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viernes, 28 de agosto de 2015

DUERME, MI NIÑO (Parte 2)



Abandonó con premura la estancia hasta que llegó a un pequeño patio. Allí, ajena a miradas indiscretas, rompió en inconsolable y silencioso llanto, apoyando su debilitado cuerpo en la pared.

- Francisca…-. Susurró de pronto una voz frente a ella.

Con los ojos anegados en lágrimas, alzó la mirada para encontrarse con la de Raimundo.

- Francisca…-, volvió a repetir él con la voz rota, mientras una de sus manos pugnaba por moverse temblorosa hacia ella. Era perfecto conocedor de los verdaderos sentimientos de Francisca por su hijo a pesar de que sus actos o sus palabras no acompañasen a dicho sentir. Más, lo sabía. Tristán era la persona que más amaba en este mundo, por encima de todas las cosas. Por encima incluso de ella misma.

Con lo que no contaba era con encontrarla aquella noche. Y mucho menos, en aquel estado. Ahondando aún más en el dolor que le embargaba por la pérdida de su hijo. Su mente y su corazón habían estado con ella desde que se sucedió el trágico deceso, sabiendo que Francisca sería la única persona que comprendería lo que él mismo estaba sufriendo.

Su hijo, su muchacho, muerto.

Francisca lloraba en silencio. Sus mejillas estaban bañadas en llanto y sus ojos le miraban sin ver. Estaba tan destrozada por el dolor, que el suyo propio abrazó al de ella.

- Raimundo…-, sollozó con la voz ronca por las lágrimas. - Raimundo…-, repitió antes de correr tambaleándose hasta sus brazos. Aferrándose a las solapas de su chaqueta.

Lloró por su hijo muerto. Por todos los años perdidos inútilmente. Por todas las veces que quiso abrazarlo y su orgullo fue más fuerte. Por todas las caricias que su pequeño niño le regaló antes de que un muro de indiferencia se estableciese entre ambos. Por no haber sabido ser una buena madre.

Por no haberle demostrado que él era su vida entera.

- Raimundo, mi niño -, gimió con dolor. - Nuestro…hijo…-.

Él la estrechó contra su pecho, uniéndose a su llanto. Aferrándose a su pena, que era también la suya. - Lo sé, mi amor, lo sé…-, respondió meciéndola con ternura entre sus brazos. - Nuestro pequeño…-.

Segundos que se convirtieron en minutos. Abrazados, consolando y siendo consolados. Entre sus brazos se sentía segura, protegida. Comprendida. Solo él para compartir su dolor.

Raimundo besaba su sien mientras sus lágrimas se mezclaban con las suyas. Solo Francisca para comprender su propio dolor.

La llegada de la comitiva que portaba el cuerpo de Tristán, les obligó a desviar la mirada. Un frío ataúd se llevaba al hijo de sus entrañas. Raimundo se vio obligado a sostener a Francisca, que sentía desfallecer a cada paso que el cortejo fúnebre daba.

Después, el silencio.

Francisca escondió en el pecho de Raimundo el grito desgarrador que brotó de su garganta y que ya no pudo contener, mientras las lágrimas hacían aparición con más fuerza si cabe que antes.

- Abrázame, amor -, le suplicó Raimundo. - Abrázame porque yo también me siento morir -.

Se sostuvieron el uno al otro sin pronunciar palabra. No era necesario decir nada para comprender el sufrimiento que ambos portaban.

- Raimundo -.

Pedro, el alcalde, llamó su atención, y con una leve inclinación de cabeza, le solicitó que se acercara hasta él.

- Raimundo, siento interrumpir pero tu hijo va camino del Jaral y precisamos que nos acompañes para ultimar algunos detalles del funeral -.

Él volvió su mirada llorosa a Francisca, que se mantenía con la cabeza gacha, abrazándose por la cintura. - Ella me necesita mucho más -, miró de nuevo al alcalde. - Y yo la necesito a ella -.

Regresó a su lado, tomándola suavemente por el mentón. - Vamos Francisca -, musitó. - Te acompañaré hasta casa -.

Solo el silencio los acompañó a ambos en el trayecto hasta la Casona. Francisca no se había opuesto a que él la acompañase. Y aunque así hubiera sido, él no le habría permitido regresar sola y menos en ese estado. Y por qué negarlo, su compañía era lo único que realmente le reconfortaba en tan aciago momento.

Resultaba curioso después de todo lo que habían vivido. O precisamente por eso mismo. No concebía compartir esos dolorosos momentos con otra persona que no fuese ella. Y su destrozado corazón encontraba un motivo de júbilo en mitad de tanta desdicha, al darse cuenta de que a Francisca parecía ocurrirle lo mismo.

Miró de reojo para poder observarla. Se mantenía con la cabeza gacha, los ojos apenas visibles y cientos de lágrimas resbalando por su rostro. Siempre en silencio. Siempre en mudo dolor. Y solo pudo aferrarla más contra su pecho.

Los muros de la Casona fueron tomando forma ante ellos. Más fríos y duros que de costumbre, quizá sabedores de la inmensa pena que iban a albergar en el futuro.

- Trata de descansar -, acarició su mejilla con la yema de los dedos cuando estuvieron junto a la puerta. Aguardó que Francisca saliera de su encierro interior y le mirase a los ojos, pero no fue así. - Yo…-, titubeó. - Si necesitaras cualquier cosa…-.

Nuevamente silencio.

Raimundo suspiró. No deseaba dejarla. Ni por ella, ni por él mismo. - Te veré mañana en el entierro -.

Fue soltándola paulatinamente y muy a su pesar. Sintiendo un intenso frío cuando al fin estuvieron separados. No le dio tiempo siquiera a dar media vuelta. Sintió la mano de Francisca entre la suya. Cálida y suave.

- No te marches…-. Susurró apenas con un hilo de voz.

- ¿Qué? -, le preguntó él. Apenas podía escucharla pese a estar a su lado.

Francisca alzó la mirada por primera vez desde que abandonaron el pueblo. - No te marches, Raimundo -, repitió sin soltar su mano. - No creo que pueda sobrevivir a esta noche sin ti -.

Él, simplemente miró sus manos unidas y las estrechó aún más. Francisca volvió a refugiarse en su pecho mientras comenzaban a subir lentamente las escaleras que llevaban hasta su alcoba. Jamás habían estado tan unidos como en ese momento. Y el motivo no podía ser más desgarrador.

Separó un instante su mano de su espalda para poder abrir la puerta de la habitación. Avanzó con Francisca casi por inercia hasta la cama, ayudándole a sentarse en ella. Quiso apartarse para acercar uno de los butacones hasta la cama y poder velar así su sueño. El dolor que él mismo sentía, era indescriptible más supo reponerse para ser fuerte por los dos.

Por segunda vez aquella noche, Francisca le detuvo tomando su mano con suavidad. 

- No…-, sollozó. - No te separes de mí, Raimundo, por favor. Te lo suplico…-.

Se sentía tan sola…tan desvalida…Solo con él su dolor era más llevadero. Raimundo se sentó junto a ella, acariciando la palma de su mano con el pulgar. - No voy a dejarte Francisca. Sé muy bien cómo te sientes -, musitó. - También era mi hijo -.

Ella volvió sus ojos a él y alzó su mano para tocar su mejilla. - No pudimos estar juntos cuando nuestro hijo llegó a la vida -, cerró los ojos. - Y ahora lo estamos en su muerte -. Volvió a abrirlos, cruzándolos con los de él. - No creo que pueda seguir adelante. No creo que pueda resistir este golpe, Raimundo…-.

Él apoyó su frente en la de ella. - Podrás, Francisca -, murmuró. - Podremos, aunque ahora esta inmensa tristeza nos desgarre por dentro -.

Se acopló en la cama, apoyando su espalda en el cabecero, arrastrando a Francisca con él, que reposó la cabeza en su pecho. - Duerme, amor. Descansa…-, acarició su cabello. - Yo estaré contigo-.

lunes, 24 de agosto de 2015

DUERME, MI NIÑO (Parte 1)

- Duerme, mi niño…-.

****

Giró el picaporte de la alcoba con extremo cuidado para sus cortos 4 años de edad. Estaba seguro de que su padre, Salvador Castro, no se encontraba allí. Hacía unos minutos, le había visto abandonar la alcoba dando un portazo, dejando a su madre en el interior.

Había esperado agazapado junto al final del pasillo, bajo un gran butacón, herencia de los Castro, hasta que le vio salir. Aquel era su escondite para huir de su padre. Extraño lugar para un pequeño que escapaba de los golpes y los reproches.

Frotó sus ojos con sus pequeñas manitas adaptándose a la oscuridad, una vez que hubo entrado. Divisó a su madre sobre la cama, con la cabeza gacha y el rostro escondido bajo un enorme mechón de pelo color azabache. Apenas se movía, casi ni respiraba.

- ¿Mami?-, pronunció con cierto recelo. Mordió con impaciencia su labio inferior esperando que ella le mirase. Pero no fue así. Tan solo vio cómo ella ocultaba aún más su rostro, algo sobresaltada por su presencia. - Lo siento mucho, mami -, sollozó.

Francisca suspiró. - ¿Qué es lo que sientes, Tristán? -.

El pequeño avanzó un par de pasos hacia la cama, retorciendo sus deditos preso del nerviosismo. - Siento que padre se haya enfadado contigo por mi culpa y te haya hecho pupa -.

Ella alzó entonces la mirada, para encontrarse con los ojos llorosos de su pequeño. - No mi amor…-, extendió sus brazos y Tristán acudió corriendo a refugiarse en ellos. - Tú no tienes culpa de nada, cariño mío -, mesó sus cabellos mientras le aferraba con fuerza contra su pecho. - Además, mírame -, le pidió esbozando una leve sonrisa por encima del dolor que sentía en cada músculo de su cuerpo, cuando el niño la miró. - Estoy perfectamente, no has de preocuparte por nada -.

Tristán se abrazó a su madre con fuerza. - Padre me da miedo -

Francisca aguantó las lágrimas para no causar un mayor pesar a su hijo. Con gusto soportaba ella los golpes con tal de que ese monstruo no tocase a su niño del alma. - ¿Qué te parece si hoy te quedas aquí a dormir conmigo? -. Procuró cambiar enseguida de tema, mostrando en su voz una alegría que no sentía, todo para no inquietar a Tristán. 

- Pero... ¿y si viene padre?-. Preguntó con temor.

- No vendrá, mi vida. Esta noche no -. Suspiró. - Ven, acuéstate aquí a mi lado, corazón. Cierra los ojos, que mamá está contigo-.

Tristán se movió por la cama hasta que quedó acurrucado junto al cuerpo de su madre, apoyando su cabecita sobre el regazo de Francisca.

- Duerme, mi niño…-, comenzó a cantarle mientras acariciaba el rostro de su hijo.

- Mami…- dijo de repente Tristán, interrumpiendo su nana e incorporándose para poder mirarla. Después, llevó su pequeña manita a la mejilla de Francisca. Acariciándola y enjugando una lágrima. - No voy a dejar que vuelvas a llorar mami -.

****

Llorar. Apenas le quedaban lágrimas en el cuerpo. Todas se habían esfumado con su hijo al igual que los escasos restos de bondad que albergaba su alma. Todo lo bueno que una vez hubo en ella, se marchaba con Tristán. Una espesa negrura se iba abriendo paso en su interior absorbiéndola por completo.

Ya no le quedaba nada. Todo lo había perdido en un funesto instante en el que un desalmado decidió sesgar la vida de su hijo, y con ella, la suya propia.

A duras penas se separó del cuerpo inerte de Tristán, con los ojos hinchados y sin apenas vida en ellos. Dirigió una última mirada a su hijo y acarició su mejilla.

- Te pareces tanto a tu padre…-

Siempre había sido el vivo retrato de Raimundo. De su Raimundo. Ahora sí que no existía nada que le uniera a él, y aquello le destrozaba su ya roto corazón. Ambos habían perdido al fruto de sus entrañas, a la encarnación de aquel profundo amor que un día sintieron el uno por el otro.

Nada. Ya no le quedaba nada.

Enjugó sus lágrimas, tratando de recomponerse, cuando unos golpes sonaron en la puerta. Nadie entendería su dolor. Nadie sería capaz de comprender el desgarro que sentía y que apenas le permitía permanecer en pie. Nadie excepto Raimundo.

- Doña Francisca, ha de salir -, se trataba de la viuda de su hijo. - Hemos de llevarnos a Tristán para preparar el velatorio -.

Ella asintió con la cabeza y avanzó hacia la salida. No pudo evitar que su mirada se dirigiese de nuevo hasta su hijo.

- Adiós, mi niño. Mi amor-, musitaron sus labios sin voz.

miércoles, 19 de agosto de 2015

BESO EQUIVOCADO (Final)



Francisca no pudo sino sonreír al escuchar sus palabras. Bajó su mano lentamente hasta que por fin pudo entrelazarla con la suya, y tiró de él con suavidad hasta el interior de la casona. Raimundo se dejaba guiar por ella sin oponer resistencia. El simple hecho de sentir la calidez de la palma de su mano acariciando la suya, suponía el paraíso. Aun así, se detuvo junto a la puerta que comunicaba con la casa, quizá ofreciéndole una última oportunidad de echarse atrás. De asegurarse que aquello era lo que Francisca deseaba

- Vamos… -, susurró ella. - Deja que te cure esa herida -.

Raimundo adivinó de inmediato que había llegado el momento en que ambos debían curarse mutuamente las heridas que se habían causado en el pasado, y no solo las magulladuras que Mauricio le había procurado en la plaza. Por eso, llevó sus manos unidas hasta sus labios, depositando un tierno beso en ellas.

Juntos llegaron hasta el salón, más no se detuvieron allí. Raimundo frunció el ceño durante un breve instante, hasta que Francisca lo borró con su sonrisa. Le arrastró escaleras arriba, subiendo todos los peldaños sin dejar de mirarse a los ojos. Sin pronunciar una sola palabra. Recorrieron igualmente en silencio el pasillo que llevaba hasta su dormitorio. Raimundo sólo podía seguirla. Hipnotizado. Perdido en sus ojos, en su sonrisa.

Francisca soltó su mano el tiempo preciso para abrir la puerta. Le pidió que tomara asiento sobre la cama mientras ella se dirigía hasta el armario y cogía un pequeño botiquín que allí había guardado. Extrajo de su interior un frasco de alcohol y rasgó un pedazo de algodón para poder así  desinfectar la herida.

Volvió a su lado y se arrodilló junto a él. - Puede que esto te duela un poco… -, le dijo al tiempo que humedecía el algodón y lo pasaba con delicadeza por la herida.

Raimundo se tensó al sentir que le quemaba la herida. Aun así, se obligó a sonreírle. 

- Nada que pueda venir de ti volverá a hacerme daño nunca más, ángel mío… -.

Tomó su mano con firmeza, agarrándole por la muñeca mientras le quitaba el algodón con la otra dejándolo sobre la mesita junto a la cama. Después, tiró de ella con delicadeza hasta que Francisca quedó prácticamente recostada sobre su pecho.

Podía sentir el rápido latir de su corazón golpeándole en el pecho. Su respiración irregular abrasándole en la mejilla. Podía sentir sus ojos, interrogantes y anhelantes, hablándole sin palabras. Jamás podría comprender cómo había podido sobrevivir tantos años alejado de ella.

- Creo recordar que esta mañana en mi casa, dejamos algo pendiente, ¿no es cierto? -. Le preguntó arqueando una ceja.

Ella sonrió abiertamente. Y con la misma dulzura que él le dedicaba en cada caricia de sus manos, llevó las suyas hasta los botones de su camisa. Desabrochándolos uno a uno con tortuosa lentitud. Siempre sin dejar de mirarle a los ojos. Abrió muy despacio la camisa, deslizándola por sus hombros mientras le acariciaba con la yema de los dedos. Percibiendo como su piel se iba estremeciendo con cada roce, con cada caricia.

- Me toca -. Musitó él.

Había llegado su turno. Las manos le temblaban ansiosas por acariciar cada palmo de su piel. Francisca se giró, mostrándole la hilera de botones de su vestido. Sin prisa, igual que había hecho ella, fue abriéndolos todos uno a uno. Siguiendo después por el lazo de su corpiño. Hasta que su espalda, desnuda y suave se mostró ante él. Tan tierna… tan dulce… su piel le llamaba a gritos.

Y solo pudo rendirse ante ella.

Deslizó la punta de su lengua por su cuello, bajando lentamente por su espalda. Provocándole un escalofrío de placer. Terminaron de despojarse la ropa el uno al otro, interrumpiéndose a cada paso. Perdidos como estaban en un mar de caricias. Tras varios minutos, desnudos ya frente a frente, volvieron a mirarse a los ojos. Sonriendo con amor antes de unir sus labios.

Francisca recorría con dulzura su rostro, rozándole con la yema de los dedos mientras le besaba. Con cuidado de no abrir de nuevo su herida. Entrelazaron sus lenguas, que se enzarzaron en una batalla donde ambos iban a resultar los vencedores. Raimundo fue dejándola caer sobre el colchón, posicionándose él a su lado. Sin dejar de prodigarse besos y caricias.

Abandonó sus labios, recorriendo un húmedo camino que culminó en la carne sensible de su cuello, mordisqueando tiernamente mientras su mano bajaba por sus costados hasta atrapar en ella uno de sus pechos. Atrapando en su boca el gemido que brotó de la garganta de Francisca.

- Nunca podrás llegar a adivinar cuánto te quiero, mi amor -.

Ella enredó las piernas en torno a sus caderas y tomó su rostro entre las manos.

- No más que yo a ti, amor… -, le declaró en un jadeo en el mismo instante en que ambos se convirtieron en uno solo.

Se quedaron muy quietos hasta que sus cuerpos se adaptaron de nuevo el uno al otro. Raimundo observaba todas y cada una de las expresiones de ese rostro que tanto amaba. Deslizó los dedos por su pelo, hasta llegar a la suave curva de su mejilla. Jamás había podido olvidar la suavidad de su piel. Ella pareció relajarse al fin, y aquel fue el acicate que necesitó para comenzar a amarla.

Francisca liberó sus manos para deslizarlas en suaves caricias por su espalda a la vez que sus labios le torturaban sin tregua. El aire estaba cargado de deseo, de pasión y anhelo. Se entregó a él sin reservas, hasta convertirse en una extensión más de Raimundo.

Sus cuerpos sudorosos y al límite se movían al compás, hasta que el mundo estalló en mil pedazos ante sus ojos. Juntos cayeron en el abismo del placer más intenso que ambos habían compartido jamás, inundando el aire de jadeos. De susurros. De amor.

Un amor que había superado las barreras del orgullo. Para siempre

lunes, 17 de agosto de 2015

BESO EQUIVOCADO (Parte 5)



- Vete ya Rosario, no necesito nada más -, le rogó Francisca. Deseaba quedarse a solas para llorar su pena. Para rememorar lo que había sucedido esa mañana en la plaza y tratar de encontrar, si es que la había, alguna explicación al comportamiento de Raimundo. - Está ya anocheciendo y aquí nada puedes hacer... Además, deseo estar sola -.

Rosario suspiró. - Como desee, Señora. Mañana a primera hora estaré aquí -.

- Rosario, una cosa más -, detuvo a su ama de llaves. - ¿Dónde está Mauricio? -, le preguntó. - No le he visto en todo el día. Desde que llegamos… -.

Recordó como el capataz había insistido en que le narrara lo sucedido con Raimundo, pero ella se había negado. ¿Cómo contarle lo sucedido? ¿Cómo hacerle partícipe de su estupidez y además herir sus sentimientos?

Rosario intentó disimular como pudo. - Mauricio salió a resolver unos asuntos relacionados con la finca. Nada serio, no se inquiete -.

Se tranquilizó cuando vio que Francisca se incorporaba del asiento del jardín creyendo que algo grave había sucedido en sus tierras. Respiró con tranquilidad cuando vio que pareció creerse su pequeño embuste. En realidad no tenía ni idea de lo que podía haber hecho Mauricio, aunque no había llegado a sus oídos noticias de que algo hubiera ocurrido en el pueblo.

- Está bien -. Le dijo Francisca. - Márchate pues. Yo me quedaré un rato aquí, disfrutando de la brisa de la noche -.

Cuando se hubo quedado a solas, dejó escapar el aire que había estado conteniendo durante todo el día. Rosario se había empeñado en pasar todo el día a su lado a pesar de las peticiones de ella para que la dejara a solas. Resultaba paradójico que personas a las que había dedicado duras palabras en el pasado y no menos reprochables actos en su contra, fueran las únicas que ahora permanecían junto a ella.

Aparcó aquellos pensamientos para centrarse en lo que le llevaba perturbando todo el día. Su piel se estremeció cuando recordó los labios de Raimundo sobre su piel y sus manos acariciando su cuerpo. Había sido incapaz de encontrarle sentido a todo aquello, pero sobre todo a sus últimas palabras.

Ayer con él, hoy conmigo

¿Ayer con él? ¿A qué se refería con aquello? De pronto le vino a la mente el beso que compartió con Mauricio. Pero era improbable que Raimundo estuviera enterado de aquello. ¿Y si Mauricio se lo hubiera contado? Descartó también esa posibilidad conociendo la lealtad que le brindaba su capataz. La única posibilidad realmente plausible es que Raimundo hubiese presenciado aquel beso. Pero de haber sido así, ¿qué importancia podría tener para él, si solo era desprecio lo que sentía por ella? ¿Qué podía importarle lo que hiciera con su vida?

Sin embargo, a pesar de todas esas preguntas, el pálpito en su corazón ante el hecho de que Raimundo pudiera estar celoso, le hizo sonreír. ¡Qué locura! Tal eran sus deseos de que así fuera que hasta veía cosas donde no las había.

- Terminarás por enfriarte si prosigues ahí sentada durante toda la noche -.

La voz de Raimundo tras ella hizo que se le tensara la espalda, mas trató de no demostrar aquella inquietud. Al igual que procuró esconder su zozobra y angustia por todo lo acontecido con él apenas unas horas atrás. No permitiría que viera ni una más de sus lágrimas. Por eso, continuó de espaldas a él, intentando recomponerse de esa sorpresa inicial que había supuesto su presencia en la Casona.

- Si me enfrío o no es algo que no debería importarte. Sobre todo, teniendo en cuenta que soy la peor persona que has tenido la desgracia de conocer -. Repitió sus palabras con toda intención, a sabiendas de que no causarían en realidad ningún efecto en él.

¡Qué equivocada estaba sin embargo! Escuchar de nuevo lo mismo que él le había escupido a la cara no hizo sino dejar patente lo estúpido que había sido. Fue su deseo frustrado el que había hablado por él en ese momento. Se arrepentía de corazón. Solo esperaba que no fuera demasiado tarde para que ella le perdonara.

- Sí…acerca de eso… -. Frotó su nuca con nerviosismo. - Quería pedirte disculpas. No debí decirlo, cuando además, no es cierto -.

Francisca rio con desprecio. - No te tengo por un mentiroso, Ulloa -. Se quedó en silencio durante varios segundos. - Se agradece la visita… -, prosiguó, levantándose lentamente de su asiento y girándose para enfrentarlo. -…pero no era necesario que… ¿Qué demonios te ha ocurrido en la cara? -.

Se reprendió por haber mostrado preocupación en su voz. ¡No se la merecía! Pero al ver su rostro magullado, no había podido evitar que el corazón le diera un vuelco en el pecho. Tenía el labio partido y la zona de la mandíbula empezaba a adquirir un tono amoratado.

Raimundo intentó sonreír al escuchar un deje de desasosiego en la pregunta de Francisca, pero al notar la piel tirante, ahogó un quejido.

- Digamos que me golpeé contra un gran muro -.

Francisca arqueó una ceja. - ¿Un muro? Raro es que no vieras por dónde ibas para no chocarte contra él -, añadió con algo de sorna.

Raimundo la miró con un brillo especial en los ojos. - Estaba completamente ciego, Francisca. Porque no supe ver lo que tenía frente a mí. Y no estoy hablando precisamente  del muro de mi estupidez en este momento -.

Ella tragó saliva, nerviosa. - ¿No? -, preguntó. Se movió hasta situarse detrás de la silla buscando sentirse algo más segura. - ¿Y qué se supone que no veías hasta ahora? -, quiso saber

Raimundo avanzó unos pasos hacia ella. Mirándola intensamente. Estaba preciosa. Con ese aspecto frágil y a la vez altivo que le había cautivado hace años. Con esa mirada temerosa y expectante que era capaz de decir tantas cosas que antes no había sabido leer.

- ¿Es necesario que te lo diga, pequeña…? -, susurró.

Pequeña. 

Apelativo que hacía años que no escuchaba. Tantos como hacía que anhelaba que él volviera a dedicárselo. Pero no hoy... no en ese momento, después de que Raimundo la hubiera herido tanto, burlándose de ella y humillándola. Haciéndole creer que la amaba para luego despreciarla sin motivo.

La furia se apoderó de ella y salió del cobijo que le daba la silla y se puso frente a él. Alzando su mano y propinándole una sonora bofetada.

- ¡No te atrevas a llamarme así nunca más! Dejé de serlo en el mismo instante en que decidiste que yo no era buena esposa para ti y te buscaste otra mejor -. Sus ojos refulgían por el enojo.

Raimundo aceptó la bofetada sin rechistar. La tenía bien merecida por su comportamiento. Francisca estaba dolida por lo que había pasado en la taberna y él tal vez no empleó las palabras más adecuadas para acercarse a ella. Pero estaba tan ansioso por saber que ella le amaba de la misma manera en que él lo hacía, que su propia impaciencia le había perdido.

- En un solo día he recibido más golpes que en los últimos años… -, se chanceó en un susurro que, a pesar de todo, Francisca escuchó. Respiró con fuerza, notando como su labio comenzaba a sangrar de nuevo. - ¿No quieres saber por qué me he comportado de esta manera tan irracional? -.

Francisca no le contestó. Se limitó a cruzar los brazos dispuesta a escucharle y mirando cómo un hilo de sangre fluía por su labio. Tuvo que hacer verdaderos esfuerzos por no tomar su pañuelo y limpiarle la herida.

Él entendió su postura como una respuesta afirmativa a su pregunta.

- Estaba celoso -, reconoció sin tapujos. - Ayer, tras nuestra charla, me quedé muy preocupado por lo que dijiste y decidí regresar para hablar contigo. Cuando entré… -. Francisca abría los ojos tanto como podía, a medida que Raimundo iba hablando. -…te sorprendí llorando desconsolada y quise acercarme a ti para aliviar tu pena, pero Mauricio se me adelantó -. Se quedó en silencio observando las reacciones de ella antes de proseguir. - Vi cómo os besabais, Francisca -.

- ¿Celoso? -, balbuceó a duras penas, sin poder creer que Raimundo hubiese reconocido aquello. - ¿Por qué ibas a estarlo? Tú… -.

Raimundo la interrumpió poniendo un dedo sobre sus labios. - Yo te quiero Francisca. Siempre te he querido. A pesar de todo, a pesar del odio, de nuestras disputas… -, suspiró. - Y siempre voy a quererte. Esa es la verdad, amor -.

Movió ligeramente el dedo por sus labios en una súbita caricia. Francisca cerró los ojos, estremeciéndose por su contacto. Abriendo de pronto los ojos para encontrarse con los de él.

- Y si me dices que amas a Mauricio… -, prosiguió Raimundo. -…me apartaré de ti. Solo deseo tu felicidad, amor mío… -.

Francisca se veía incapaz de pronunciar palabra. Aquella repentina declaración de amor resquebrajaba el caparazón que recubría su corazón hasta dejarlo completamente desnudo frente a él. Tragó saliva intentando deshacer el nudo que le oprimía la garganta.

- Cierto es que besé a Mauricio. Me dejé llevar… -, afirmó. - Pero solamente porque en aquellos instantes pensé que eras tú, Raimundo… solo tú… -. Musitó con lágrimas en los ojos. - Nunca he querido a nadie más ¿Por qué has tardado tanto en darte cuenta? -, le preguntó con las primeras lágrimas quemándole en los ojos.

Raimundo sonrió mientras se acercaba a ella y le tomaba de la cintura.

- ¿Eso significa que voy a poder amarte todos los días de mi vida? -, frotó su nariz con la de ella. - ¿Que voy a poder besarte a placer y hacerte mía todas y cada una de las noches que me resten de vida? ¿Que podré acariciar tu piel? -, pronunció en un susurro junto a sus labios.

Francisca apoyó las manos en su pecho, dejándose querer. Saboreando cada palabra de amor que salía por boca de Raimundo. Temblando de expectación y de placer ante el futuro que Raimundo le presentaba ante sus ojos.

- Raimundo… -.

- Amor mío… -.

Fueron las últimas palabras que pronunciaron antes de unir sus labios en un beso suave, tierno, que se vio interrumpido ante un gemido de dolor por parte de Raimundo.

- ¿Te duele mucho? -, le preguntó.

Él sonrió mientras acariciaba su rostro con veneración. - Ya no, vida mía… ya no… -.