Translate

domingo, 29 de noviembre de 2015

RECUERDOS DEL PASADO (Parte 1)



Francisca decidió regresar a la Casona bordeando el camino del rio y disfrutar así de un poco de intimidad y sobre todo de paz. Había estado esa tarde en el pueblo para hacer unas gestiones, y había sentido las miradas curiosas de casi todos los parroquianos del pueblo al verla caminar por sus calles, completamente sola, sin la compañía de ninguna doncella. Costaba trabajo tener que reconocer, incluso para ella misma, que apenas contaba con servicio. Poco a poco todos habían ido abandonándola hasta dejarla prácticamente sola. Nada más podía contar con las visitas ocasionales de Emilia y de la pequeña María, aunque estas se habían visto mermadas debido a la negativa constante de Alfonso para que dichas visitas se produjesen.

¡Si supieran que esa criatura era la única que en estos momentos conseguía aliviar la pesadez de su alma…! Su cariño inocente había despertado en ella unos sentimientos que guardaba celosamente en su interior, y solo con ella se atrevía a mostrarlos. Desconocía si Raimundo era sabedor de esas visitas casi furtivas de Emilia. Saber que la pequeña era su nieta le permitía también estar un poquito más cerca de él. Quería mimarla, cuidarla y protegerla. Ya la adoraba igual que de si su propia nieta se tratase.

Aquella tarde hacía un calor asfixiante, y el vestido negro que llevaba solo hacía incrementar su sensación de sofoco. Con mucho cuidado se acercó hasta la orilla del rio y mojó su pañuelo. Haciéndolo deslizar después por su nuca, a la vez que cerraba los ojos.

- Por todos los santos, qué alivio… -. Murmuró.

- ¿Qué haces paseando aquí tú sola? -.

La voz inquisidora y curiosa de Raimundo la sobresaltó hasta casi hacerla caer al suelo. Se volvió hacia él lo más dignamente posible.

- Lo que haga o deje de hacer no es asunto tuyo, Ulloa -. Le recorrió con la mirada muy lentamente, desde los zapatos gastados pasando por su impoluta camisa blanca. Hasta terminar en un gorra de gusto más que dudoso. - ¿Y tú? ¿Vienes acaso de pastar a un rebaño de cabras? -.

Raimundo frunció el ceño ante su pregunta. Sin comprender. 

- ¿Cómo dices? -.

Francisca ahogó una carcajada al percibir su desconcierto. Alzó una mano señalando su cabeza. - Bonita gorra, Raimundo. Te da un aire de lo más… campestre -. Afirmó burlona.

Él se llevó instintivamente la mano a la cabeza, turbado pero sobre todo sorprendido por aquel comentario. Jamás hubiera pensado que ella se fijara en su aspecto.

- No me importa que sea bonita o fea. Me protege del sol, que es de lo que se trata -.

- No hace falta que te pongas así… -, le dijo fingiendo inocencia y encogiendo uno de sus hombros en un gesto que le resultó sumamente delicioso. - Tan solo era un comentario… Aunque déjame decirte que estás mejor sin ella -. Terminó sentenciando en voz baja, teniendo toda la intención de no ser escuchada. Aunque sin conseguirlo.

- Tal vez no pueda vestir las mejores ropas, Francisca, pero soy práctico. En cambio, mírate tú -. No encontró mejor forma de encubrir lo perturbado que le habían dejado sus palabras, que hablando también de su forma de vestir. - Siempre con esos vestidos oscuros y cerrados hasta el cuello. Sin dejar ver nada de ti. Tan negros y ocultos como tu corazón. Algo de lo más… apropiado para este sofocante calor veraniego -.

Francisca bufó visiblemente enfadada, aunque azorada por su comentario. Cierto era que ella antes vestía con algo más de colorido, pero se suponía que era una mujer viuda. Y aunque para nada penaba por la muerte de ese desgraciado que tuvo por marido, una señora de su posición debía guardar las apariencias.

- Pero, ¿cómo te atreves a juzgar mi aspecto? ¿Tú? ¿Un vulgar tabernero que nada entiende de clase y distinción? -.

Raimundo dio un par de pasos hacia ella, acercándose a una distancia considerada como peligrosa. - Te recuerdo que no siempre fui un vulgar tabernero -. Repitió sus palabras. - Y recuerdo también cómo solías vestir… -. Le recorrió la figura desde la cabeza hasta los pies. Sí. Recordaba demasiadas cosas, todas relacionadas con ella. Su cabello apenas recogido. Aquellos vestidos que se ceñían en sus caderas. - Irradiabas luz… -, pronunció en voz baja de pronto, perdido en sus recuerdos durante unos instantes, rememorando incluso su cuerpo, que ahora apenas se intuía ahora bajo tanto ropaje, pero regresando a la realidad inmediatamente. - Aunque esa la proporcionaba una irresistible sonrisa que hace demasiados años que desapareció -.

Francisca tragó saliva, descolocada por sus palabras. - Desapareció porque entre todos la matasteis… Pero no tengo ganas de seguir con esta absurda cháchara que no nos lleva a ningún lado -. Le miró fijamente a los ojos. - Lleva esa horrible gorra o quítatela, no me importa en absoluto lo que hagas -. Y dándose media vuelta, se alejó por el camino que llevaba a la casona.

- Mientes, Francisca… -. Susurró él cuando se hubo quedado solo. - Nunca dices las cosas porque sí -. Torció el gesto por haber dado importancia a esas palabras. Aun así, se quitó la gorra con rabia, bajando la mirada hacia ella mientras la retorcía entre sus manos.

“Estás mejor sin ella…”. ¿De verdad Francisca pensaba aquello? Así debía ser, pues de otra manera no lo hubiera dicho. Era cierto que no había querido ser escuchada mientras lo decía, pero él estaba acostumbrado a no perderse ni uno solo de sus movimientos cuando la tenía cerca. Mucho más en sus palabras, por más que ella quisiera silenciarlas a sus oídos. Y aunque sabía que no debía hacer eco de aquel velado halago, no podía evitar que cierta parte de él se sintiera demasiado turbada. Por ese mismo motivo, de camino a la casa de comidas, comenzó a pensar en algo que hacía tiempo que no hacía.

…………………….

- Habrase visto… descastado, grosero, qué sabrá él de cómo debe vestir una señora… -.

No dejó de refunfuñar durante todo el trayecto que le restaba hasta sus tierras. Encubrir mediante un supuesto enfado el alcance que habían tenido las apreciaciones de Raimundo sobre ella, fue lo mejor que se le ocurrió para no pensar en ello. Y sin embargo, en cuanto llegó a la Casona, subió rauda hasta su alcoba, bufando furiosa a todos aquellos que encontró en su camino. El sonoro portazo advirtió a los presentes que no se trataba de un buen momento para importunar a la Señora.

Lanzó con rabia contenida su pequeño bolso, que cayó sobre la cama. Se dirigió derecha hasta el espejo que adornaba el centro de su dormitorio. Y se observó. Se vio pálida, ojerosa. Demacrada. Frunció los labios y los ojos comenzaron a brillarle de emoción al percatarse de que sus oscuros vestidos no hacían sino acentuar todos aquellos “defectos”.

- Normal que ni se haya fijado en ti durante todos estos años… -, se dijo a sí misma. Furiosa por dar importancia a lo que Raimundo pudiera pensar de ella acerca de su aspecto.

Con la misma rabia con la que se había librado del bolso, deshizo su moño dejando que su pelo cayera suelto por su espalda. Introdujo sus dedos entre los mechones, mesándolos con cuidado. Tal vez se hacía otro tipo de recogido…

- Maldita sea Francisca… ¿y a ti qué más te da lo que opine ese… ese…? -.

¿A quién pretendía engañar? ¡Por supuesto que le importaba lo que él pensara de ella! ¡Siempre le había importado! Y pensar que ya no la pudiera encontrar… apetecible, conseguía enfurecerla. Respiró con fuerza un par de veces antes de girar la cabeza hacia un arcón junto a los pies de su cama. Si mal no recordaba, allí debían estar.

Arqueó una ceja indiferente mientras se movía despreocupadamente por la habitación. Mirando de reojo aquel baúl. Nada perdía por sacar uno de esos antiguos vestidos y tratar de ponérselo… Además lo hacía porque a ella le apetecía, no porque ese condenado Ulloa le hubiera dicho aquellas cosas tan poco consideradas.

Se arrodilló junto al arcón y lo abrió con cuidado, dejando que una nube con olor a naftalina le llenase las fosas nasales hasta provocarle una molesta tos. Apartó un pequeño trozo de lienzo que cubría con cuidado los vestidos, que se encontraban al fondo. Sonrió mientras sentía que algunas lágrimas acudían a sus ojos. Allí encerrada estaba su juventud. Salvador nunca le permitió volver a utilizarlos, siempre obligándola a vestir con colores oscuros. “Propios de una Señora”, solía decirle.

Sacó son delicadeza su viejo vestido color violeta. El mismo que llevaba la primera noche que ella y Raimundo… Apartó los pensamientos con la misma rapidez con la que depositó el vestido en el suelo, junto a ella. Se inclinó para sacar su vestido color aguamarina, acariciando con la yema de sus dedos la delicada seda. Era su favorito. Su padre lo había mandado traer de París cuando ella cumplió los 16 años. Fue su regalo de cumpleaños…

Tragó con fuerza para deshacer en nudo que le oprimía la garganta. Colocó el vestido aguamarina sobre el anterior, sonriendo ya entre lágrimas cuando encontró aquel que estaba buscando. El azul. Ese era el preferido de Raimundo.

Se limpió las lágrimas con el dorso de la mano y se puso en pie, dejando el vestido sobre la cama. Ese patán se iba a tragar sus palabras, una por una.

Desbrochó con gran habilidad la hilera de botones de su traje, quedándose en enaguas, y cogiendo el vestido antes de acercarse ante el espejo.

¡Perfecto! La entraba como un guante. A pesar de sus dos embarazos, parecía que… ¡Maldición! Quizá había lanzado las campanas al vuelo demasiado pronto. Conseguía abrocharse los botones, sí… ¡pero a qué precio! Apenas podía respirar, y en el momento en que quisiera sentarse, podría terminar sacando un ojo al que osara situarse tras ella, ya que alguno de los botones podría dejarlo lisiado de por vida.

- No pienso volver a probar bocado nunca más… -, refunfuñó. - ¿Ves Francisca? Todos esos bollitos de almendra están concentrados en tus caderas. Tantas meriendas con Don Anselmo no podían ser buenas… -. Bufó furiosa. - ¡Rosario! -, la llamó acercándose hasta la puerta y asomándose al pasillo. - ¡Rosarioo! -.

La buena mujer llegó a la alcoba portando una bandeja con la merienda, pensando que aquello era lo que pretendía la Doña con tanto griterío. - Ya llego con la merienda, Señora. Emilia hizo un poco de bizcocho de almendras que… -.

- ¡¿Cómo dices?! ¿Es que pretendéis entre todos que no quepa en ninguno de mis vestidos? -.

Rosario abrió los ojos como platos, sorprendida ante su reacción. - Pero Señora, nada más lejos de la realidad, solo que Emilia la notó algo decaída hoy, y pensó en hacerle su postre favorito… -. Fue poco a poco frunciendo el ceño al verla con el pelo suelto y un vestido a medio poner. Un vestido… ¿azul?

- Deja ahí la bandeja, pero te aseguro que solo probaré un bocado y por no hacer un feo a Emilia… -. Dijo mirando la merienda de reojo. - Si te he hecho llamar es para que me arregles este vestido para mañana mismo -. Se dirigió hacia el espejo de nuevo. - Ni un solo comentario, Rosario. Ni uno -.

jueves, 26 de noviembre de 2015

SECUESTRADA (Final)



- ¡No! -. Gritó Raimundo, interponiéndo su cuerpo de nuevo entre ellos. - No permitiré que la mates, Sebastián. No lo consentiré -.

- Lo siento padre… Usted mismo ha decidido su destino -.

Raimundo cerró los ojos con fuerza, a la vez que una lágrima descendía por su mejilla al recordar a aquel niño de cabellos rizados que se enredaba entre sus piernas mientras él faenaba en la taberna. El mismo que años más tarde se convirtió en aquel joven que partía hacia la capital con su maleta cargada de sueños y proyectos.

Extendió las manos, queriendo que cubrir a Francisca. Gracias a su muerte, se lograría el tiempo suficiente para que Tristán, acompañado de los civiles, llegara hasta ellos y salvaran a su pequeña. Se lo debía. Por todo lo que le había hecho padecer a lo largo de su vida. Por todo lo que habría sufrido a manos de su propio hijo.

Por todo lo que la amaba.

Notó de pronto que una mano se unía a la suya. Entrelazándose hasta convertirse en una sola. Apretando firmemente. Abrió los ojos, y vio a Francisca a su lado.

- Si tú mueres, yo he de morir contigo -. Susurró ella.

Raimundo bajó la mirada hasta sus manos unidas y después volvió hasta sus ojos.

- Te amo -. Declaró sin voz, moviendo sus labios en silencio.

Acto seguido, dos disparos rompieron el silencio de la noche. Todo había acabado.

………….

- Pero madrina, ¿qué hace aún levantada? -.

Francisca se apartó de la ventana de la biblioteca al escuchar la voz preocupada de María, su ahijada, tras ella. Sonrió levemente al advertir el ceño fruncido de la muchacha. ¡Cuánto la había extrañado estos días pasados! Su presencia se le había hecho demasiado necesaria entre tanta mentira y oscuridad. Únicas compañeras de sus días pasados.

- Estoy bien María, no te preocupes por mí -. Tomó una de las manos de la joven entre las suyas. - Y no me regañes… He estado demasiado tiempo aislada, lejos de los míos. Lejos de ti -, le dijo mientras la tomaba del mentón con ternura. - Además, no podría dormir aunque quisiera -.

- ¿Es por el abuelo, no es cierto? -, se atrevió a preguntar María.

No le respondió. No sabía muy bien cómo sentirse después de todo lo que había ocurrido. Todo sucedió demasiado deprisa y no había tenido tiempo de pararse a pensar en qué era lo que iba a ocurrir a partir de ahora.

Se limitó a sonreírle levemente, tratando de ocultar su tristeza. - Ve a dormir, María. Yo iré enseguida, te lo prometo -. Exhaló un suspiro. - Pero necesito estar un momento a solas, por favor -.

María se despidió de ella a regañadientes con un beso en la mejilla. Su madrina había vivido un infierno y aunque tratase de hacerse la fuerte ante ella, sabía que todo era una fachada. Estaba sufriendo. Y mucho.

Cuando se hubo quedado a solas, los recuerdos de lo vivido apenas unas horas atrás, acecharon de nuevo su mente. Había estado a punto de morir a manos de Sebastián. Si seguía con vida, no había duda que tenía que deberse a un milagro.

*********

Cerró con fuerza los ojos, aferrándose a él. Feliz de sentir su contacto en aquellos que serían los últimos minutos de su vida. Siempre pensó que cuando llegara su momento, Raimundo estaría a su lado, tomándole de la mano mientras ella cerraba lentamente los ojos. Puede que no fuera su hora. Que todo lo que estaba sucediendo se tratara de una macabra maniobra del destino para hacerle pagar viejas tropelías.

Fuera como fuera, no encontraba mejor forma de morir que junto a Raimundo.

Esperó con dolor un final que nunca llegó. Cuando quiso darse cuenta de lo que estaba sucediendo, unos brazos le alzaron  llevándole a un lugar seguro. Su mano, vacía ya de la suya, se agitaba en el aire buscándola incesantemente. Sus gritos desesperados llamándole, se entremezclaban con las voces de los civiles dando las últimas instrucciones.

- Está muerto -.

Se revolvió entre aquellos brazos ante tamaña afirmación. Necesitaba volver la vista atrás. Comprobar que no se trataba de Raimundo, antes de que su corazón se desgarrara por completo. Luchó con las pocas fuerzas que le quedaban por librarse de aquel agarre. Hasta que al fin lo consiguió.

Y corrió. Regresó sobre sus pasos con las lágrimas nublándole la mirada. Más se detuvo de pronto. Raimundo estaba en el suelo, aferrando con todas sus fuerzas el cuerpo inerte de Sebastián mientras su llanto desgarrado inundaba sus oídos.

Quiso llegar hasta él. Abrazarle hasta que no le quedaran fuerzas. Y sin embargo, no lo hizo. Permaneció de pie observándole en la lejanía. ¿Qué podría decirle? ¿Cómo podría consolarle? En su interior, no sentía pena por el desenlace que había tenido Sebastián. Consideraba que él mismo se lo había buscado, que no había sido sino una consecuencia de su ambición desmedida.

Raimundo había perdido a su hijo a costa de salvarle a ella. Nada de lo que pudiera hacer o decir podría contrarrestar su sufrimiento. Todo había acabado.

Miró a Tristán, de pie junto a su padre. Él también había perdido a su hermano y su rostro reflejaba el dolor por ello. Sus miradas se cruzaron durante breves instantes antes de que él la apartase.

Sintió de nuevo que alguien la llevaba lejos de allí, y esta vez no opuso resistencia. Necesitaba regresar a su casa, a su vida. Y olvidar…

- Raimundo Ulloa es una víctima más de toda esta desgracia -, declaró ya en la biblioteca ante varios civiles que la habían acompañado hasta la casona. - Por lo que a mí respecta, no pienso levantar ninguna denuncia en su contra. Y ahora… -, despachó a aquellos hombres en pos de esa tranquilidad que tanto necesitaba. -… déjenme descansar. Mañana les daré las explicaciones pertinentes acerca de lo sucedido -.

****

Regresó junto a la ventana, abrazándose la cintura con los brazos. Pasando por alto el quejido de su cuerpo aún dolorido por los golpes que había recibido. Reposó su frente en el frío cristal mientras su corazón albergaba la secreta esperanza de que Raimundo cruzara su puerta y llegara hasta ella. Sentir de nuevo el contacto de su piel con la suya.

Escuchar de sus labios tan solo una vez más que le amaba. Tanto como ella le amaba a él.

No había ningún resquicio de duda al respecto. Ningún temor. Todo quedó disipado en el momento en que él estuvo dispuesto a arriesgar su vida por salvarla.

- Raimundo… -. Musitó. - Ojalá todo hubiese sido diferente… -.

- Puede serlo si tú lo deseas, pequeña -.

Tembló al sentir su voe junto a ella. Desde que la habían apartado de su lado, no había anhelado otra cosa que volver a estar con él. Y sin embargo, tenía tanto miedo de ver un adiós en su mirada, que se vio incapaz de enfrentarle.

- ¿Cómo olvidar y poder seguir adelante? -.

Raimundo llegó hasta ella, apoyando la frente en su cabello, que le caía descuidadamente sobre el hombro en una trenza.

- Lo siento amor…Lo siento tanto… -.

Un sollozo escapó de su garganta cuando se giró lanzándose a sus brazos. Refugiándose en ellos.

- Tenía tanto miedo de perderte para siempre… -, lloró. Descargó toda la tensión y la angustia que la había atenazado desde que descubrió su traición, a pesar de que con el paso de los días, había llegado a comprender sus motivos. - No vuelvas a hacerme daño, Raimundo… no lo soportaría… -.

Él la tomó entre sus brazos, bebiendo las lágrimas que morían en sus labios mientras se encaminaba hacia el diván. Tomando asiento y acomodándola en su regazo. Regando su rostro con suaves roces de sus labios.

- Jamás tendré vida suficiente para demostrarte cuánto te amo, pequeña mía… -, llegó hasta su boca. - Cuánto siento haberte herido, amor… -.

Tomó sus labios entre los suyos en un beso lento, tierno, pero a la vez apasionado. Se movía sobre su boca como si ésta contuviera su tesoro más preciado. Atrapando su corazón que escapaba de su pecho en un suspiro.

Sus labios fueron moviéndose por su mejilla hasta el lóbulo de su oreja, que mordió ligeramente. Enviando escalofríos a lo largo de su cuerpo.

- Gracias por salvarme… -, susurró Francisca.

Raimundo enmarcó su rostro. - El amor nos ha salvado a los dos, mi ángel -, declaró antes de fundirse una vez más con ella.

La vida podía seguir su curso. Ellos ya estaban construyendo su propio mundo.

lunes, 23 de noviembre de 2015

SECUESTRADA (Parte 6)



- ¡Sebastián! -. El aire saliendo rápidamente de sus pulmones le hizo consciente de que había vuelto a respirar. - ¡Hijo mío! Estás bien… -, avanzó hacia él aun sin entender por qué el joven estaba apuntándoles con un arma. - ¿Qué…? ¿Qué es lo que está sucediendo aquí? No… comprendo… -.

Más bien, no quería comprender. No deseaba escuchar esa voz que rondaba en su cabeza, mientras sus ojos se alternaban entre el rostro de su hijo y aquella pistola. Avanzó un paso más hacia él. Incluso hizo un amago por apartar el arma. Pero Sebastián se mantuvo firme.

- Creo que todo está bastante claro, padre. Y usted no debería estar aquí hasta dentro de un par de días -.

Francisca bufó con desprecio. - Fingiste tu propia muerte a manos de Ayala… -, Raimundo la miró interrogante. Ella apartó la mirada y siguió hablando. - Seguro que hasta la idea de amenazarme con hacer daño a Tristán si no claudicaba, fue tuya. Y encima, traicionas a tu padre, llenas de sufrimiento la vida de toda tu familia, solo por lograr mi dinero -.

A medida que hablaba, la sonrisa ambiciosa de Sebastián se fue ensanchando.

- Es imposible que puedas caer más bajo, Sebastián Ulloa -. Sentenció Francisca.

Raimundo se veía incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. - ¿Cómo que fingiste tu muerte? ¿Qué estás diciendo, Francisca? -. Estaba en estado de shock. Y lo peor de todo, es que Francisca había puesto voz sin querer, a sus propios pensamientos.

Ella le miró. - Solo digo la verdad, Raimundo. Sebastián… -.

- ¡Cállese Señora! Me aburre soberanamente su cháchara -. Se dirigió entonces a Raimundo, que comenzaba a entender la situación. - Padre, su presencia aquí y ahora desbarata todos mis planes… -. 

- ¿Tus planes? -. Le gritó él. - ¿Es que te has vuelto loco? Dime que todo este dislate no ha sido idea tuya… -.

- ¿Es que lo dudas? -, le preguntó una irónica Francisca.

- ¡Le dije que se callara! -. Apuntó a su cabeza. - Siga provocándome, Doña Francisca, que nada me daría más placer que descerrajarle un tiro entre ceja y ceja -.

Ella no se achantó. - Vamos Sebastián, no mientas…Estoy segura de que mi dinero sí te daría más placer, ¿no es así? Para eso ideaste toda esta absurda pantomima -.

No soportó durante más tiempo sus provocaciones y se acercó dispuesto a golpearla, pero Raimundo se interpuso entre ambos.

- ¡Detente, por lo que más quieras hijo! No le hagas daño, ¡te condenarás! -. Volvió sus ojos a Francisca. - Y yo no podría perdonártelo jamás -. Extendió su brazo para poder cubrirla con su cuerpo.

Sebastián dudó apenas un par de segundos antes de volver a hablar. - Vamos -, les señaló con la cabeza las escaleras - Vayan saliendo despacio y sin olvidar que soy yo quien tiene un arma -.

No estaba dispuesto a renunciar a su plan ahora que había llegado tan lejos. Nadie se interpondría en su camino. Ni siquiera su padre.

………………………………

- ¿Qué es lo que está pasando, Francisca? -.

Caminaba a su lado, sin comprender porqué su hijo se estaba comportando de aquella manera tan pueril. ¿Es que acaso pensaba terminar con la vida de ambos? Todo parecía estar formando parte de una terrible pesadilla de la que no podía despertar. Todo era demasiado irreal como para creer que estaba sucediendo. Él mismo vio a su hijo completamente magullado después de las torturas recibidas a manos de Ayala. ¿Sebastián uno de ellos? No, no podía ser posible. Debía existir una explicación para todo esto.

- ¿Es que no te das cuenta? ¡Abre los ojos, Raimundo! Tu bienamado hijo no es más que un criminal sin escrúpulos -.

- ¡Caminando y en silencio! -. Sebastián suspiró. - Padre, todo tiene una explicación lógica, ¡ya se lo dije! Ha llegado el momento de cobrarnos todo lo que esta víbora nos hizo en el pasado. Al fin volveremos a ser lo que nunca debimos dejar de ser por culpa de la Montenegro -.

Raimundo detuvo sus pasos y se volvió a su hijo con infinita tristeza.

- Rico o pobre, nunca he dejado de ser lo que era, hijo. Un hombre honrado, fiel a sus principios y a su familia… -. Tras decir esto, miró a Francisca. - Por la familia, uno es capaz de hacer cualquier cosa. Hasta algo de lo que no se pueda sentir orgulloso y que le desgarra el alma… -. De nuevo, se dirigió a Sebastián. - Detén esta locura, Sebastián. Aún estás a tiempo de remendar tu error… -.

- Pero ¿de qué error habla, padre? ¿Es que no desea vengarse de esta mujer que tanto daño le hizo en el pasado? ¡Es nuestro momento! -, soltó una carcajada que causó escalofríos en la espalda de Raimundo. - Lograremos hacernos con su fortuna, y después…después la mataremos como la rata que es -. Miró a Francisca con un odio infinito en su mirada. - Usted mismo puede hacerlo padre. Le cederé los honores… -.

Él se desplazó unos pasos hasta ponerse delante de Francisca.

- Si vas a matar a Francisca, vete haciéndote a la idea de que tendrás que acabar con mi vida también -. Sebastián pudo ver la decepción en los ojos de su padre. - Prefiero morir con ella a tener que sobrevivir en este mundo sin poder estar a su lado, y soportando el dolor de que mi propio hijo haya sido su asesino -.

Francisca sintió un estremecimiento recorriendo todo su cuerpo. Las palabras de Raimundo habían llegado hasta ella como en una nebulosa. Alcanzando como un rayo su herido corazón.

Sebastián frunció el ceño desconcertado. - No me obligue a hacer algo que no deseo, padre… -. Levantó el arma. - Huiré con el dinero, y no volverá a verme si es su deseo. Pero no puedo permitirme dejar cabos sueltos. Si ella vive, jamás podré dejar de ser un fugitivo. Me perseguirá allá donde vaya -.

- Y si la matas, será tu conciencia la que te perseguirá eternamente, Sebastián -. Sentenció Raimundo.

Él bufó con desprecio. - Estoy dispuesto a vivir con ese riesgo, padre. No se preocupe por mí -.

Escucharon voces y el sonido de pasos detrás de ellos. Como si un grupo de hombres tratara de ocultarse tras la maleza. Aquella noche, la luna llena brillaba en lo alto, dotando el ambiente de una extraña y tétrica luz. Presagio de nada bueno.

- ¿Qué está ocurriendo, padre? -, inquirió Sebastián. - ¿Es que acaso ha venido acompañado de alguien más? -.

- ¡Baja el arma, Sebastián y entrégate antes de que alguien resulte herido! -.

Una voz salió de entre las sombras. Francisca supo reconocerla de inmediato y su corazón dio un vuelco en su pecho.

- Tristán… -, musitó. - Hijo mío… -.

El joven entró en pánico. Se veía sin posibilidad ninguna de escapatoria y la rabia acumulada en su interior, comenzó a salir a la superficie en forma de insultos e improperios contra Francisca.

- Insúltame todo lo que desees, Sebastián Ulloa. Estás acabado -. Le provocó ella.

Él sonrió de medio lado. - Puede ser Señora, pero no me iré solo -. Cargó la pistola dispuesto a terminar con su vida. - Nos veremos en el infierno, Francisca Montenegro -.