente hasta la cama que la había guarecido todo este tiempo. La que los había cobijado a ambos y que encerraba ya tantos recuerdos. Tomó entre sus manos el camisón de Francisca, acercándolo lentamente hasta su rostro. Aspirando su aroma. Llenándose de él.

- Francisca… -, susurró en un murmullo casi inaudible.

- Dijiste que cuidarías de mí -. Francisca permanecía de pie junto a la puerta, con las lágrimas temblándole en los ojos. Con la mirada clavada en su espalda. - Dijiste que jamás te marcharías de mi lado… -.

En un último impulso, había regresado tras sus pasos con la sensación de que tal vez pudiera verle antes de partir. Así le había descubierto junto a su cama. Recordando igual que lo hacía ella.

Raimundo aferró con fuerza el camisón entre sus manos, pero no tuvo valor para volverse hacia ella y mirarle a los ojos.

- ¿Lo recuerdas? -. Fueron las únicas palabras que salieron de sus labios.

- Mírame Raimundo -. Pero él seguía sin tener la valentía suficiente para enfrentarse a ella. - ¡Mírame…! ¡Te quiero! -. Le gritó con la voz rota. - ¿Es que no tienes nada que decir? -.

Silencio. Ni una mirada. Ni una palabra lanzada al aire…

Se tragó las lágrimas para evitar derramarlas. Ni una más, se repitió a sí misma. Había confiado en que todo podría cambiar entre ellos, que a pesar de todo lo que habían padecido quizá existía una oportunidad para su amor. Sin embargo, quedaba más que evidente que Raimundo no estaba dispuesto a arriesgar.

Sin pronunciar una sola palabra más, dio media vuelta dispuesta a irse y no echar la vista atrás.

- Te amo -. Sintió los brazos de Raimundo rodeándole la cintura, y su voz susurrándole junto a la sien. - Te amo -, repitió instantes antes de enterrar los labios en su cuello. Derramando millones de besos en la sensible y tierna piel. - ¿Necesitas que añada algo más? -, bromeó.

Francisca dejó caer la cabeza sobre su hombro y se giró buscando su boca. Tentándola mientras sus alientos se entremezclaban. Aquellos tímidos roces iniciales dieron paso a un contacto más profundo cuando Francisca se revolvió entre sus brazos y alzó sus manos hasta situarlas tras la nuca de él. Raimundo se perdió en sus caricias y terminó por enmarcar su rostro, mordisqueando la tierna y sensible piel de sus labios hasta que consiguió que se abrieran solo para él. Sus lenguas se encontraron a medio camino, comenzando a enredarse en un baile sensual que les devolvió la vida.

- Jamás habré de dejarte, mi bien. Te amaré y te cuidaré hasta el fin de mis días…-.
 
Francisca acarició sus labios con la yema de los dedos, incapaz de creer que aquello estuviera sucediendo. Delirios de realidad de los que nunca tendría que despertar.

martes, 12 de abril de 2016

CUIDARÉ DE TI (Parte 1)



El Jaral estaba a rebosar de enfermos. El espacio empezaba a escasear, así cómo los medicamentos necesarios para hacerle frente. La gripe española había entrado con virulencia en toda la comarca, y pocos eran los que se habían librado de sus redes. La plaza, otrora llena de gente trasegando de un lugar a otro, parecía ahora inerte. Carente de vida. La enfermedad la había dotado de un carácter lúgubre y sombrío.

Había dejado caer sus huesos en una de las mesas de la taberna, agotado después de haber tenido que pasar la noche en vela atendiendo a cualquiera que lo precisase. Muchos eran los contagiados y pocas las manos que los atendían. De ahí el esfuerzo. Y de ahí las profundas ojeras que empezaban a tomar forma en todos y cada uno de ellos. De los “sanos”, como así los había designado Don Pablo, el doctor de La Puebla.

Pasó sus manos por el rostro alicaído, frotándose los ojos a continuación. Estaba extenuado. Pero lo que verdaderamente le tenía inquieto, habían sido las noticias recibidas a través del último de los enfermos que había llegado al Jaral. Uno de los empleados de Francisca.

“Ni siquiera la Casona se ha librado de esta lacra”

Ni siquiera la Casona. El pensar que ella podía haber enfermado, le sumía en una profunda congoja. Desde que había regresado al pueblo, había sentido la imperiosa necesidad de dejarse caer por allí aunque fuera para observarla en la lejanía. Lo cierto es que no había encontrado las fuerzas necesarias para presentarse ante Francisca después de tantos años fuera de España. La idea de volver a verla, de cruzar aunque fuesen dos palabras con ella, le desbordaba el corazón. Le hacía temblar y vibrar al mismo tiempo. De ansiedad por hacerlo. Pero también de miedo.

16 años lejos de ella habían sido suficientes para aplacar odios y rencores, pero no para frenar un amor que sentía que crecía cada día que seguían en este mundo. Así había sido desde que la conoció cuando apenas levantaba un palmo del suelo.

Se levantó despacio, notando como sus huesos se quejaban por el esfuerzo. Necesitaba calentar su espíritu y calmar el rugir de sus tripas. Llevaba demasiadas horas sin probar bocado. Camino estaba de la cocina, donde esperaba encontrar algo que llevarse al buche, cuando la puerta de la Casa de Comidas se abrió precipitadamente.

- ¡A Dios gracias que lo encuentro Raimundo! -.

Se trataba de una de las doncellas que faenaba en la Casona, y por su rostro desencajado, no parecía ser portadora de buenas noticias. Tuvo que sujetarla por los brazos y pedirle calma, pues hablaba de manera precipitada y presa de las lágrimas. Un temblor se adueñó de él al dar forma, sin quererlo, al pesar de la muchacha.

- Está enferma… tiene temblores y delira… ¡Es la gripe, Raimundo! Por favor ¡ayúdeme! -.

Empalideció cuando las palabras de la joven calaron en él. 

- ¿Francisca? -, preguntó con temor. - Muchacha contéstame, por favor. ¿Se trata de Francisca? -.

La joven frunció el ceño extrañada por el tono preocupado de su voz. Pero no había tiempo para preguntas y mucho menos para explicaciones. Cerró los ojos, negando al mismo tiempo con la cabeza.

- No, no se trata de la Señora. Ella… está bien -. En realidad, estaba mintiendo. Dudaba que Francisca se encontrara bien. Aquella misma tarde la había visto casi desvanecerse en el despacho, pero cuando se lo refirió, fue despedida con cajas destempladas. En la Casona era cierto el dicho de ver, oír, y sobre todo, callar. - ¡Es María! ¡Su nieta, Raimundo! Cayó desmayada en su alcoba y no conseguimos que le baje la fiebre -. Lo miró de frente. - Por favor, tiene que ayudarme -.

La confirmación de que Francisca no estaba enferma, le alivió. Aunque ese alivio fue momentáneo y se disipó en cuanto le informó del estado de María.

- Marcha al Jaral en busca de ayuda y pide que alguien vaya raudo a la Casona. Tenemos que sacar a María inmediatamente de allí antes de que alguien más pueda resultar contagiado -. Debía impedir por todos los medios que Francisca cayera bajo los efectos de la gripe. - Yo iré derecho para allá y trataré de convencer a tu Señora para que me deje llevarme a María -.

Sin dar tiempo a añadir una palabra más, soltó a la joven y salió como alma que lleva el diablo camino de la Casona. El tiempo que tardó en llegar hasta allí, se tradujo en un suspiro. Trató de no pensar en que iba a ser la primera vez que vería a Francisca en años, y que, probablemente, no sabría qué decirle, salvo “me moría por volver a ver tu rostro”. La certeza de saber que esas serían las únicas palabras que se le ocurrirían al verla, le atenazaba la garganta.

Pensó en entrar sin necesidad de llamar a la puerta y subir rápidamente hasta el cuarto de María. Después de todo, su nieta estaba enferma y era primordial alejarla de todos aquellos que no estuvieran infectados. Y así lo hizo cuando llegó. Abrió con cuidado y subió corriendo las escaleras, con el corazón latiéndole en la boca y acallando sus alocados pensamientos. Lo más probable es que junto a María, se encontrara Francisca.

Su Francisca.

No se equivocaba. Medio recostada sobre el cuerpo preso de las fiebres de María, estaba ella. Suplicándole a Dios que no le arrebatara a la única alegría que había tenido en años. Se sintió fuera de lugar. Un intruso, a pesar de que esa habitación encerraba a dos de las mujeres más importantes de su vida. Su nieta y su único amor.

- Francisca… -, la llamó apenas en un susurro. Temió en un primer momento que ella no le hubiese escuchado y por eso se adentró un poco más en la habitación. Solo así pudo apreciar cómo su espalda se había tensado, y no movía ni un solo músculo. Tragó saliva y continuó hablando. - He de llevarme a María… Francisca ella… -.

- Ni lo sueñes -. Le interrumpió, extrañamente calmada. Sin girarse para mirarle a los ojos. Tan solo humedeció un paño en una jofaina con agua fresca que tenía junto a ella, y se lo puso a María sobre la frente. - Nadie me apartará de su lado. Y tú menos que nadie -.

- Es necesario, Francisca y lo sabes -. Aferraba una mano con la otra en un intento fallido de aplacar su temblor. Sin embargo, dejándose llevar por una fuerza que lo impulsaba a hacerlo, las separó y tocó levemente su hombro, con la punta de los dedos.

Fue entonces cuando ella le miró. Y cuando todo cambió entre ellos en cuestión de segundos. Francisca trató de ponerse en pie, quizá con demasiada dificultad, observó. Y no solo eso. Se percató de la palidez de su rostro. De la finas gotas de sudor que perlaban sus sienes.

- ¡No tienes derecho a…! -, gritó. 

Más todo comenzó a girar en derredor suyo, haciendo que sus piernas flaqueasen. Dedicó una última mirada a Raimundo antes de caer desplomada sobre sus brazos. Inconsciente.

No pudo escuchar la voz aterrada de Raimundo llamándola con desesperación.

…………………………..

Observaba el cuerpo inerte que descansaba apacible en uno de los cuartos de Jaral. Guardó las manos en los bolsillos del pantalón mientras multitud de sentimientos encontrados se concentraban en la boca de su estómago. Jamás en su vida se había sentido más aterrado. Aunque, en realidad, sí existió otra ocasión en la que sintió el mismo miedo que le recorría ahora. Ya creyó perder a Francisca hace unos años y su vida dio un vuelco que no supo controlar.

Y ahora, de nuevo regresaba la posibilidad de perderla para siempre.

Aquella mujer testaruda había ocultado a todos la gravedad de su estado. De no haber sido porque él corrió a la Casona en busca de María aquella noche, quién sabe lo que podía haber ocurrido. Recordó con dolor el semblante de Francisca cuando él había tocado su hombro, y suspiró.

- ¿Cómo hemos podido llegar a esto, amor? -, murmuró al tiempo que se acercaba hasta la cama improvisada. Muchos habían puesto el grito en el cielo al saber que se llevaba consigo a Francisca hasta el Jaral, más no les quedó otra que ceder a sus peticiones. Bajo ningún concepto iba a permitir que ella quedara abandonada a su suerte en la Casona. Ni su conciencia ni su corazón se lo permitían. 

- ¿Por qué hemos dejado que el orgullo rigiese nuestras vidas? -.

Acarició su mejilla. Ardía de calentura y la sintió revolverse bajo su mano, sin embargo, no abrió los ojos. Tomó uno de los paños que había junto a la cama y lo humedeció en agua fresca. Debía conseguir que la fiebre bajara lo antes posible. Se inclinó hacia ella deslizando el paño húmedo por todo su rostro. Por su cuello…

Sus manos temblaron cuando desabrochó el lazo del camisón que Rosario había tenido a bien poner a Francisca cuando llegaron, y lo apartó, dejando visible el nacimiento de su pecho.

- Raimundo… -.

Escuchar su nombre le devolvió el aire a sus pulmones. Francisca tenía los ojos ligeramente abiertos y le miraba. O al menos, eso creía.

- Raimundo… -, lo llamó de nuevo. - Has vuelto… -.

Trató de incorporarse al tiempo que una de sus manos se alzó hasta él. Hasta rozar suavemente su barba, provocando que por su espalda descargara un escalofrío de placer. Las sensaciones que ya le embargaban desde que había vuelto a verla, se multiplicaron hasta casi hacerle perder la razón. Sin embargo, no podía olvidar que ella estaba demasiado débil. Y que con toda seguridad, no sería consciente de sus actos. Apartó su mano con toda la voluntad de la que se vio capaz y la ayudó de nuevo a tumbarse.

- Debes descansar -.

Las manos de Francisca sin embargo se negaban a abandonarle. Y pronto sus labios se unieron a ellas, mimando su cuello sin ninguna piedad.

- Apenas fui tuya hace tan solo unas horas y ya te extrañaba terriblemente… -. Sus dedos se enredaron en su cabello mientras le acariciaba la nuca y su boca subía buscando la suya. - Te quiero… tanto… -.

Las palabras murieron ahogadas en su boca cuando sus labios se unieron al fin. Su mente le gritaba que aquello no era real, sino algo fruto del delirio provocado por la fiebre. Que ella ni siquiera era consciente en ese momento de que el tiempo había pasado cruelmente por sus vidas manteniéndoles separados por un abismo de orgullo.

Pero la amaba. Más que a su propia vida. Y se había pasado los últimos años reprimiendo un amor que le consumía por dentro. Se entregó a ella, a aquel beso que hacía palpitar de nuevo su corazón. Que le hacía hervir la sangre en sus venas. Sin reservas. Bebió de su boca hasta perder su último aliento, pasando por alto aquel resquicio de cordura que le instaba a detenerse.

- Quédate conmigo… -, le pidió Francisca mientras volvía a cerrar los ojos. - Quédate… conmigo… -.

Todo quedó en silencio, haciéndole creer por un instante, que nada de aquello había sucedido. Apartó la sábana que la cubría y se tumbó junto a ella, abrazando con ternura su cuerpo.

- No me moveré de aquí, amor -. Dejó un beso en su sien. - No me marcharé de tu lado -.