No ha venido.
Aquel era el único pensamiento
que viajaba por su mente mientras observaba algo apática, sin un ápice de
emoción, a todos y cada uno de sus invitados. Casi todos le sobraban entre las
cuatro paredes del fastuoso salón de la Casona, cargado ahora de música, de
bullicio y de risas. Demasiada gente… aunque notables ausencias.
La no presencia de su hijo,
aunque esperada, no dejaba de ser dolorosa. Los años transcurridos habían sido incapaces
de borrar los actos pasados. Ni los sentimientos. Bien lo sabía ella, que había
puesto en marcha todas las triquiñuelas posibles para preparar aquella fiesta
con el único motivo de que Raimundo se personara en la Casona. Su amor por él
seguía tan latente en ella que había sido capaz de mover cielo y tierra por
zambullirse una vez más en su mirada.
Nuevamente, había fallado.
Todos sus intentos por cruzar su
camino con el suyo habían resultado infructuosos, y aquella pequeña reunión
había sido su último intento desesperado por sentir su presencia junto a ella.
En la misma habitación. Dejó escapar un suspiro. Ni siquiera pretendía que él
se dirigiera a ella, ni que la mirase. Aunque esa posibilidad le destrozaba por
dentro. Después de tantos años privada a su pesar de él, separada de su amor
por un inmenso océano, la idea de poder observarlo aunque fuera en la
distancia, era como un sueño para ella.
Tomó un copa de champán de la
bandeja que una de las doncellas portaba en sus manos cuando la joven se detuvo
frente a ella. Dio un sorbo dejando que el frío líquido se deslizara por su
garganta. Notando el ligero cosquilleo de las burbujas. Aquel simple gesto le
recordó otro momento. Otro lugar. Otra fiesta… Otros sentimientos. Movió la
cabeza ligeramente buscando a su lado a la persona que le devolvía la mirada
enamorada en aquel entonces. Sin embargo, ahora no estaba. Se había esfumado.
El tiempo, el odio, el destino había borrado su silueta y ya no estrechaba su
mano con fuerza. Ya no le sonreía mientras ambos soñaban con una vida en común.
De la noche a la mañana, sus
vidas habían cambiado y aún no sabía por qué…
Sonrió cuando se percató de que
María la miraba desde la otra punta de la estancia. Estaba acompañada de
Fernando, y aunque quizá no había pensado en una posible relación entre ellos,
no le disgustó sobremanera la complicidad que parecía haber nacido en ambos
jóvenes.
Todos parecían divertirse. Incluso
la propia hija de Raimundo, que también le dedicó una sonrisa cuando sus
miradas se cruzaron antes de centrarse de nuevo en su marido. A pesar de los
temores y reticencias que parecían haberse levantado entre ellos, era más que
evidente que se amaban. Aunque ella era la prueba viviente de que solo el amor
no es suficiente a veces para ser feliz.
Bebió otro trago de su copa. No
era la fiesta que ella esperaba, pero al menos María parecía divertirse. Y con
eso, podía sentirse más que satisfecha.
- Buenas noches, Francisca -.
Tembló como una hoja. Y de su
semblante se borró la sonrisa que segundos antes había esbozado, para dar paso
a otra sensación a la que no sabía dar nombre. ¿Temor? ¿Ansiedad? ¿Felicidad,
tal vez?
La voz de él había vibrado a
través de ella, desplazándose desde su columna. Enredándose en la boca del
estómago hasta llegar a su destino. Su corazón, que explosionó de pronto en
miles de sentimientos que la embargaron hasta casi hacerla marear. Incluso
creyó que podía tratarse de una mala jugada de su imaginación, producto del
cúmulo de frustraciones que se habían apoderado de ella al darse cuenta de que
no había aceptado su invitación. Tenía miedo de darse la vuelta y que todo
fuese una mera ilusión.
Aferró con fuerza la copa que
portaba en su mano, girándose tan lentamente como su corazón y su tembloroso
cuerpo le permitían. Ahí estaba él. Tan cerca que podía sentir su calor. Su
olor. No pudo ni quiso disimular lo que sentía en ese momento. El caparazón que
tantos años le había recubierto, se había desprendido de su alma hasta
convertirse en polvo nada más. Dejándola desnuda frente a él. Vulnerable. Una
mujer enamorada para la que el tiempo se había detenido en aquel mágico
instante.
Raimundo no podía dejar de
mirarla embelesado. Ni los mejores sueños que había vivido durante 15 años de
ausencia anhelando un futuro reencuentro con ella podían compararse con lo que
estaba viviendo ahora mismo. Sin embargo, desde su regreso, había retrasado de
manera intencionada aquel momento en que sus miradas se cruzasen de nuevo por
temor a que sus ojos revelasen el sinsentido que había sido su vida desde que
se había alejado de ella. Había aprendido que ni el tiempo ni la distancia
pueden matar los sentimientos. Tan solo logran aplacar el rencor y dejan fluir
la verdad de lo que se encierra en el corazón de uno.
Se había preparado para estar
frente a ella. O al menos lo había intentado. Aunque de nada sirvió, porque en
el mismo instante en que Francisca posó de nuevo sus ojos en él, se encontró
desarmado. Vulnerable. Tan solo era un hombre enamorado para el que el tiempo
se había detenido en aquel mágico instante.
¿Cuánto tiempo pasó dibujando su
rostro con la mirada? ¿Cuánto tiempo más podría permanecer quieta cuando lo que
más deseaba era lanzarse contra su pecho y llorar de felicidad? Segundos…
minutos… horas… Podría pasarse la vida entera mirándole en silencio.
- Estás más bella que nunca… -.
Susurró.
Recordaba cada línea de su rostro
a la perfección pues había tenido que vivir a base de añoranzas y recuerdos
desde que tuvo que alejarse de su lado. Sin embargo, ni sus ensoñaciones de
ella podían superar lo que tenía frente a sus ojos. La sintió tal y como la
conoció entonces. Y su corazón se enamoró de ella nuevamente.
- Raimundo… -, musitó con dulzura
su nombre, logrando que se le erizara la piel con el cadente sonido de su voz.
- Has venido… -.
Él la amó con la mirada. - Cómo
no hacerlo cuando la mujer más hermosa de la fiesta me invita personalmente -.
Ella abrió los labios para
contestarle con un cumplido semejante. Pero no pudo hacerlo. Estaba tan
perpleja, tan emocionada por verle de nuevo, conteniendo de manera tan férrea
sus impulsos que le pedían a gritos lanzarse a sus brazos, que era incapaz de
hacer fluir las palabras que deseaba pronunciar.
Ambos pasaron largos segundos
reconociéndose en silencio. Exclamando con la mirada lo que no eran capaces de
articular con palabras. ¿Cómo podría expresarse un amor tan grande sin correr
el peligro de no lograr manifestar su magnificencia? A lo largo de los años
para ambos, una mirada había dicho más que toda una declaración de intenciones.
Aunque estuvieran demasiado ocupados con su propio orgullo como para
distinguirlo.
Las risas, las voces a su
alrededor se disiparon hasta casi desaparecer. Cayeron en un profundo silencio
donde solo existían ellos dos. En su propio mundo, en su rincón particular. Francisca
estaba perdida en su mirada. Le zumbaban los oídos y podía percibir su sangre
circulando desesperada por sus venas.
- Raimundo, yo… -.
- ¡Abuelo! -. La risueña voz de
María, interrumpiendo su íntimo momento, fue como un jarro de agua fría para
los dos. Sin embargo, la presencia de la joven junto a ellos no evitó que de
manera disimulada, ambos continuaran devorándose con la mirada. - Al fin se ha
dignado a venir. Ya temía que no quisiera hacer aparición en mi fiesta -.
Estampó un sonoro beso en su mejilla al tiempo que recorría el salón con mirada
satisfecha. - Ha sido todo un éxito, ¿verdad madrina? -.
Francisca esbozó una sonrisa
indulgente a la muchacha antes de mirar nuevamente a Raimundo. Ruborizándose. -
Totalmente -.
María frunció el ceño,
percatándose de la tensión que se respiraba entre ellos y que confundió con
enfado. Desvió su mirada de uno a otro. - No me vayan a discutir ¿de acuerdo?
Hoy solo permito que exista alegría y felicidad para todos -.
- No te inquietes, María -.
Raimundo dibujó una media sonrisa sin despegar sus ojos de Francisca. Estaba
completamente hechizado por ella. - Te aseguro que lo último que deseo en este
momento, es discutir… -.
Francisca sintió un intenso calor
inundando todo su cuerpo ante la profunda mirada que él le estaba dedicando. Afortunadamente para ellos, María no era consciente de lo que ocurría
a su alrededor. Notaba la boca seca y tuvo que procurarse otro pequeño sorbo de
su copa de champán para lograr algo de alivio.
El tintineo de una copa que
estaba siendo golpeada, hizo que los tres buscaran la procedencia del mismo. La
música se había detenido y todos los presentes estaban ahora al pendiente de
Fernando, que se había desplazado hasta el centro del salón. Previamente, había
dejado su copa encima de la mesita.
- Aprovechando que tengo su
atención… -, comenzó su discurso. -… y con el permiso de Doña Francisca… -, se
inclinó con una suave reverencia hacia ella, que no entendía nada de lo que
pretendía el muchacho. Pudo notar la mirada de Raimundo recorriéndola de arriba
a abajo, así como su presencia tras ella, a escasos centímetros. Se sintió
azorada durante unos breves segundos. -… me gustaría añadir algo más. María… -,
extendió su mano a la vez que llamaba a la joven, que se acercó hasta él y la
tomó entre la suya.
- ¿A qué viene esta sorpresa? -,
le susurró María temiéndose las intenciones del muchacho. - Encomiéndate a
todos los santos, Fernando. Por tu bien no vayas a ponerme en evidencia -.
- No, todo lo contrario -, refutó
él. - Tranquilízate, ¿de acuerdo? -.
…………………………..
Tras la sorpresa inicial que
había supuesto para todos el anuncio que confirmaba que Fernando y María
andaban en relaciones, los ánimos andaban demasiado caldeados. Para todos
excepto para dos personas que continuaban librando su batalla particular. En
esos momentos Francisca no tenía cabeza para nada más que no fuera seguir a
Raimundo con la mirada allá donde fuera, hablando con unos y con otros y
tratando de tranquilizar a Emilia y Alfonso, que parecían ser los más
disgustados con la noticia. Aunque a su vez, el propio Raimundo le dedicaba
furtivas miradas que solo conseguían ponerla más y más nerviosa.
- Abuelo por favor, necesito su
ayuda -. María se había acercado hasta él en busca de socorro. - Necesito que
la gente deje de estar al pendiente de nosotros en lo que hablo con mis padres.
Necesito tranquilizarlos y hacerlos creer que este anuncio no es más que una
chiquillada. Una broma de Fernando -.
- ¿Una broma? ¿Qué clase de broma
es esta, muchacha? -.
- Ay abuelo, ahora no tengo tiempo de
explicárselo detenidamente. Ayúdeme, por favor… -. Raimundo resopló pero
asintió con la cabeza dando conformidad a lo que le pedía su nieta. - Esto es
lo que haremos -, prosiguió ella. - Pondré de nuevo algo de música y usted
sacará a bailar a mi madrina -.
Él abrió los ojos como platos. -
¿Cómo dices? No… -, meneó la cabeza en señal de negación. - No creo que sea
una buena idea -. Y sin embargo, nada le complacería más que mecer entre sus
brazos a Francisca mientras la música envolvía sus cuerpos.
- Teme que ella no quiera,
¿verdad? -. María frunció los labios mirando a su madrina, que permanecía
apartada soportando la aburrida e insistente charla de la alcaldesa. - No sé
qué le ocurre, pero la he notado algo rara durante la fiesta… -. Entrecerró los
ojos mientras seguía mirándola. - Hemos de salvarla de Dolores. Venga conmigo
-.
Tomó la mano de Raimundo y se
dirigió con él hacia donde estaba Francisca. - Buenas Dolores, ¿lo está pasando
bien? Me alegro -. Hablaba con rapidez para no dejar a la mujer opción ninguna
de responder. - Don Pedro le anda buscando. Creo que desea contarle algo
importante -.
Cuando se hubieron quedado los
tres a solas, Francisca se dirigió a su ahijada, visiblemente molesta. - ¿Por
qué no sabía nada de tus intenciones para con Fernando? ¿A qué ha venido esto,
María? -.
La joven le arrebató la copa de
entre las manos. - Ahora no hay tiempo madrina. Necesito su ayuda y la de mi
abuelo para poder solucionar todo este embrollo -.
Francisca miró de reojo a
Raimundo, que sin embargo, la miraba a ella de frente.
- ¿Nuestra ayuda? -, titubeó. - ¿Qué pretendes? -.
María tomó la mano de Francisca.
- Baile con mi abuelo, por favor... Voy a poner algo de música -. Besó la
mejilla de Francisca y se alejó dejándolos a solas.
La melodía empezó a sonar. María
estaba junto al gramófono, con las manos unidas en súplica rogándoles que por
favor comenzaran a bailar. Raimundo tragó saliva y volvió sus ojos hacia
Francisca, que permanecía mirando un punto fijo, fingiendo aparentar
tranquilidad. Aunque su respiración entrecortada le delataba. Extendió una
mano, ofreciéndosela para que ella la tomara.
- ¿Bailamos? -, murmuró.
Ella miró su mano para después
alzar sus ojos hasta caer en la profundidad de los de él.
- Raimundo, no… -.
- Por favor… -, suplicó él interrumpiéndola.
Y ella no pudo negarse a lo que
también deseaba.
Avanzaron hacia el centro del
salón, sintiendo de pronto las miradas de todos sobre ellos. Pero nada parecía
importarles. Sentía que flotaba, que ella no era realmente ella. Que tan solo podía
observar la secuencia en la lejanía, envuelta entre una neblina que le hacía
ver que todo era un sueño del que pronto despertaría.
Raimundo movió su brazo hasta
hacerlo reposar en torno a su cintura. Le pareció que ella temblaba, pero él
mismo también lo hacía. Francisca era la única que le hacía latir el corazón
tan rápido y tan lento a la vez. Se negó a cerrar los ojos cuando advirtió la
calidez de la mano de ella junto a su mejilla antes de que la posara con
suavidad en su hombro. No deseaba perderse ni uno solo de los segundos que
pudiera pasar a su lado.
Francisca ahogó un suspiró,
humedeciéndose los labios a continuación cuando su brazo se ciñó con más
firmeza en su cintura. Raimundo siguió aquel sencillo gesto, anhelando ser él
mismo quien recorriese su boca con la suya.
Empezaron a moverse al compás de
la música, sin dejar de dedicarse miradas cargadas de dudas y temores. De
sorpresa y de sueños. De amor y de deseo. El mundo era nada más de ellos dos.
No existía pasado ni futuro. No existían murmuraciones, ni reproches, ni
miradas inquisidoras. No eran conscientes del revuelo que habían ocasionado a
su alrededor, en el mismo salón de la casona donde ahora todas los ojos estaban
clavadas en ellos.
Ajenos a la expectación que
causaban, se fueron acercando cada vez más y más, hasta que ella reposó su
mejilla junto a la de él, mientras Raimundo deslizaba su mano por su espalda en
una intensa y lenta caricia.
- Tiene que ser un sueño… -,
musitó Francisca a escasos centímetros de su oído.
- Nuestro sueño… -, respondió él.
Porque de sueños también se vive…
y el suyo, el de ambos, estaba empezando a convertirse en una dulce realidad.