Francisca decidió regresar a la
Casona bordeando el camino del rio y disfrutar así de un poco de intimidad y
sobre todo de paz. Había estado esa tarde en el pueblo para hacer unas
gestiones, y había sentido las miradas curiosas de casi todos los parroquianos
del pueblo al verla caminar por sus calles, completamente sola, sin la compañía
de ninguna doncella. Costaba trabajo tener que reconocer, incluso para ella
misma, que apenas contaba con servicio. Poco a poco todos habían ido
abandonándola hasta dejarla prácticamente sola. Nada más podía contar con las
visitas ocasionales de Emilia y de la pequeña María, aunque estas se habían
visto mermadas debido a la negativa constante de Alfonso para que dichas
visitas se produjesen.
¡Si supieran que esa criatura era
la única que en estos momentos conseguía aliviar la pesadez de su alma…! Su
cariño inocente había despertado en ella unos sentimientos que guardaba
celosamente en su interior, y solo con ella se atrevía a mostrarlos. Desconocía
si Raimundo era sabedor de esas visitas casi furtivas de Emilia. Saber que la
pequeña era su nieta le permitía también estar un poquito más cerca de él.
Quería mimarla, cuidarla y protegerla. Ya la adoraba igual que de si su propia
nieta se tratase.
Aquella tarde hacía un calor
asfixiante, y el vestido negro que llevaba solo hacía incrementar su sensación
de sofoco. Con mucho cuidado se acercó hasta la orilla del rio y mojó su
pañuelo. Haciéndolo deslizar después por su nuca, a la vez que cerraba los
ojos.
- Por todos los santos, qué
alivio… -. Murmuró.
- ¿Qué haces paseando aquí tú
sola? -.
La voz inquisidora y curiosa de
Raimundo la sobresaltó hasta casi hacerla caer al suelo. Se volvió hacia él lo
más dignamente posible.
- Lo que haga o deje de hacer no
es asunto tuyo, Ulloa -. Le recorrió con la mirada muy lentamente, desde los
zapatos gastados pasando por su impoluta camisa blanca. Hasta terminar en un
gorra de gusto más que dudoso. - ¿Y tú? ¿Vienes acaso de pastar a un rebaño de
cabras? -.
Raimundo frunció el ceño ante su
pregunta. Sin comprender.
- ¿Cómo dices? -.
Francisca ahogó una carcajada al
percibir su desconcierto. Alzó una mano señalando su cabeza. - Bonita gorra,
Raimundo. Te da un aire de lo más… campestre -. Afirmó burlona.
Él se llevó instintivamente la mano
a la cabeza, turbado pero sobre todo sorprendido por aquel comentario. Jamás
hubiera pensado que ella se fijara en su aspecto.
- No me importa que sea bonita o
fea. Me protege del sol, que es de lo que se trata -.
- No hace falta que te pongas
así… -, le dijo fingiendo inocencia y encogiendo uno de sus hombros en un gesto
que le resultó sumamente delicioso. - Tan solo era un comentario… Aunque déjame
decirte que estás mejor sin ella -. Terminó sentenciando en voz baja, teniendo
toda la intención de no ser escuchada. Aunque sin conseguirlo.
- Tal vez no pueda vestir las
mejores ropas, Francisca, pero soy práctico. En cambio, mírate tú -. No
encontró mejor forma de encubrir lo perturbado que le habían dejado sus
palabras, que hablando también de su forma de vestir. - Siempre con esos
vestidos oscuros y cerrados hasta el cuello. Sin dejar ver nada de ti. Tan
negros y ocultos como tu corazón. Algo de lo más… apropiado para este sofocante
calor veraniego -.
Francisca bufó visiblemente
enfadada, aunque azorada por su comentario. Cierto era que ella antes vestía
con algo más de colorido, pero se suponía que era una mujer viuda. Y aunque
para nada penaba por la muerte de ese desgraciado que tuvo por marido, una
señora de su posición debía guardar las apariencias.
- Pero, ¿cómo te atreves a juzgar
mi aspecto? ¿Tú? ¿Un vulgar tabernero que nada entiende de clase y distinción?
-.
Raimundo dio un par de pasos
hacia ella, acercándose a una distancia considerada como peligrosa. - Te
recuerdo que no siempre fui un vulgar tabernero -. Repitió sus palabras. - Y
recuerdo también cómo solías vestir… -. Le recorrió la figura desde la cabeza
hasta los pies. Sí. Recordaba demasiadas cosas, todas relacionadas con ella. Su
cabello apenas recogido. Aquellos vestidos que se ceñían en sus caderas. -
Irradiabas luz… -, pronunció en voz baja de pronto, perdido en sus recuerdos
durante unos instantes, rememorando incluso su cuerpo, que ahora apenas se
intuía ahora bajo tanto ropaje, pero regresando a la realidad inmediatamente. -
Aunque esa la proporcionaba una irresistible sonrisa que hace demasiados años
que desapareció -.
Francisca tragó saliva,
descolocada por sus palabras. - Desapareció porque entre todos la matasteis…
Pero no tengo ganas de seguir con esta absurda cháchara que no nos lleva a
ningún lado -. Le miró fijamente a los ojos. - Lleva esa horrible gorra o
quítatela, no me importa en absoluto lo que hagas -. Y dándose media vuelta, se
alejó por el camino que llevaba a la casona.
- Mientes, Francisca… -. Susurró
él cuando se hubo quedado solo. - Nunca dices las cosas porque sí -. Torció el
gesto por haber dado importancia a esas palabras. Aun así, se quitó la gorra con
rabia, bajando la mirada hacia ella mientras la retorcía entre sus manos.
“Estás mejor sin ella…”. ¿De
verdad Francisca pensaba aquello? Así debía ser, pues de otra manera no lo
hubiera dicho. Era cierto que no había querido ser escuchada mientras lo decía,
pero él estaba acostumbrado a no perderse ni uno solo de sus movimientos cuando
la tenía cerca. Mucho más en sus palabras, por más que ella quisiera
silenciarlas a sus oídos. Y aunque sabía que no debía hacer eco de aquel velado
halago, no podía evitar que cierta parte de él se sintiera demasiado turbada.
Por ese mismo motivo, de camino a la casa de comidas, comenzó a pensar en algo
que hacía tiempo que no hacía.
…………………….
- Habrase visto… descastado,
grosero, qué sabrá él de cómo debe vestir una señora… -.
No dejó de refunfuñar durante
todo el trayecto que le restaba hasta sus tierras. Encubrir mediante un supuesto
enfado el alcance que habían tenido las apreciaciones de Raimundo sobre ella,
fue lo mejor que se le ocurrió para no pensar en ello. Y sin embargo, en cuanto
llegó a la Casona, subió rauda hasta su alcoba, bufando furiosa a todos
aquellos que encontró en su camino. El sonoro portazo advirtió a los presentes
que no se trataba de un buen momento para importunar a la Señora.
Lanzó con rabia contenida su
pequeño bolso, que cayó sobre la cama. Se dirigió derecha hasta el espejo que
adornaba el centro de su dormitorio. Y se observó. Se vio pálida, ojerosa.
Demacrada. Frunció los labios y los ojos comenzaron a brillarle de emoción al
percatarse de que sus oscuros vestidos no hacían sino acentuar todos aquellos
“defectos”.
- Normal que ni se haya fijado en
ti durante todos estos años… -, se dijo a sí misma. Furiosa por dar importancia
a lo que Raimundo pudiera pensar de ella acerca de su aspecto.
Con la misma rabia con la que se
había librado del bolso, deshizo su moño dejando que su pelo cayera suelto por
su espalda. Introdujo sus dedos entre los mechones, mesándolos con cuidado. Tal
vez se hacía otro tipo de recogido…
- Maldita sea Francisca… ¿y a ti qué más
te da lo que opine ese… ese…? -.
¿A quién pretendía engañar? ¡Por
supuesto que le importaba lo que él pensara de ella! ¡Siempre le había
importado! Y pensar que ya no la pudiera encontrar… apetecible, conseguía
enfurecerla. Respiró con fuerza un par de veces antes de girar la cabeza hacia
un arcón junto a los pies de su cama. Si mal no recordaba, allí debían estar.
Arqueó una ceja indiferente
mientras se movía despreocupadamente por la habitación. Mirando de reojo aquel
baúl. Nada perdía por sacar uno de esos antiguos vestidos y tratar de ponérselo…
Además lo hacía porque a ella le apetecía, no porque ese condenado Ulloa le
hubiera dicho aquellas cosas tan poco consideradas.
Se arrodilló junto al arcón y lo
abrió con cuidado, dejando que una nube con olor a naftalina le llenase las
fosas nasales hasta provocarle una molesta tos. Apartó un pequeño trozo de
lienzo que cubría con cuidado los vestidos, que se encontraban al fondo. Sonrió
mientras sentía que algunas lágrimas acudían a sus ojos. Allí encerrada estaba
su juventud. Salvador nunca le permitió volver a utilizarlos, siempre
obligándola a vestir con colores oscuros. “Propios de una Señora”, solía
decirle.
Sacó son delicadeza su viejo
vestido color violeta. El mismo que llevaba la primera noche que ella y
Raimundo… Apartó los pensamientos con la misma rapidez con la que depositó el
vestido en el suelo, junto a ella. Se inclinó para sacar su vestido color
aguamarina, acariciando con la yema de sus dedos la delicada seda. Era su
favorito. Su padre lo había mandado traer de París cuando ella cumplió los 16
años. Fue su regalo de cumpleaños…
Tragó con fuerza para deshacer en
nudo que le oprimía la garganta. Colocó el vestido aguamarina sobre el
anterior, sonriendo ya entre lágrimas cuando encontró aquel que estaba
buscando. El azul. Ese era el preferido de Raimundo.
Se limpió las lágrimas con el
dorso de la mano y se puso en pie, dejando el vestido sobre la cama. Ese patán
se iba a tragar sus palabras, una por una.
Desbrochó con gran habilidad la
hilera de botones de su traje, quedándose en enaguas, y cogiendo el vestido
antes de acercarse ante el espejo.
¡Perfecto! La entraba como un
guante. A pesar de sus dos embarazos, parecía que… ¡Maldición! Quizá había
lanzado las campanas al vuelo demasiado pronto. Conseguía abrocharse los
botones, sí… ¡pero a qué precio! Apenas podía respirar, y en el momento en que
quisiera sentarse, podría terminar sacando un ojo al que osara situarse tras
ella, ya que alguno de los botones podría dejarlo lisiado de por vida.
- No pienso volver a probar
bocado nunca más… -, refunfuñó. - ¿Ves Francisca? Todos esos bollitos de
almendra están concentrados en tus caderas. Tantas meriendas con Don Anselmo no
podían ser buenas… -. Bufó furiosa. - ¡Rosario! -, la llamó acercándose hasta
la puerta y asomándose al pasillo. - ¡Rosarioo! -.
La buena mujer llegó a la alcoba
portando una bandeja con la merienda, pensando que aquello era lo que pretendía
la Doña con tanto griterío. - Ya llego con la merienda, Señora. Emilia hizo un
poco de bizcocho de almendras que… -.
- ¡¿Cómo dices?! ¿Es que
pretendéis entre todos que no quepa en ninguno de mis vestidos? -.
Rosario abrió los ojos como
platos, sorprendida ante su reacción. - Pero Señora, nada más lejos de la
realidad, solo que Emilia la notó algo decaída hoy, y pensó en hacerle su
postre favorito… -. Fue poco a poco frunciendo el ceño al verla con el pelo
suelto y un vestido a medio poner. Un vestido… ¿azul?
- Deja ahí la bandeja, pero te
aseguro que solo probaré un bocado y por no hacer un feo a Emilia… -. Dijo
mirando la merienda de reojo. - Si te he hecho llamar es para que me arregles
este vestido para mañana mismo -. Se dirigió hacia el espejo de nuevo. - Ni un solo
comentario, Rosario. Ni uno -.