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domingo, 31 de enero de 2016

QUIERO BEBER DE TU BOCA

Estaba tan desconcertada por su propia actitud al haber salido a escape de casa, en busca de Raimundo, como por la que había mostrado él cuando ambos regresaban de nuevo al pueblo. 

Había desnudado prácticamente su alma, llegando a revelarle sus sentimientos a pesar de que su corazón aún albergaba ciertas dudas tras lo sucedido entre ellos. Quería creer que Raimundo no le había mentido. Que todas sus promesas de amor para con ella habían sido del todo sinceras. 

¿Qué pasaría a partir de ahora? Era algo que ni ella misma conocía. Apenas habían balbuceado una tímida despedida cuando Raimundo decidió apearse del coche unos metros antes de llegar al pueblo. Había alegado que deseaba terminar el resto del trayecto caminado. No habían cruzado palabra durante todo el camino, regalándose tan solo furtivas miradas que no se atrevían a ser directas. Parecían dos chiquillos nerviosos en su primera cita.

Fuera como fuera, ella había actuado según los impulsos de su corazón, y aunque temerosa de lo que le deparase el futuro, no se arrepentía de haber impedido su marcha. No poseía todas las respuestas. Ni mucho menos sabía cómo iban a conducirse las cosas a partir de ese instante.

Ahora, sería el turno de Raimundo para dar un paso adelante.

……………

Dos días. Dos intensos, largos y desastrosos días en los que él no había dado señales de vida. ¿A qué demonios estaba esperando? ¿Es que tenía que hacerlo todo ella? Cerró de un solo golpe el libro que estaba tratando de leer. Solo a ella se le ocurría tratar de enfrascarse en la lectura cuando todo su cuerpo vibraba aún por lo acontecido en la estación. Podía sentir su mano sujetando su brazo mientras detenía su camino para después emprenderlo a su lado.

Ilusa, creyó que pronto se presentaría en la Casona y con solo verse, ella sabría cómo actuar. Que estaría segura de qué iba a ser lo que ocurriría entre ellos. ¿Y qué había sucedido sin embargo? Que el patán de Raimundo no se había dignado a visitarla.

Notó de pronto una mano en su hombro y aquello le hizo volver a la realidad. Desconcertada aún, se encontró con María a su lado mirándola con una mezcla de asombro y preocupación. 

- Madrina ¿le ocurre algo? -, le preguntó la muchacha. - Llevo un buen rato intentando llamar su atención y que se percate que he regresado de mi paseo, y usted en babia -. Tomó asiento a su lado, con el ceño fruncido. - ¿En qué estaba pensando? -. 

Francisca se sentía azorada ante su pregunta y sobre todo ante su mirada inquisitiva. 

- ¿De dónde vienes? -. Le contestó sin embargo.

María sonrió, ladeando la cabeza. - Veo que no tiene ganas de contestarme… Muy bien, no insistiré más -. Meneó la cabeza. Su madrina no debía estar de muy buen humor dada la mirada que reflejaban sus ojos. - Vengo de visitar a mis padres en la posada. Mi madre no puede estar más feliz con el hecho de que mi abuelo haya decidido quedarse definitivamente en el pueblo -. 

Francisca abrió el libro por la portada, mientras miraba de reojo a María. - ¿Y… viste también a tu abuelo allí? -, preguntó como si aquello apenas le importase. Fingiendo que ojeaba la novela que tenía entre sus manos.

María ni siquiera se percató de ese disimulado interés que mostraba ella. - Ojalá madrina… -, suspiró. - Desde que mi abuelo regresó, apenas he podido verlo unos minutos. Ni mi madre consigue apenas retenerlo en casa y pegar la hebra -. La miró sonriendo. - Se pasa el día de acá para allá -.

De acá para allá. Lo que le faltaba por escuchar. Por lo visto, Raimundo estaba trotando por todo el pueblo, pero no debía disponer de tiempo suficiente como para dejarse caer por la Casona. 

Ofreció a María una mal disimulada sonrisa y aprovechó para pedirle que le dejase a solas pues había recordado que tenía que revisar unos papeles relacionados con la finca.

- Pero madrina, apenas faltan unos minutos para que se sirva la cena. ¿No puede dejarlo para mañana? -. Le contestó María con un mohín en los labios. 

- Lo siento María -, respondió poniéndose en pie. - Es algo que no puedo retrasar por más tiempo. Es más… -, se detuvo cuando llegó a su despacho. -… dispénsame en la cena pero he de solucionar estos asuntos cuanto antes -.

Cerró las puertas tras ella y borró su sonrisa en cuanto se vio refugiada en su despacho. Con rabia incontenida, arrojó el libro sobre la mesa mientras comenzaba a moverse furiosa por el despacho. 

- Así que de un lado a otro… -. Bufó furiosa. - Nadie consigue retenerlo… -, pronunció en un tono de voz demasiado frío mientras movía los brazos en el aire. - Voy a matarte con mis propias manos, Ulloa -. 

Se acercó hasta la mesita y se sirvió un jerez que apuró de un solo trago. - Maldito seas, Raimundo -, lo maldijo al tiempo que llenaba de nuevo su copa. - Te abro mi corazón… me arrastro pidiéndote que no te vayas y así me lo pagas -. Nuevamente, lo bebió de un solo trago. - Ignorándome -. 

Cogió la botella en una mano y su copa en la otra y se sentó tras la mesa del despacho. 

- Pero esto no va a quedar así, no señor… -.

…………………………

Tristán sonreía relajado mientras se servía una copa de licor. Todavía no podía creerse que su padre hubiese renunciado a marcharse del pueblo tan solo por la intercesión de su madre. ¡Quién lo iba a decir! Ciertamente, su madre no dejaba de sorprenderlo en cuanto a su padre. Lo que en su día el consideró un odio atroz entre ellos, no enmascaraba más que un profundo y apasionado amor que ambos tenían enquistados en el corazón.

Su padre hacía unos minutos que se había retirado a descansar. Se sentía tan emocionado con la actitud de Francisca y con el nacimiento de una nueva vida a su lado, que era incapaz de dejar de sonreír ni un solo instante. El hecho de saber que Francisca aún albergaba sentimientos por él en su corazón, le llenaba de gozo.

Aun así él prefería ser cauto. Las experiencias pasadas y los años vividos a su lado le hacían desconfiar de todo lo que estuviera relacionado con ella. Aunque debía reconocer que su actitud le tenía desconcertado.

Se giró extrañado cuando escuchó voces adentrándose por el corredor del Jaral. ¿Quién podría ser a estas horas de la noche? La copa casi se le resbala de las manos cuando tuvo frente a él a Francisca Montenegro. 

- Madre… -. Balbuceó totalmente anonadado por su presencia. - ¿Qué…? ¿Qué está haciendo aquí? -.

Francisca alzó la mirada para cruzarla con la de su hijo. - Pasaba por aquí…Y decidí entrar a hacerte una visita -. 

Tristán permanecía con la boca abierta. 

- Madre, ¿ha bebido? -.

Ella arqueó una ceja, queriendo escurrir el bulto. Antes muerta que reconocer que casi sin darse cuenta, se había bebido ella sola toda la botella de Jerez que tenía en su despacho. 

- No… -, se adentró en el salón. - Apenas dos copitas -, extendió dos dedos para acompañar sus palabras. - Lo que pasa es que no he cenado nada y tengo el estómago revuelto -.

Borracha. Su madre estaba borracha. No sabía si reír o llorar. Pero lo que más le intrigaba era el motivo de su presencia en el Jaral. 

- Como usted diga… -, respondió, dándola por imposible. - Sinceramente me da igual cómo se encuentre. Y ahora si me dice a qué ha venido… -.

Francisca se volvió hacia él lo más dignamente que pudo. Con lo que no contaba era con ese ligero tambaleo que casi le hace caer de bruces ante los pies de su hijo. De no haber sido por la pronta reacción de Tristán, se habría estrellado contra la alfombra. 

- Vaya, qué traspié más inoportuno… -.

Tristán resopló y contuvo una carcajada cuando el aliento de Francisca le dio en la cara. Definitivamente, su madre se había sobrepasado con el alcohol.

Ella se apartó de su hijo, acomodándose el vestido y sin atreverse a mirarlo a la cara. 

- ¿Está…tu padre por aquí? Me gustaría hablar con él -.

El joven frunció el ceño. - ¿Raimundo? -.

Francisca hizo una mueca burlona, como si su hijo hubiera dicho la mayor tontería del mundo. 

- No hijo… Me refiero a Manolo “el higadillos”… -, meneó la cabeza apelando a una paciencia de la que ella carecía. - ¡Pues claro que me refiero a Raimundo! -. Le gritó. - Tantos años recriminándome que ocultara la verdad de tu origen y ahora te pregunto por tu padre y me contestas que si se trata de Raimundo -.

Iba farfullando mientras daba vueltas y vueltas por el salón. - Señor, ¿qué he hecho yo para merecer esto? -. De pronto se paró en seco y comenzó a darse golpecitos con el dedo índice en el mentón y mirando de reojo a Tristán. - ¿Será por haber montado a caballo durante el embarazo? -, murmuró. - Quizá tanto trote afectó a la inteligencia del bebé… -, entrecerró los ojos. - Si no, es que no soy capaz de explicarme esta lentitud de entendederas… -. 

Tristán no podía dejar de observar a su madre moviéndose sin cesar y parloteando insensateces sobre caballos y embarazos. 

- Madre, le ruego que se calme y deje de moverse porque me está poniendo nervioso -. Le inquirió. - Y ahora, espere aquí que voy a avisar a mi padre -.

Se quedó sola y solo en ese momento se permitió dejarse caer sobre el desvencijado sofá. Todo le daba vueltas. Había sido una completa estúpida. De principio a fin. Primero, por haber ido a buscar a Raimundo a la estación, y después por tomarse aquella botella de licor ella sola, sin tener costumbre.

Apoyó las manos a ambos lados de su cuerpo y agachó ligeramente la cabeza. Raimundo. Solo volver a pensar en él, sentía renacer en ella toda la rabia que llevaba acumulando desde que María le había referido las andanzas del Ulloa. 

- Cuando lo vea, me va a oír… Nadie se burla de Francisca Montenegro -. 

- Francisca… -.

Raimundo no podía creer que su pequeña estuviera allí al fin. Después de llevar dos días intensamente largos esperando a que le enviara alguna señal de que quería volver a entablar relación con él, sus deseos se habían convertido en realidad.

Ella se sobresaltó al escuchar su voz tras de sí, y muy despacio se fue girando hasta que sus ojos se clavaron en los suyos.

- Madre del amor hermoso… -. Musitó. 

Ante ella tenía la visión más perfecta del cuerpo masculino. Raimundo se mostraba ante ella en mangas de camisa y con el chaleco desabrochado. De pronto todo el discurso que tenía preparado se esfumó como por arte de magia. Él se iba acercando lentamente hacia ella mientras por su pensamiento solo viajaba el deseo de arrancarle la camisa y perderse en su boca. 

- Al fin has venido, amor… -, le dijo con ternura mientras se sentaba junto a ella y trataba de tomar una de sus manos, llevándola sin remedio hacia sus labios.

Ella se liberó de su toque, terriblemente azorada. - ¡Suelta las zarpas, Ulloa! -, le dijo poniéndose a duras penas en pie. - No sé cómo tienes la cara de venirme con amoríos cuando no te has dignado a venir a verme durante dos días -. Se acercó a él dándole golpecitos en el pecho con el dedo. - ¡Dos días! -. 

- Francisca, ¿has bebido? -, le preguntó él con una media sonrisa en la cara. 

Ella rio con asombro. - Pero ¿esto qué es? ¿La pregunta de la noche? ¡Sí, he bebido! -, contestó apartándose de él. - Pero nada más un par de copichuelas sin importancia… -.

Raimundo se acercó a ella por detrás, sin llegar a tocarla. - Y… ¿A qué se ha debido? -, le susurró junto al oído. - No habrá sido por mí, ¿verdad? -. Sonrió cuando la notó temblar. Pero ella se recompuso a pesar de que todo su cuerpo vibraba de deseo por él. 

- No te creas el ombligo del mundo, Ulloa… -, se dio la vuelta para mirarle a los ojos. - Y no trates de confundirme. La cuestión es que después de olvidar todo lo que me hiciste e impedir que te marcharas para siempre de aquí, te olvidas de mí como si fuera un trasto viejo -. Su labio inferior comenzó a temblar y sus ojos brillaron ante la llegada de las lágrimas.

Raimundo sonrió con indulgencia. Ambos habían sido un par de estúpidos que no habían sido capaces de dar ese paso definitivo por culpa del orgullo, o del miedo por la posible reacción del otro. 

- Si sabes que eres mi vida entera… -, musitó a la vez que una de sus manos acariciaba su mejilla. - Que te adoro y que sin ti no soy nada -. Su mano fue deslizándose por su cuello, su costado… hasta reposar en su cadera. - Te amo, Francisca Montenegro ¿me oyes? Te amo… -. 

- Eres un embaucador… -, protestó ella con un mohín. - Y ahora pretendes que con una simple caricia se me olvide que me has ignorado durante dos días -. Contuvo como pudo las ganas de cerrar los ojos y dejarse llevar por su arrumaco. - Pues que sepas, Ulloa, que soy totalmente inmune a tus caricias -. Se apartó de él empujando su pecho con las manos,  y dándole la espalda. 

Raimundo aguantó una sonrisa. Estaba deliciosa y no podía creerse que todo aquello estuviera sucediendo. Aún había esperanza para ellos pues era más que evidente que Francisca le amaba. Tanto como él lo hacía.

- Está bien… -, le respondió resignado. - Haremos las cosas a tu modo. Dime, ¿qué he de hacer para que me perdones mi nefasto comportamiento? -. Trató de parecer lo más afectado posible, aunque las ganas de estallar en carcajadas no le faltaron.  

- No… No lo sé… -, respondió ella encogiéndose de hombros. - Como comprenderás, es algo que debo meditar detenidamente -. Quiso encararlo, con una sonrisa triunfal en los labios. Al hacerlo, un nuevo traspié la llevó directamente hacia sus brazos. 

Ambos quedaron mirándose a los ojos. Un intenso rubor tiñó las mejillas de Francisca, que empezaba a notar una penetrante ola de calor recorriendo todo su cuerpo. Podía sentir la respiración de Raimundo sobre sus mejillas y sus ojos descendieron hasta su cincelada boca. 

- ¿Siempre tienes que recibir a las visitas medio desnudo? -, replicó. - Eres un exhibicionista -.

Raimundo tuvo que morderse el labio para no reír. - ¿Te molesta? -. Le susurró. 

Ella ladeó la cabeza mientras encogía uno de sus hombros, y su mano se acercaba hasta su pecho acariciando el cuello de su camisa. - No especialmente -. Le respondió sin mirarle a los ojos. - Al contrario… -. 

- ¿Al contrario? -.

Francisca bufó desesperada. - ¡Sí, al contrario! -, casi chilló. - No me molesta en absoluto. Es más, no me importaría nada que te paseases todos los días de esta guisa. Por supuesto, en mi presencia, nada más -. Frunció el ceño. - ¿Sabes que aquí vive Rosario? -, cayó de pronto en la cuenta. - ¿No te habrá visto ella así, verdad Ulloa? -, preguntó visiblemente celosa. - Le arrancaré los ojos con mis manos si ha sido capaz de verte así. ¿Y tú? ¿Es que no te da vergüenza? Los dos pagaréis por esto -. 

Raimundo no pudo soportarlo más y estalló en carcajadas segundos antes de descender sobre ella y besarla ansioso. Mordía sus labios mientras le tentaba con la lengua, instándole a que abriese la boca. Enredando su lengua con la suya en un beso tan arrollador como desesperado. Francisca se colgó de su cuello mientras sentía que todo giraba alrededor de ella.

Cuando la falta de oxígeno se hizo evidente, Raimundo rompió el beso y apoyó su frente en la de ella mientras trataba de recomponerse. 


- Me has besado -. Afirmó ella apenas sin resuello. 

- Me alegro que te hayas percatado de ello, Francisca -. Sonrió fatigado. 

- No te creas… A lo mejor deberías hacerlo de nuevo -.

Raimundo acarició su mejilla antes de acercarse nuevamente a ella, pero se detuvo apenas a unos milímetros de su boca. - Es tarde. Creo que deberíamos irnos todos a dormir -. 

Francisca le miró totalmente incrédula. 

- ¿Dormir? ¿Quién piensa en dormir ahora? ¿Te has vuelto loco? ¿Después de haberme besado de esa manera, quieres que me duerma? Definitivamente has perdido el oremus -. Meneaba la cabeza desconcertada. - Es más… espero que no pretendas que vaya yo sola por estos mundos de Dios a estas horas de la noche -.

Comenzó a pasearse arriba y abajo totalmente enfadada. Raimundo la observaba con los brazos cruzados sin poder dejar de sonreír. 

- ¿Y qué propones, Francisca? -.

Ella se detuvo en seco. - Quedarme aquí contigo, por supuesto -. Puso los ojos en blanco. - No fueron los caballos, no Señor. Ya sabemos de dónde le viene a Tristán la lentitud de entendederas -.  Farfulló. Después se irguió todo lo que pudo. - Te agradecería que me indicaras cuál es nuestra alcoba, Raimundo -.

Él abrió los ojos como platos. - ¿Nuestra alcoba? ¿Es que piensas dormir conmigo, Francisca? -. 

- No Raimundo… en el fondo deseo dormir con Rosario -, respondió irónica. -Señor, dame paciencia… Los aires de América han debido afectarle. Tanto sol no es bueno… -, seguía mascullando para ella misma pensando que Raimundo no podía escucharla. - ¿Y bien? -.

Raimundo estaba exultante de emoción y le costaba ocultarlo. Ni en sus mejores sueños habría esperado esa reacción por parte de Francisca. Se acercó a ella lentamente, con las manos en los bolsillos y un aire seductor en la mirada. 

- Vayamos pues -. 

- Tú primero -, le cedió ella el paso.

Al fin llegaron a la alcoba. Raimundo la invitó a pasar, cerrando a continuación la puerta tras su espalda. Apenas le dio tiempo para balbucear alguna palabra cuando estaba ya devorando su boca con desesperación, mientras sus manos se perdían por su espalda, comenzando a despojarla del vestido.

Francisca se sentía mareada, pero devolvía besos y caricias con el mismo entusiasmo que él mostraba. Casi le arrancó el chaleco, que cayó a sus pies para acompañar a su vestido. Estaba desesperada por él, por sus caricias. Por sentirle piel con piel. Se colgó de su cuello cuando Raimundo la tomó en sus brazos y la llevó hasta la cama. Depositándola en ella sin dejar de prodigarle besos por todo el cuello.

Podía sentir sus caricias recorriéndole la espalda. Sus manos, tersas y suaves escondiéndose bajo la tela de su camisa. Estaba loco de deseo por ella y al fin, ella iba a volver a ser suya. Después de tantos años. Siguió besándola sin descanso, descendiendo por su cuerpo hasta llegar al nacimiento de sus pechos, deteniéndose al sentir cómo los brazos de Francisca caían hacia sus costados. 

- ¿Francisca? -. La llamó segundos antes de incorporarse a mirarla.

Se había quedado profundamente dormida. 

Frustrado, quedó sentado sobre la cama sin saber si reír a carcajadas o tirarse de los pelos. 


- ¿Quién pensaba en dormir, no? -. Ahora iba a ser él quien no pudiese pegar ojo en toda la noche. 

Resignado, terminó de desvestirse y se acostó a su lado, tapando a ambos con las sábanas. Mañana sería otro día.

………

Tenía un terrible dolor de cabeza y miedo sentía hasta de abrir los ojos, temiendo que la luz del día pudiera incrementar aquella intensa jaqueca. Esbozó una sonrisa sin embargo al recordar el sueño que había tenido. No estaba segura de nada, ni siquiera de si estaba actuando de manera correcta. Tal vez debería hacer como en su sueño, liarse la manta a la cabeza y salir en busca de Raimundo.

Suspiró ladeando la cabeza, abriendo lentamente los ojos. Lo que descubrió a su lado, era algo que no esperaba para nada. 

- Al fin despertaste, amor… -. Raimundo estaba a su lado, mirándola profundamente enamorado. Pudo notar una de sus manos rodeándole la cintura. Y entonces recordó todo. 

- No ha sido un sueño, ¿no es cierto? -. Le preguntó algo tímida. 

- Sí lo es, mi ángel… -, musitó junto a sus labios. - Tú eres mi sueño… -, añadió. - ¿Y ahora qué, Francisca Montenegro? -. Susurró mirándole a los ojos.

Ella sonrió buscando sus labios. Sus besos fueron la mejor respuesta.
    

domingo, 24 de enero de 2016

UN NUEVO COMIENZO (Final)



-…Francisca… no… -

- Te quiero Raimundo. Siempre lo he hecho –. Se apretó más a su cuerpo. – Y siempre lo haré –.

Besó su cuello, bajando sus labios por su hombro dejando un reguero de besos por el camino.

Raimundo llevó sus manos a las de Francisca, obligándola a soltarle. Girándose después hasta encararse a ella. Tomando su rostro con dulzura pero con firmeza. Atrapando sus labios en un beso desesperado en el que se intercambiaron sus almas mientras sus lenguas se enredaban en un baile mágico. Se aferraron el uno al otro para no caer por el precipicio de su pasión. Las manos de Raimundo recorrían el cuerpo de Francisca ansiosas por sentir debajo de ellas su suave piel, aquella que ocultaban sus caros ropajes.

- Me quieres Raimundo…tanto como yo a ti mi vida… -

Él la abrazó con fuerza. Era inútil negarlo. La amaba más que a su propia vida y ahora Francisca era consciente de hasta qué punto seguía enamorado de ella. Pero demasiadas cosas seguían empeñadas en separarles. Ella decía amarle y todo parecía indicar que así era. Pero ¿podía estar realmente seguro? No sabía si sería capaz de olvidar todo el daño que se habían hecho. Tal vez estaban destinados a estar separados. Tal vez el amor no es suficiente.

- Sí Francisca. Te quiero –.  Acarició sus mejillas con los pulgares. – Te amo… -. Se permitió besar fugazmente sus labios. – Pero lo nuestro ya no puede ser. Han pasado cosas difíciles de olvidar. Cosas que nos separan y que siempre se interpondrán entre nosotros. – Se apartó de ella. – Siempre te querré Francisca. Pero ahora debes irte –.

Se tragó su orgullo, impidiéndose derramar una sola lágrima. Había perdido esta batalla, pero la guerra acababa de comenzar. Ella era Francisca Montenegro. Jamás se rendiría sin luchar.

Con paso digno, se dirigió hasta la salida, rozándole la mano con suavidad al pasar por su lado. Llegó hasta la puerta, pero se detuvo antes de abrirla. Sin mirarle.

- No pienso renunciar a ti amor mío. Ya lo hice una vez y he sido infeliz cada mísero día desde entonces. Vendré cada día y cada noche hasta que vuelvas a estar seguro de mi amor. Yo…te amo Raimundo…te amo –.

Él escuchó el sonido de la puerta al cerrarse a sus espaldas. Siempre había acusado a Francisca de anteponer su orgullo por encima de todo. ¿Y qué estaba haciendo él ahora mismo? Extendió sus manos y las miró con tristeza. Las sentía vacías desde que ya no rozaban las de Francisca. Llevó una de ellas a sus labios, donde su sabor permanecía impregnado. Sintió un ligero cosquilleo ahí donde ella le había mordido con ternura. Después de tantos años, había vuelto a sentirla entre sus brazos susurrándole cuánto le amaba.

¿Sería capaz de levantarse al día siguiente sabiendo que ella le amaba y él no había hecho nada para retenerla?

Se volvió con rapidez abriendo la puerta de la posada de par en par. Don Anselmo se acercó presto a saludarle y celebrar con él la llegada del nuevo año. Recibió por contra una excusa al tiempo que veía a Raimundo sonreír de una manera que nunca había visto en él. Vio cómo se alejaba por la plaza, pero aun así le llamó.

- ¡Raimundo! ¿Pero dónde vas? –

Él se volvió en la lejanía y le gritó. – ¡Voy a recuperar mi vida, Padre! –

Llegó justo cuando ella abría la puerta de la calesa dispuesta a marcharse a la Casona.

- Tal vez no sea necesario que vengas mañana a mi casa –

Francisca se detuvo a medio camino, pero no se dio la vuelta. Se agarró con fuerza a la portezuela hasta que los nudillos se volvieron de color blanco.

- Vendré aunque no quieras verme, Raimundo –

Escuchó sus pasos acercándose a ella. – Creo que no me has entendido Francisca… -

Sintió sus manos abrazándole por la cintura, bajándola hasta que su espalda quedó pegada a su pecho. – No tendrás que venir ni mañana ni nunca –. Deslizó los labios por su cabello mientras Francisca cerraba los ojos.

- ¿Por qué…? –, susurró ella temblorosa.

Raimundo acercó sus labios hasta su oído.

- Porque a partir de esta noche, no voy a consentir que te alejes de mi lado –.

Mordisqueó su cuello deslizando la punta de la lengua sobre la piel sensible. Francisca emitió un gemido antes de revolverse en su abrazo hasta que se giró completamente. Hasta que sus ojos quedaron fijos en los de Raimundo. Sobraron las palabras. Sus labios volvieron a unirse para no volver a separarse jamás. Aquel beso encerraba demasiadas promesas y sueños por cumplir.

Raimundo rompió el beso al tiempo que la abrazaba con un brazo por la cintura.

- Vamos amor. Volvamos a casa –.

miércoles, 20 de enero de 2016

UN NUEVO COMIENZO (Parte 3)



Ahora estaban cara a cara. Le pareció vislumbrar una pequeña sonrisa en el rostro de ella que no acertó a comprender. Lo ocurrido en los últimos minutos estaba trastocando su vida y su entendimiento. Él, hombre cabal como era, estaba totalmente descolocado. De no ser porque sentía el frío intenso de esa noche en sus huesos, pensaría que todo era un sueño. Aún le quemaba el pecho en el mismo lugar en que ella había posado sus manos. Esas mismas manos que ahora ella retorcía nerviosa.

- Dijiste que querías hablar –. Rompió el tenso silencio que se había instalado en la estancia.

- Estás muy guapo Raimundo –.

De todas las cosas que esperaba o imaginaba que ella pudiera decirle, jamás hubiera pensado en un cumplido. Y a pesar de eso, no pudo evitar que su orgullo masculino se sintiera halagado. Nunca le había preocupado que los demás le vieran guapo o atractivo. Pero le encantaba verse así ante los ojos de ella. Recorrió la figura de Francisca con posesividad, deteniéndose en las zonas en que su vestido marcaba sus curvas. Estaba preciosa.

- Dudo mucho que hayas salido de tu casa a estas horas y en una noche como la presente, solo para decirme que estoy… guapo –.

Francisca sonrió mientras agachaba la cabeza. Obviamente no era la respuesta que hubiera esperado a su cumplido, pero le encantó ver el desconcierto en sus ojos cuando lo hizo. Y sobre todo, cómo él se había erguido orgulloso al escucharla.

- Ciertamente, no. No he venido a eso –.

- ¿Y entonces? –. 

Raimundo le preguntó impaciente. Estaba empezando a sentirse nervioso, ya que la Francisca que tenía frente a él era la misma con la que seguía soñando noche tras noche. Por la que su corazón aún seguía latiendo con fuerza. Tembló cuando ella se fue acercando lentamente hacia él.

El mundo no está hecho para los cobardes, pensó Francisca. Y ella no era una cobarde, a pesar de haberse comportado como tal durante tanto tiempo. No. Se acabó el tener miedo a amar. Lo que sentía por Raimundo era precisamente lo que le daba las fuerzas para seguir adelante.

- Quería despedirme de mi antigua vida al mismo tiempo que lo hacía de este horrible año que ahora termina –.

- ¿Tu…antigua vida…? –.

Solo al escucharse a sí mismo se dio cuenta de cómo temblaba su voz. Se negaba tan siquiera a imaginar qué ella podría estar insinuando que renunciaba a quien se había convertido por volver a ser la que siempre fue. La que aún vivía dentro de él.

Francisca alzó su mano para acariciar la mejilla de Raimundo. Sonrió abiertamente cuando esta vez él no se apartó, sino que cerró los ojos al sentir la calidez de su piel.

- Quiero empezar de nuevo, Raimundo –. Puso la mano que aún le quedaba libre en la otra mejilla de él, enmarcando finalmente su rostro. – Empezar junto a ti, mi amor –. Rozó con temor sus labios con los suyos. Temor a que él pudiera apartarse. Pero no lo hizo. Respondió a su beso con timidez al principio, con más intensidad después.

Francisca apoyó su frente en la de Raimundo sin dejar de tocar su rostro. Fuera, escucharon como la gente celebraba la llegada del nuevo año. Notó como él aferraba su cintura con manos temblorosas y emitió un leve jadeo al sentirle. Sus alientos se mezclaban mientras se veían incapaces de alejarse el uno del otro.

- Feliz año, Raimundo… -

Pero él no contestó. Al contrario, la empujó suavemente por la cintura apartándola de él. Sus ojos brillaban y Francisca halló en ellos dolor. Dudas. Miedo a sufrir.

- Francisca…no puedo –. Ella sintió el frío que dejó su separación cuando él se apartó y le dio la espalda. – No puedes llegar ahora y pretender que olvide todo. Las cosas son como son y así deben seguir siendo –.

Puede que eso dijera su boca, pero no era lo que realmente sentía. Francisca no se dejó amedrentar por sus palabras. Sabía que Raimundo reaccionaría así, pero esta vez no estaba dispuesta a renunciar a él.

- Te quiero –, le dijo. Percibiendo como su espalda se tensaba. Se acercó a él y le acarició. Deslizó su mano por su columna. – Te quiero –. Rodeó su cintura con los brazos apoyando la cabeza en la base de su nuca. – Te quiero… -, susurró, sintiéndole de nuevo temblar bajo su cuerpo.

domingo, 17 de enero de 2016

UN NUEVO COMIENZO (Parte 2)



El traqueteo irregular de la calesa que la llevaba hasta el centro del pueblo, pulsaba al mismo ritmo que el latir de su corazón, que amenazaba con salírsele de la boca. Apretó sus puños en torno a la falda de su vestido. Sentía las palmas húmedas por la excitación del momento. No sabía cómo la recibiría Raimundo, pero sinceramente, poco le importaba. Ella se había propuesto cambiar su vida y lo iba a hacer. Si tenía que luchar un día tras otro por él, lo haría. Después de todo, ¿qué no haría por recuperar al amor de su vida? Sonrió con nerviosismo. Todo había sido tan espontaneo y tan nacido de lo más profundo de su corazón, que en realidad no había planeado ningún discurso. No sabía qué es lo que iba a decirle cuando le tuviera delante.

Seguro que se mostraría tan sorprendido por su presencia allí, que bajaría la guardia. Y ese instante es el que ella aprovecharía para descubrir su corazón ante él. Por primera vez en muchos años, no sentía miedo por desnudar su alma ante Raimundo.

A pesar de tu boda…A pesar de tus desprecios, de tus malas jugadas…siempre te he querido por encima de todas las cosas…

¡Qué equivocada había vivido durante tantos años! ¿Por qué no pudo Raimundo sincerarse con ella cuando su padre le obligó a abandonarla? Hubiera luchado junto a él, enfrentándose a todos…

Lo que debería matar es…los sentimientos que todavía me inspiras. Pero no puedo

Ahora tenía la oportunidad de hacerlo. Llegó el momento de sincerarse el uno con el otro. Ya había desperdiciado demasiados años manteniéndose alejada de su lado. Miró por la pequeña ventanilla de la calesa. Reconoció inmediatamente el camino que enfilaba hacia la plaza. Cerró los ojos llenándose del valor que le inspiraba su amor por Raimundo. Estaba segura de no estar equivocada. A sus oídos comenzó a llegar la algarabía que provocaba la alegría de los parroquianos. Pronto acabaría el año. Pronto terminaría su soledad.

La calesa se detuvo finalmente. El cochero descendió para abrir la portezuela y ofrecerle su brazo para descender. Las luces de los quinqués iluminaban la plaza reflejándose en las cintas de colores que la adornaban, dotándola de un halo multicolor que la llenó de la misma alegría que sentía de niña cuando despedía el año junto a su padre. En su particular ritual alejados de la fastuosidad de la cena de gala que su madre organizaba todos los fines de año.

Tomó aire antes de iniciar su camino hacia la felicidad que durante tanto tiempo se había negado a sí misma. Con paso firme se adentró en la plaza, deteniéndose de improviso junto a la fuente al descubrir a Raimundo. Estaba solo. Pensativo. Quizá nostálgico. Sonrió mientras imaginaba que estaba pensando en ella. Que anhelaba su compañía tanto como lo hacia ella. Le observó guardar las manos en los bolsillos de su pantalón. Le recorrió con mirada hambrienta, como siempre se había permitido estos años, en la seguridad de la distancia.

No podía haber hombre más guapo sobre la faz de la tierra. La elegancia natural impregnaba cada poro de su ser. Hasta un saco le sentaría de maravilla. Un exquisito traje vestía su cuerpo, recuerdo tal vez de mejores tiempos. Y un fino pañuelo rodeaba su cuello dotándole de un porte aristocrático.

Oía voces a su alrededor, pero no las escuchaba. Veía gente junto a ella, pero no la miraba. Sus ojos, su cuerpo y su corazón miraban en una única dirección, aislándola de todo lo demás. Pensó en el pasado. En su noviazgo. Siempre fueron capaces de sentirse entre la multitud.

Mírame Raimundo…mírame amor mío, estoy aquí…

Y Raimundo la vio. Giró su cabeza hacia la fuente. Sus ojos se cruzaron, sus corazones se encontraron. Y el mundo, se detuvo por un instante.

Como atraídos por un imán, se fueron acercando lentamente el uno al otro. Sin despegar sus miradas. La incredulidad, el desconcierto y la esperanza se entremezclaban en la preciosa mirada que tenía frente a ella.

Soy yo mi amor… 

Notaba un cosquilleo en las manos, producto de las ganas que tenía de aferrarse a las solapas de su chaqueta. Pero no era el momento. No, delante de tanta gente. Por eso las ocultó tras su espalda entrelazándolas entre sí. Ocasionando que su vestido nuevo se tensase sobre su pecho. Logrando que la respiración se quedara retenida en sus pulmones cuando la mirada de Raimundo se oscureció. Cuando le vio tragar saliva y morderse imperceptiblemente el labio inferior. Definitivamente, ella no era la única que estaba librando una dura batalla.

Solo unos pasos les distanciaban. Escasamente un metro. El aroma de Raimundo, mezcla de madera y jabón, impregnó sus fosas nasales. Aspiró su esencia dejando que ésta se instalara de nuevo junto a sus recuerdos. Se permitió cerrar los ojos unos segundos para dejar que su olor la inundara. Cuando volvió a abrirlos, se sumergió en la inmensidad de los ojos castaños de Raimundo, que al fin estaba delante de ella.

- ¿Qué haces aquí? –.

No había reproche en su voz. Ni sarcasmo. Solo sorpresa. Únicamente ansiedad porque ella pronunciara lo que él tan solo soñaba escuchar de sus labios.

-…Raimundo… -.

Francisca susurró su nombre. Como hacía entonces. Como aún le llamaba en el silencio de su habitación.

- ¿A qué has venido? –. Le pareció reconocer un trasfondo de dolor en su pregunta. Sus facciones se habían tensado cuando la escuchó pronunciar su nombre.

Francisca bajó la mirada posándola brevemente en sus labios para volver a alzarla nuevamente a sus ojos.

- ¿Podemos hablar? –, musitó con suavidad.

Cada palabra que pronunciaba su boca se clavaba en su alma como alfileres envenenados que la hacían sangrar el alma. ¿Por qué demonios la dejó escapar de su lado? Pero su orgullo, herido tantas veces por su causa en el pasado, tomó la palabra.

- ¿No nos hemos dicho todo ya? ¿Qué más queda? –

Ella se atrevió a dar un paso hacia él y a posar sutilmente la mano en su pecho. Quemándole la piel. Abrasándole el alma. Bajó la mirada hasta el punto en el que ella le tocaba. Grabándole en su memoria para convencerse que era real y no producto de una ensoñación. La escuchó suspirar antes de que le hablara de nuevo.

- Tal vez nos quede por decirnos lo más importante Raimundo –. Su otra mano había volado hasta reunirse con la que seguía apoyada en el pecho de él. – Tal vez nos quede decirnos la verdad –.

Verdad. Raimundo cerró los ojos. Ojalá pudiera creerla. Deseaba hacerlo por encima de todas las cosas. ¿Y si todo esto fuera una más de sus estratagemas para herirle? ¿Para seguir haciéndole pagar por su abandono? Quería creerla. Por todo lo que más amaba, que era ella, necesitaba creerla.

-…Por favor…-.

La escuchó suplicarle en un susurro que se evaporó en el aire. Nada perdería por escucharla, porque ya nada le quedaba por perder frente a ella. Su corazón le pertenecía desde el mismo instante en que sus miradas se cruzaron de niños. No. Ya lo había perdido todo, pues él mismo se lo entregó.

En un acto reflejo del que no fue consciente, llevó sus manos hasta donde ella las tenía, atrapándolas en su interior. Sin hablar, sin apenas mirarla, sin soltar su mano, la llevó hasta el interior de la posada y cerró la puerta.