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miércoles, 30 de marzo de 2016

MORIR DE AMOR (Parte 1)



- No te asustes -, le pidió al tiempo que asomaba entre sus manos un pequeño frasquito de cristal que depositó frente a sus ojos, tomando asiento a continuación. - Este veneno, al contrario que el tuyo, es indoloro. Actúa muy rápido. Basta un sorbo para que cumpla su cometido -.

Le escuchaba. Raimundo le ofrecía en bandeja de plata lo que ella había buscado en los últimos tiempos, y sin embargo, no podía creer que él estuviese dispuesto a ofrecer su vida así, sin más. Sin apenas lucha, sin más batalla.

- Raimundo, yo… -.

Difícilmente pudo balbucear su nombre en un susurro. Las palabras morían atascadas en su garganta mientras buscaba en su mirada una explicación a aquello que le estaba proponiendo. ¿No era eso lo que ella pretendía? ¿Acabar con su vida con el único fin de hacerle pagar por todo el mal que le había causado? Más… ¿por qué sentía de pronto ese miedo atroz ante la idea de perderle para siempre? ¿Tan cegada por el odio estaba que no era capaz de ver más allá de sus propias narices?

- Juntos nos hemos amado -, prosiguió Raimundo. - Nos hemos odiado... -, musitó. - Muramos juntos pues -, aferró una de sus manos entre las suyas. - Acabemos con esto de una vez. Francisca… ¡muramos juntos! -. El calor de su piel bajo la palma de sus manos le abrasaba el alma. Un alma rota por no haber sabido amarla. - Si quieres dejar de sufrir… muere conmigo… -

Había meditado cada palabra que había salido de sus labios. Nunca en su vida había estado tan seguro de algo, como lo estaba en ese instante. Lo que no podía creer es que su historia tuviese que terminar de aquella manera. ¿En qué punto todo se les había ido de las manos? ¿Qué pecado cometieron en su juventud para llegar a la madurez albergando tanto odio y rencor? Quizá ambos fueron culpables por haber consentido que sus vidas siguieran unos cauces que ninguno supo detener. O tal vez la culpa no era de nadie. Puede que, sencillamente, su amor no fuera tan grande como una vez pensaron.

Observó en silencio la reacción a su propuesta. Estaba impactada, podía percibirlo en sus ojos. En la rigidez de sus facciones. Y en el frío que sintió de pronto bajo su mano. Cuando quiso darse cuenta, Francisca se había puesto en pie y abandonaba el salón con premura.

Cerró entonces su puño en torno al frasco que contenía el veneno. Sabía que ella meditaría su propuesta. Si no habían conseguido estar juntos en vida, al menos podían decidir estar juntos en la muerte.

………………

Cerró jadeante la puerta de su alcoba apoyándose en ella. Con el estupor todavía pintado en su rostro y el brote de las primeras lágrimas quemándole en los ojos. Sentía como si acabara de despertarse de un mal sueño. De una pesadilla que le había cegado durante días haciéndole desear la muerte a la persona que más había amado en toda su vida. Y a la que más había odiado.

¿Qué es lo que había hecho? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar para saciar su sed de venganza? ¿Es que el fin de Raimundo lograría arrancar la negra pena que carcomía su corazón?

Moriría sin él, pero también lo haría si continuaba a su lado. Por dos veces se ilusionó con una vida junto a él y por dos veces dicha ilusión fue devastada. Lo único que le quedaba era resignarse a padecer los últimos años que le quedasen deseando una muerte que ahora estaba al alcance de su mano. El propio Raimundo se la ofrecía.

Avanzó como sumida en trance hasta sentarse a los pies de su cama. Evocó su niñez, la alegría de sus juegos inocentes junto a Raimundo en el claro del bosque. La timidez de los primeros besos… la ternura encerrada en las dulces caricias de sus manos. La primera vez que yacieron juntos…

¿Dónde quedó todo aquello? ¿Dónde fue aquel sueño? Tan lento y pausado como llegó, se fue yendo poco a poco, sin prisa. Hasta que un día, simplemente, no regresó.

Y jamás lo haría. Lo que había vivido los últimos meses a su lado no había sido sino un espejismo de lo que antaño existió. Y ella había sido tan ilusa de creer en la posibilidad de volver a amar y sentirse amada, de volver a sentir sus labios deslizándose por su piel… de acariciar la luna con una sola gota de su amor.

No. Jamás volvería a la felicidad que un día pudo tener y que se presentaba ahora ante sus ojos tan difusa y desgastada por el tiempo que parecía no haber existido nunca.

Bajó la mirada hacia sus manos, relajadas sobre su regazo. Dejar de sufrir para siempre. Sonaba demasiado tentador como para no tomar su propuesta en consideración. Morir juntos.

Uno junto al otro. Lo que nunca habían logrado en vida, podían alcanzarlo en la muerte.

……………..

Escuchó un leve repique que le obligó a girar la cabeza. El reloj de su mesita de noche marcaba ya la medianoche. Llevaba horas sumida en sus propios pensamientos, tratando de dilucidar qué camino tomar. Qué opción escoger.

Vivir sin él o morir a su lado.

Los meses que vivió a su lado, tras su regreso de las Américas, supusieron un bálsamo para su corazón ajado por los años y el resentimiento. Raimundo había logrado sacarla de su jaula de cristal, había conseguido hacerle salir al exterior y experimentar de nuevo el amor y la felicidad de sentirse amada y deseada. Había hecho aflorar sentimientos que creía muertos y enterrados… ¿y para qué? Nada más para procurarle por segunda vez el dolor más inimaginable.

De nuevo herida. De nuevo engañada. Aunque en el fondo de su corazón sabía que Raimundo la amaba. Al igual que ella le amaba a él. Y sin embargo todo parecía indicar que en su historia, el amor nunca había sido suficiente.

Siempre habían decidido por ellos. Sus padres, el destino, el propio orgullo… ¿Y a dónde les había llevado? A odiarse casi con la misma intensidad con la que se amaban. Irremediablemente unidos en el tortuoso camino de su vida. Un camino al que podían poner punto final.

Necesitaba una copa. La cabeza le estallaba de tanto dar vueltas y vueltas sobre lo mismo, aunque cada vez estaba más segura de lo que debía hacer. Tan solo debía encontrar el valor necesario para llevarlo a cabo.

- ¿Se encuentra bien, madrina? -.

La voz de María la sobresaltó justo cuando cerraba la puerta de su alcoba. - Me has asustado, María -, respondió mientras llevaba una de sus manos al pecho. - ¿Se puede saber qué haces despierta a estas horas? -, la miró de arriba a abajo. - Y paseándote en camisón… ¿es que te encuentras mal? -, terminó por inquirirle preocupada.

- Nada más lejos de la realidad, madrina -, la tranquilizó la joven. - Tan solo se trata de insomnio. No podía dormir y bajé a la cocina a servirme un vaso de leche caliente que me ayude a conciliar el sueño. ¿Y usted? -, frunció el ceño extrañada. - ¿Es que acaso tampoco consigue pegar ojo? -.

No supo contestarle. Aunque en realidad, tampoco podía hacerlo. El tono preocupado de su voz la emocionó hasta tal punto que las palabras se negaban a salir. Nunca había sentido un cariño tan sincero como el que esa muchacha le profesaba. Se limitó a sonreírle levemente, aunque la tristeza que reflejaban sus ojos no pasó desapercibida para María.

- Hay algo que le inquieta, ¿no es cierto? -, tomó sus manos entre las suyas. - ¿Ha discutido con mi abuelo? -.

- ¿Por qué…? ¿Por qué piensas eso? -. Era imposible que María supiera algo acerca de los últimos acontecimientos acaecidos entre Raimundo y ella, y sin embargo sintió un frío helándole la sangre. Por nada del mundo querría que su intento de acabar con la vida del Ulloa llegara a oídos de María. La joven jamás podría perdonárselo.

- Pues porque acabo de verle y tenía el mismo semblante que tiene usted ahora mismo -, le respondió al tiempo que la rodeaba por los hombros. - Vamos madrina, no puede ser tan grave lo que sea que ha ocurrido entre ustedes. Estoy segura de que conseguirán solucionarlo. Se aman, y eso  es lo más importante -, le sonrió con benevolencia al tiempo que la estrechaba en un sincero abrazo. - Y yo adoro a ambos… nada me hace más feliz que ver que están juntos después de tantos años de sufrimiento -.

No, nada podía ser tan grave… Tan solo que, cada uno por su lado, había intentado terminar con la vida del otro a pesar de que siempre se habían amado. Volvían a surgir en ella las dudas y las zozobras. El fin de ambos supondría una nueva fuente de dolor para sus seres queridos… Bueno, más bien para aquellos que querían a Raimundo. ¿Quién sentía algún tipo de aprecio por ella? Nadie la echaría de menos si desapareciera para siempre. Nadie excepto María. Tal vez la muerte no sería la solución. Tal vez lo mejor sería decirse adiós.

- Ve a descansar -, le pidió con una leve sonrisa. - Te prometo que yo haré lo propio en cuanto resuelva un asunto con tu abuelo -.

María ensanchó su sonrisa al escucharla. - Así me gusta, madrina -, besó su mejilla antes de encaminarse hacia su habitación. - No se le olvide dar un beso a mi abuelo… de mi parte, claro está -.

Podía escuchar aún su risa incluso cuando la puerta de su alcoba ya estaba cerrada. Ojalá todo fuese tan sencillo como enterrar los problemas en la profundidad de un beso con la persona amada. Entregarse al amor sin reservas… sin dudas ni miedos.

Ojalá fuese tan sencillo…

Salió al jardín al no encontrar a Raimundo en el interior de la casona. Allí lo encontró, a solas. En silencio. Con las manos escondidas en los bolsillos de su pantalón.

- En todos los años que pasé en las Américas, incluso con un océano entre nosotros, nunca te sentí tan lejana como te siento en este instante… -. Esperó unos instantes antes de girarse y enfrentarse a su mirada. - Tan ajena a mí… -.

El corazón le palpitaba en la garganta. Sentía que flaqueaba ante su presencia. Que se volvía vulnerable. - Raimundo yo…-

- Shhh… -, acalló sus palabras, acercándose lentamente. Alzando su mano hasta abarcar en ella su mejilla. - Déjame disfrutar de este pequeño instante de paz a tu lado antes de que nuestro mundo se desmorone -.

sábado, 19 de marzo de 2016

UN LUGAR PARA EL RECUERDO (Final)



- ¿El…el pajar? -. La voz de Francisca temblaba ante la sola mención de aquel lugar. - ¿Y por qué allí? -. Tragó saliva con premura. – Raimundo, no creo que sea una buena idea… -.

Él sonrió de medio lado arqueando una de sus cejas. – No voy a hacerte nada, si es de lo que sientes miedo Francisca… -.

Aquello la enfureció. 

- ¿Miedo? ¡Yo no tengo miedo de nada! -. Y cojeando, se dirigió hasta allí seguida por un sonriente Raimundo.

Se sentó sobre una paca de heno, temblando por dentro solo por lo que pasaba por su mente en aquellos instantes. Había pasado tanto tiempo desde que no pisaba ese lugar en su compañía, que se sentido de pronto frágil como una flor. Nerviosa. Inquieta. Y es que los recuerdos de lo vivido con él en ese lugar, se agolpaban en su mente haciéndole rememorar un tiempo en el que sí fue feliz. Desgraciadamente, poco quedaba de aquello. Únicamente su amor inquebrantable por él. Aquel seguía intacto desde entonces.

Raimundo estaba arrodillado a su lado examinando su tobillo. Le había despojado de la bota, y con dedos temblorosos palpaba el hinchado pie por encima de la media.

- No creo que sea nada importante -. Su voz sonaba pastosa debido al incipiente deseo que crecía en él. Estaba haciendo verdaderos esfuerzos por no tumbarla sobre aquel montón de paja y hacerle el amor una y otra vez hasta que ambos estuvieran saciados. Alzó los ojos hacia ella. – Cuando estés en la Casona, pide que alguna doncella te ponga un poco de hielo para bajar la hinchazón -.

Proseguía acariciándola mientras le hablaba, y ella sintió un estremecimiento que le recorrió el cuerpo. Raimundo percibió que temblaba bajo sus manos y aquel simple acto le hizo albergar esperanzas de que, tal vez, el amor que Francisca sintió una vez por él no hubiera muerto.

Poco a poco se fue incorporando hasta quedar de rodillas frente a su rostro. El ambiente se había vuelto denso. Nada se escuchaba salvo dos respiraciones erráticas.

Francisca miraba le miraba a los ojos mientras luchaba por respirar. Se notaba el corazón en la boca y las manos, que tenía apoyadas a ambos lados de su cuerpo, le temblaban de anticipación. Bajó los ojos hacia sus labios y aquello fue su perdición. En un acto reflejo, humedeció los suyos propios con la lengua. Raimundo dejó escapar un suave gemido al observarla y se acercó un poco más a ella. Apoyó la frente en la suya y ambos cerraron los ojos.

- ¿Tú también lo recuerdas, verdad? -, musitó sin separarse de ella. – Aquí, en este mismo lugar. Mis manos desnudándote muy despacio. Mi cuerpo sobre el tuyo. Acariciando tu piel desnuda…amándonos Francisca…-.

- Raimundo por favor…no sigas…-, sollozó ella. Seguía apoyada en él, y sin abrir los ojos, muy lentamente, llevó sus manos hasta su rostro acariciándole con la yema de los dedos. – Los recuerdos son demasiado dolorosos -.

- ¿Cómo pudimos terminar separados, amor? -. Le acariciaba con ternura el cabello. - ¿Por qué no nos permitieron ser felices? -.

Francisca se apartó de él para poder mirarle a los ojos. Rozó sus labios con los suyos en una muda caricia. – No podemos cambiar el pasado Raimundo…-. Cerró los ojos dejando que una lágrima descendiera por su rostro. - ¿Para qué seguir torturándonos con algo que no tiene razón de ser? -.

Ahora fue él quien rozó su boca con la de Francisca, bebiendo su aliento. - ¿Y por qué no cambiar nuestro futuro, amor mío? -. Besó sus lágrimas. – Cada vez me cuesta más respirar Francisca. Me mata no poder tenerte a mi lado -.

Ella tragó saliva sin poder deshacer el nudo que le oprimía la garganta. – Yo…te amo Raimundo… es inútil que lo niegue -. Rozó su mejilla con la punta de la nariz. – Pero nos separan demasiadas cosas, mi amor…Nos hemos hecho tanto daño… -.

Raimundo comenzó a dejar un rastro de suaves besos por todo el rostro de Francisca. – Yo también te sigo amando, mi cielo. Para mí es una tortura tener que verte cada día y no poder tocarte -. La atrajo hacia su pecho. – No poder besarte…-.

Se inclinó para poder tomar sus labios, pero Francisca se apartó, poniéndose de pie. 

– No puede ser Raimundo, ¿no lo entiendes? -. Se alejó de él abrazándose la cintura, quedándose de espaldas.

- Lo que no puedo entender…-. Se incorporó dirigiéndose hacia ella. -…es cómo puedes seguir negándote la felicidad -. La tomó por los brazos y la giró, obligándole a mirarle. - ¡Te amo Francisca! ¿Qué más necesitas? -.

- ¿Y cómo puedo estar segura Raimundo? -, prorrumpió en sollozos. – También dijiste amarme hace años y aun así me dejaste sola…-. Bajó la cabeza. – No soportaría volver a perderte. Esta vez no lo resistiría… -.

- Mi vida… -.

Tomó su rostro con las manos y la besó. Con ansia. Sus labios, cálidos y dominantes probaron de nuevo los de ella hasta que Francisca sintió que estaba a punto de estallar. Se resistió apenas unos segundos para terminar rendida a la necesidad de volver a sentir a Raimundo junto a ella. Entrelazó su lengua con la de él, gimiendo con cada roce de sus cuerpos.

Sin despegarse, fueron moviéndose hasta llegar a un pilar de paja. Raimundo se apartó de ella para quitarse la chaqueta y ponerla encima. Después, volvió a centrarse en ella, en sus besos, en su cuerpo. Con suma delicadeza, le hizo descender hasta que quedó tumbada. Y él sobre ella.

En un movimiento que resultó más brusco de lo esperado debido a la pasión que les estaba consumiendo, Francisca volvió a notar dolor en su tobillo y emitió un quejido.

- Lo siento mi amor. ¿Te duele? -. 

Francisca sonrió al escuchar el tono preocupado de su voz. Tomó entonces una de las manos de Raimundo y la llevó hasta su pecho, poniéndola a la altura del corazón.

- Siento un mayor dolor aquí -. Raimundo notaba bajo su palma el aún turgente seno de Francisca y el rápido latir de su corazón. – Me duele de amarte tanto… -.

Gimió antes de apoderarse de nuevo de su boca mientras cerraba su mano sobre el pecho de Francisca. Ella deslizaba las manos por su espalda hasta que llegó a su cuello. De ahí a desabrochar el primer botón de la camisa de Raimundo solo se sucedieron segundos. Después del primero vino el segundo. Luego el tercero. El cuarto. Y pronto, todos siguieron el mismo camino.

Con más premura de la que quería mostrar, Raimundo se incorporó para poder quitarse la camisa. En su acción, le siguieron las manos de Francisca, que recorrían todo el pecho salpicado de suave vello. Su boca y su lengua se unieron a las caricias de sus manos, probando otra vez el sabor de la piel de Raimundo. Él le arrancó con fuerza la hilera de botones a la espalda, que mantenían el vestido de Francisca aún en su cuerpo.

Volvió a tumbarla sobre la paja besando hambriento su cuello. Con sus manos, iba haciendo descender el vestido por sus hombros, mordisqueando tiernamente cada trozo de piel que quedaba al descubierto.

- Eres tan suave…tan dulce… -.

Todas las prendas que cubrían sus cuerpos fueron eliminadas y gimieron al unísono al volver a sentirse de nuevo, piel con piel.

-…Raimundo… -.

- Te quiero tanto, amor…te he echado de menos…-.

No dejaban de mirarse, de acariciarse. De recordarse. Raimundo aferró las manos de Francisca situándolas encima de su cabeza.

- Eres mía Francisca. Y yo soy tuyo. Jamás dejaremos de pertenecernos. Tú y yo, somos uno -, pronunció junto a sus labios segundos antes de besarla de nuevo.

Volver a sentirse unidos de aquella manera íntima, les provocó una placer mucho mayor que el que recordaban. Se habían echado demasiado de menos como para no reconocerlo abiertamente.

Raimundo se dejó caer con delicadeza sobre el pecho de Francisca, que luchaba por recobrar el ritmo normal de su respiración. Besó tiernamente su hombro antes de enfrentarla, observándola de nuevo con una mirada tan cargada de amor que ella sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

- No voy a consentir que nada ni nadie me separe de ti Francisca. Ni siquiera tú misma -.

Ella rozó su boca con los dedos. 

– No me dejes nunca Raimundo. Nunca… -.

Volvieron a besarse, sabiendo que esta vez nada podría separarles.

martes, 15 de marzo de 2016

UN LUGAR PARA EL RECUERDO (Parte 2)



Estaba arrepintiéndose de haberle ofrecido ayuda. Los vaivenes del carromato provocados por el irregular camino, hacían que su pierna rozara irremediablemente con el muslo de Francisca, que estaba sentada demasiado cerca de él. Un bache del camino provocó que ella terminase casi medio tumbada sobre él.

- ¿Es que no sabes llevar un simple carro? -. 

Francisca bufó enojada. La ira y el enfado era su manera de fingir el suplicio que era para ella rozar el cuerpo de Raimundo en cada metro que recorrían de ese tortuoso camino. Y ese bache había estado a punto de minar su fuerza de voluntad y su contención.

- Lo menos que podías hacer sería estar agradecida porque te encontrara -. Frunció el entrecejo. No entendía por qué ella se mostraba tan beligerante con él cuando lo único que había hecho era ofrecerle su ayuda. – Tenía que haberte hecho caso y seguir mi camino. ¡Y ahí te las hubieras apañado tú sola! -.

Francisca le miró de reojo. Después del hecho de que le hubiese ofrecido su ayuda sin tener obligación ninguna de hacerlo, ella se comportaba con rudeza. Se reprendió en silencio por su actitud descortés. Estaban tan acostumbrados a pelear por cualquier motivo, que esa situación le resultaba desconcertante. Y si a eso sumaba su cercanía, el resultado era preocupantemente turbador. Por eso se mostraba enfadada. Aunque no se tratase tanto de Raimundo como de ella misma. Giró la cabeza dispuesta a hacer algo que jamás pensó que haría, y menos ante él.

Disculparse.

- Tienes razón Raimundo. Lo…lo… -.

Resultaba más difícil de lo que había imaginado. Hacía tanto tiempo que no se disculpaba, que las palabras parecían no querer salir de sus labios. Suspiró agachando la cabeza.

– Lo siento Raimundo -.

- ¡Pues sí que te ha costado! ¿eh? -.

Raimundo sonrió abiertamente. Esa disculpa había resultado música para sus oídos. Era conocedor del esfuerzo que había supuesto para ella. Por eso tenía aún más valor.

- Serás… -.

Ni siquiera se le ocurría un insulto apropiado. Otra vez ese maldito Ulloa estaba burlándose de ella. Pero Raimundo se acercó hasta su oído, hasta casi quedar pegado a ella.

- Disculpas aceptadas, Francisca… -, le susurró. Y volvió a poner toda su atención en el camino.

Tuvo que agarrarse con fuerza al asiento para no caerse. Fijó su mirada en el borrico y se prometió a sí misma que no miraría a Raimundo en todo lo que quedara de trayecto. De haberlo hecho, hubiera podido observar como los nudillos de él se habían vuelto casi blanquecinos de tanto apretar las riendas. Acercarse tanto a ella había sido una temeridad.

Tras una media hora más de camino, empezaron a divisar los muros de la Casona. Raimundo escuchaba el palpitar de su corazón y la angustia ante una nueva separación. A pesar de todo, no quería alejarse de ella. Había disfrutado de todo el trayecto sintiéndola a su lado. Y quién sabía cuándo tiempo habría de pasar hasta que volvieran a estar tan juntos como ahora…

Llegaron hasta la entrada de las cuadras y fue entonces cuando Raimundo detuvo el carro. Francisca se volvió hacia su doncella.

- Blanca, ve dentro y explícale a Mauricio lo que ha sucedido. Que disponga lo necesario para arreglar la calesa y traerla de nuevo a la Casona -.

La muchacha se bajó del carro y corrió hasta la casa dejándoles a solas. Seguían mirando al frente, sin prestarse la más mínima atención. Tras unos segundos de duda, Raimundo descendió del carro y, rodeándolo, se acercó hasta ella. Alargó los brazos para tomarla de la cintura y así ayudarle a bajar. Francisca colocó las manos sobre sus hombros sin rechistar y fue deslizándose por su cuerpo, ahogando un gemido en su garganta ante el placer que sintió con el contacto.

Pero fue posar el pie en el suelo y sentir un dolor terrible. No pudo evitar emitir un quejido.

- ¿Es el tobillo? -, le dijo suavemente mirándole a los ojos. - ¿Te duele? -.

- Un… un poco… -. 

Y era cierto. Aunque el dolor quedaba disipado casi totalmente ante la intensa mirada de aquellos profundos ojos castaños. Entonces Raimundo la soltó y se agachó levantándole el bajo del vestido.

- Déjame ver -.

Con los dedos comenzó a rozar el tobillo hinchado, más Francisca se apartó rápidamente. Sentir sus manos sobre ella terminaría por hacerla desfallecer. Y no podía permitirse esa debilidad. Raimundo, que seguía agachado, la miró con el ceño fruncido.

- Vamos Francisca, no seas chiquilla. Tienes el tobillo hinchado y me gustaría ver el alcance de esta lesión. Puede que no sea necesario avisar a la doctora, pero para eso me gustaría comprobarlo primero -. Se incorporó enfrentándola. Francisca se rindió, segura de que se arrepentiría de esa decisión.

- ¿Y así me dejarás en paz, tabernero? -.

Raimundo sonrió. – Te dejaré tranquila…por hoy -. Pronunció las últimas palabras en un susurro mientras bajaba la cabeza.

- ¿Qué has dicho? -. Le  miró interrogante.

- Nada Francisca, nada… -. Movió la cabeza hacia los lados, y divisó a la derecha en antiguo pajar de la Casona. ¡Qué buenos ratos habían pasado allí juntos! ¡Cuántas veces se habían amado allí mismo llevados por la premura de su pasión!  

- Vayamos al pajar -, sugirió de pronto. - Allí podrás sentarte y yo tendré libertad para examinarte el tobillo -.

jueves, 10 de marzo de 2016

UN LUGAR PARA EL RECUERDO (Parte 1)



- ¡¡Estoy rodeada de ineptos!! -. 

Francisca caminaba por el embarrado camino que conducía hacia el pueblo seguida muy de cerca por su doncella, que se limitaba a agachar la cabeza aguantando el chaparrón de improperios que salían por la boca de la Montenegro. 

- Solo a mí me puede pasar esto, ¡habrase visto! -. Llevaba la falda arremangada para evitar ensuciarse, aunque con poco éxito. Incluso sus resistentes y caros botines estaban manchados de barro y le dificultaban el paso. – ¡Ese inútil se puede dar por despedido! En cuanto llegue a la Casona, le diré a Mauricio que vaya a por la Calesa, y ese maldito cochero más vale que no vuelva a aparecer frente a mí, o lo pagará caro -.

Un par de kilómetros atrás, habían sufrido un pequeño accidente. Una de las ruedas de la Calesa, que estaba en mal estado por una deficiente revisión por parte del cochero, se desprendió de ella haciéndola casi volcar. Sin saber cómo lo hizo, consiguió aferrarse a uno de los agarraderos que había junto a la ventanilla contraria al lado que volcaron. Eso fue lo que la salvó. A ella y a su doncella. Pero estaba herida, ya que sentía un fuerte dolor en uno de sus tobillos, y que, por lo que pudo atisbar en un primer momento, este presentaba una ligera hinchazón. ¡Maldecía su suerte! El cochero se había quedado junto a la Calesa, esperando que alguien les socorriera. Ella, impaciente como era, no pudo quedarse ahí quieta esperando. Tenía que llegar a la Casona lo antes posible, librarse de aquel horrible vestido y darse un baño caliente. Solo así podría calmar levemente el enorme enfado que sentía.

Escucharon un ruido acercándose hacia ellas y Francisca se giró, entrecerrando los ojos para poder enfocar la mirada y distinguir de qué se trataba. Era una carreta, que se acercaba velozmente hacia ellas. ¡Fantástico! Fuera el desarrapado que fuera, la llevaría de camino a su casa, si es que valoraba en algo su vida. Estaba harta de caminar y le dolía mucho el tobillo. Los últimos metros le costó mucho esfuerzo poder dar siquiera un paso. Estaba salvada.

Pero esa sonrisa en su rostro se fue borrando a medida que tomaba forma ante ella la persona que llevaba aquel destartalado carromato. La palidez de su rostro llegó a su punto más alto cuando el carro se detuvo y se encontró a un sonriente Raimundo Ulloa.

- Vaya, vaya, vaya…-. 

Se dedicó a estudiarla de arriba a abajo, recorriéndola con una mirada burlona que trataba de esconder la preocupación que había sentido minutos antes. Volvía de La Puebla, de recoger unos mandados cuando topó con una Calesa volcada en el camino. Su corazón se había detenido durante los minutos que tardó en llegar hasta ella. Conocía demasiado bien a la propietaria de ese carruaje y, solo pensar que podía estar malherida en su interior, o incluso muerta, se le helaba la sangre. Había bajado presurosamente de su carro, corriendo como un loco hasta que vio sentado junto a la Calesa a un hombre, fumándose tranquilamente un cigarrillo. Era el cochero, que le informó que Francisca estaba bien, y que había partido camino del pueblo a pie hacía ya una hora, como alma que lleva el diablo y amenazándole con acabar con él si se le ocurría regresar a casa.

Siguió recorriéndola con la mirada mientras una sonrisa burlona asomaba a su rostro. Estaba despeinada y manchada de barro hasta casi las orejas, pero le miraba con la misma pose altiva de siempre. Genio y figura.

- Ulloa… -.

¡Maldita fuera su suerte! Cualquier muerto de hambre podía haber pasado en ese momento por ese camino, pero no. Tuvo que ser Raimundo.

– Te sugiero que sigas tu camino y dejes de importunarme. ¡Y borra esa estúpida sonrisa de tu cara! -. Estaba furiosa porque él la hubiera descubierto en esa horrible situación. Y encima no dejaba de mirarla  y ella estaba empezando a sentirse incómoda con esa revisión.

- ¿Has tenido algún problema Francisca? -. Sus ojos brillaban divertidos. – Por cierto, bonito vestido -. Tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no estallar en carcajadas al ver el semblante iracundo de Francisca. Su cuerpo vibraba cada vez que la provocaba, aunque fuera de manera ínfima. Se sentía vivo con cada una de las disputas con ella. Era una forma de estar cerca de ella.

- No tengo ningún problema, Raimundo -. Se dio media vuelta dispuesta a seguir su camino, pero un pinchazo en su tobillo, hizo que tuviera que detenerse de inmediato. Se mordió el labio para no gritar. Cualquier cosa con tal de que ese condenado tabernero la viera padecer.

- ¿No querrías que te llevara en mi carro hasta la Casona? -. Raimundo observaba divertido los esfuerzos de ella por mantenerse erguida y orgullosa, a pesar de que los pies se le hundían cada vez más en el barro. – Deja tu orgullo a un lado Francisca -. Ella le miró. Raimundo le estaba ofreciendo una mano para ayudarle a subir.

- Ni lo sueñes. No pienso subir a ese carro que se cae a pedazos -. Intentó dar un paso hacia adelante con tanto ímpetu, que resbaló con la mala fortuna de quedar sentada en mitad del barro.

Raimundo ya no pudo contener su risa y prorrumpió en carcajadas ante la visión de la ilustre Francisca Montenegro sentada en el fango. Se reía tanto que hasta lágrimas salían de sus ojos. Francisca bufó furiosa tratando de incorporarse, pero solo conseguía hundirse cada vez más. Y su tobillo le dolía terriblemente.

Él bajó de su carro dispuesto a ayudarla a pesar de que ella se negaba a recibir ayuda. La asió con los brazos por detrás, a la altura del pecho y le ayudó a incorporarse. Trastabilló y pensó que caerían los dos, pero consiguió mantener el equilibrio. Francisca se había quedado muda al sentir los brazos de Raimundo aferrándole con firmeza, pero a la vez con la delicadeza que mostraba siempre que estaban juntos en el pasado. Sentía su respiración en la nuca y cerró los ojos, sintiendo que se deshacía por dentro. Tragó saliva antes de separarse de él.

- Gracias Raimundo… -. Estaba tan turbada que no se atrevía a mirarle a los ojos. Observó su vestido. Estaba desgarrado por el bajo, y además casi se le saltaban las lágrimas por el dolor que sentía en el pie. Él era su única opción en ese momento. Y aunque viajar durante el trayecto a la Casona sentada a su lado en aquel carro fuese una tortura insoportable, no le quedaba otra alternativa. – Te…agradecería que me llevaras hasta la Casona -.

Raimundo sonrió con ternura. Sabía que para ella, pedir su ayuda le había costado un gran esfuerzo. Le tendió una mano para ayudarle a subir, pero Francisca, orgullosa como era, pasó de largo y ella misma se subió al carro a pesar del dolor que sentía.

- Blanca, sube a la parte de atrás -, le dijo Raimundo. Y meneando la cabeza rodeó el carro para subir. Echó una mirada a Francisca, que iba a su lado, más estirada que un palo y sin dirigirle la mirada, y no pudo evitar sonreír. Tomó las riendas y arreó a su borrico para que emprendiera el camino.