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martes, 28 de julio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Final)

Temblaba como una hoja bajo sus manos. Ni por asomo se trataba de la primera vez que compartirían aquella íntima unión, y sin embargo, se sentía igual de anhelante. Raimundo era capaz de despertar en ella sensaciones que jamás creyó que existirían. Aquella dulzura que desprendían sus gestos entremezclada con el deseo que podía advertir en sus ojos, le hacía sentir especial. Siempre había sido así, aunque aquella vez era diferente. Emanaba erotismo por cada poro de su piel, y solamente el tacto de sus manos acariciando su mejilla mientras la besaba, conseguía hacerle flaquear.

Apenas fue consciente de que ya habían llegado a su alcoba. Raimundo no había cejado en su empeño de prodigarle caricias enlazadas entre susurros, logrando incrementar su deseo por él hasta el delirio. Sintió el vacío que le causó su ausencia cuando apenas la soltó para cerrar la puerta. 

El corazón le latía desbocado en la boca mientras seguía con la mirada todos y cada uno de sus gestos. La meditada lentitud con la que comenzó a desabotonar su camisa. La intensidad de su mirada mientras dirigía sus pasos hacia ella. La calidez de su respiración resbalándole por el cuello.

- Raimundo, lo siento -, le dijo. - Nunca pretendí herirte. No es necesario que me demuestres nada, pues todo lo sé de ti -. Alzó su mano para enredar sus dedos entre su barba. - Sé lo mucho que me amas y deseas -.

Él atrapó entre sus labios uno de sus dedos cuando éste había comenzado a delinear su boca. Al tiempo, sus brazos se enlazaron en torno a su cintura, atrayéndola aún más hacia él. Francisca jadeó ante el contacto, y confirmó una vez más que jamás querría a nadie como quería a Raimundo.

- ¿Crees amor mío que esto es un castigo? -, le preguntó con suavidad. - No está en mi intención hacerlo...tan solo pretendo ofrecerte lo que ansías de mí y que últimamente no he podido darte...-, afirmó apartando la mirada.

- Por dios, Raimundo...-. Su voz sonaba afligida. No podía creer que por su estupidez, él se mostrara así de dolido. Se abrazó a su pecho con fuerza. - Mi amor, que esto ocurra porque ambos lo deseamos, y no porque te sientas obligado a demostrarme nada -.

- Francisca -. Raimundo enmarcó su rostro. - Te adoro... Te amo como no he amado a nadie en toda mi vida -. Rozó su mejilla con la nariz. - Te deseo. Solo a ti...¿acaso no puedes sentirlo? -.

Atrapó su boca en un beso tan devastador que Francisca perdió todo rasgo de cordura. Lo único que ambicionaba en ese instante era sentir a Raimundo lo más cerca posible. 

Él fue deslizando los dedos por sus costados, recorriendo el camino que le llevaba hasta sus manos. Atrapándolas entonces entre las suyas, rompiendo el beso al tiempo que esbozaba una sensual sonrisa. Francisca apenas pudo reaccionar cuando sintió la humedad de sus labios mordisqueando su cuello. Gimiendo de frustración por no poder estrecharle entre sus brazos.

Raimundo fue girando poco a poco hasta situarse tras ella. Escondiendo las manos entre su cabello, aspirando su aroma. Francisca cerró los ojos al percibir cómo él comenzaba a desabrochar el primer botón de su blusa, mientras le escuchaba entre susurros las mil y una maneras en que pensaba amarla. No le resultaba extraño que en el único lugar en que se encontraba como en casa, fuera entre sus brazos. Raimundo descubrió que los latidos de su corazón, se acompasaban con cada gemido que se escapaba de sus labios.

Su cuerpo estalló en llamas cuando al fin pudo contemplarla en su espléndida desnudez. La necesitaba con una desesperación que lo abrasaba por entero. Francisca se irguió, orgullosa de provocarle semejante deseo. El mismo que ella sentía por él.

- ¿Y tú? ¿No piensas desnudarte? -. Raimundo prosiguió en silencio, nada más mirándola. - ¿O es que esperas que yo lo haga como has hecho tú conmigo? -.

Él asintió mientras se esforzaba por respirar. - Me gustaría mucho que lo hicieras -.

Francisca sonrío mientras avanzaba hacia él, contoneando sus caderas. Segura de sí misma y del efecto que le causaba. Con lo que no contaba era con que Raimundo le salió al encuentro, atrapándole las manos y arrinconándola contra la columna. El frío de la piedra contrastaba con la calidez de su cuerpo contra el suyo.

- Lástima que hoy tenga otros planes para ti -.

Un leve rubor tiñó las mejillas de Francisca. Aquello sumado al brillo que desprendían sus ojos logró secarle la boca. No parecía real. Tenía  un aspecto licencioso y voluptuoso, como si estuviera recién salida de sus sueños.

Raimundo gimió al saborear sus labios, y todo su cuerpo clamó por aquella mujer que tenía delante. Su mujer. Tan distinta a todas las que cubrían la faz de la tierra. Completamente embriagado de ella, de su aroma, de su calor...escondió la cabeza en la suave curvatura que formaban sus pechos. Francisca enredo las manos en su cabello, mordiéndose el labio.

- Me encanta tu cuerpo -, musitó Raimundo. El corazón de Francisca dio un vuelco ante aquella declaración, unida además a esa media sonrisa tan genuina en él. 

De su garganta brotó un gemido cuando los labios de Raimundo regresaron para besarla con suavidad. Nunca nadie había convertido una experiencia en algo tan maravilloso con un simple beso. Solo él. Tan solo él.

Dio un respingo involuntario cuando su cálida mano se cerró en torno a su pecho, movida por el nerviosismo y la excitación, mientras un intenso placer le aguijoneaba las entrañas. Y le hacía desear mucho más de él. Casi gritó cuando sus labios sustituyeron el lugar que antes había ocupado su mano. Le apretó la cabeza contra el pecho mientras dejaba que su cabello se le escurriera entre los dedos y hacía acopio de su ya mermada voluntad para no caer desfallecida.

Suspiró de satisfacción cuando él la tomó entre sus brazos para depositarla con suavidad sobre la cama. Dejó que todas y cada una de las sensaciones que estaban despertándose en ella, le arrastraran hasta convertirla en una extensión más de Raimundo.

Él estaba perdido en su mirada y en placer que vislumbraba en su rostro. Francisca era tan apasionada como suave y tierna. Era su luz y su alegría, a pesar de los pesares. Por encima de las sombras que habían teñido sus vidas a lo largo de los años. Más esa noche se sentía feliz. Pleno. Pues ella estaba a su lado.

Francisca tiró de su camisa y él se despojó de ella, deseoso de complacerla. Comenzó a acariciarle los brazos con las yemas de los dedos. Él apretó los dientes cuando la cabeza comenzó a darle vueltas al sentir sus caricias. Eran estimulantes y lograban que él estuviera completamente fuera de control. Y totalmente indefenso ante Francisca.

Necesitaba tocar cada rincón de su cuerpo y reclamarlo como propio. Se tumbó sobre ella, acurrucándola en sus brazos. Todos sus pensamientos se dispersaron ante la increíble sensación de poder tocarse piel contra piel. 

La besó de nuevo antes de fundirse con ella. Francisca le rodeó los hombros con sus brazos y enterró la cara en su cuello, inhalando su esencia. La sensación de su aliento contra él le provocaba un millar de escalofríos por todo el cuerpo. 

Se movían acompasados, con una lentitud sublime que buscaba alargar el momento tanto como fuese posible. Se deseaban de una forma indescriptible, maravillosa. Él se retiró un poco antes de volver a unirlos una vez más, consiguiendo que ambos gimieran al unísono.

Se estremecieron al saborear la culminación de la pasión, enredando sus lenguas con la misma ferocidad con la que lo habían hecho sus almas. El placer alcanzó cotas tan inimaginables, que creyeron que explotarían por su causa.

Raimundo se dejó caer sobre ella, que lo abrazó mientras ambos trataban de recobrar la respiración perdida.

- Ya puedes ir deshaciéndote de esas pastillas, ¿no crees? -, le preguntó.

Francisca sonrió antes de volver a buscar sus labios. Perdiéndose de nuevo en la vorágine de saberse juntos.

lunes, 20 de julio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Parte 5)



Deambuló sin un rumbo fijado después de haber pasado la noche en una de las cabañas de labradores abandonadas que se prodigaban a lo largo y ancho del pueblo. Necesitaba descargar su enojo en soledad. Ahora era capaz de comprender muchas de sus actitudes a lo largo del día pasado. Esas miradas descaradas a Fe; ese deseo irrefrenable por Francisca y que era incapaz de controlar…

Aunque sobre esto último, no estaba tan seguro de poder achacarlo a las pastillas. Esa pasión desmedida por ella había existido desde siempre.

Suspiró mientras se acercaba hasta la orilla del río y se refrescaba el rostro. Había pasado una noche de perros en la que no había podido pegar ojo. Ante él se presentaba la imagen voluptuosa de Francisca, dispuesta a atormentarle en su agonía. Ni siquiera estaba ya enojado con ella y hasta podía comprender su acción.

- Se encuentra aquí, Raimundo -.

Se giró no sin cierto sobresalto al escuchar la voz de Mauricio tras él. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que no le había oído acercarse.

- Llevo toda la noche buscándole. Me alegra comprobar que se encuentra bien -, añadió.

Raimundo se incorporó, pasándose una vez más la mano por la nuca para refrescarse. Después de volvió hacia el capataz.

- ¿Te ordenó Francisca que me encontraras? -, le preguntó.

Mauricio negó con la cabeza. - No señor, no hizo falta -. Se acercó a él ofreciéndole un zurrón en el que portaba algo de comida. Raimundo lo tomó y se sentó en una roca. - Fe me contó todo lo sucedido con usted, la señora y esas… pastillas -, prosiguió  mirándole a los ojos.

Raimundo sonrió sin ganas. - Supongo que esas malditas pastillas nos han traído más de un quebradero de cabeza, ¿no es así, Mauricio? -. Pegó un mordisco a un trozo de pan antes de dar un buen trago de agua. - La diferencia entre tú y yo… -, le señaló con el dedo. -… es que tú decidiste tomarlas por iniciativa propia. A mí me fueron impuestas -.

El capataz se sentó junto a él, apoyando los codos sobre las rodillas.

- Estoy convencido de que la señora no lo hizo con mala intención, señor -. Trató de defender a Francisca. - Lo cierto es que usted se encontraba demasiado apagado últimamente. Como sin fuerzas -. Ladeó la cabeza para mirarle. - La señora le quiere a usted por encima de todas las cosas. Jamás le haría daño -.

Raimundo sonrió mientras le miraba de reojo. - Leal a Francisca hasta el final -, murmuró. - Lo sé, Mauricio, no te inquietes. Sé que Francisca no lo hizo con mala intención, pero eso no quita que me sienta engañado. Tú mejor que nadie puedes comprender cómo me he sentido durante el día de ayer -.

Mauricio se encogió de hombros. - En este punto, la diferencia entre usted y yo es que al menos usted tiene con quien aplacar sus deseos. Ya me entiende -. Agachó la cabeza algo avergonzado por su osadía. - Además, los efectos ya tienen que haber pasado y vuelve a ser el mismo de siempre -. Se puso en pie. - La sangre no ha llegado al río, Señor. Regrese a casa -.

Raimundo también se incorporó y le entregó el zurrón. - Regresa tú, Mauricio. Yo aún deseo quedarme un rato por aquí -. El hombre asintió con la cabeza. - Y si Francisca te pregunta si me has visto, dile que no ha sido así ¿de acuerdo? -.

- Pero Raimundo… -.

- Mauricio. Haz lo que te digo -. Le ordenó.

- Como ordene, Señor… -.

………………..

La noche comenzaba a caer y continuaba sin noticias de él. A primera hora de la tarde había interrogado a Mauricio cuando este llegó de trabajar en las tierras, pero sin éxito alguno. Le constaba que su capataz había estado buscándolo por todas partes, incluso en casa de su hija. Pero había sido incapaz de dar con él.

Temía que por su mala cabeza, por una decisión precipitada y errónea, hubiera perdido a Raimundo para siempre.

Cenó a solas, aunque apenas probó bocado. Tenía el estómago cerrado por la preocupación y la angustia. Nadie sabía darle nuevas acerca de su paradero. Raimundo llevaba todo el día sin dar señales por la casona y a estas alturas, dudaba que se presentase. Aun así, se resistía a retirarse a su alcoba a pesar de las insistencias de Fe.

- Señá, ¿por qué no se marcha ya al catre? El Don Raimundo no creo que asome el morro por aquí esta noche -.

Francisca se giró hasta ella, parapetada como estaba en la ventana. - ¿Llegará el ansiado día en que no des alguna patada al diccionario, Fe? -, le preguntó. - Retírate tú y déjame sola -.

La muchacha insistió. - Pero señá, es por su bien. Hoy ha comío como un pajarico y apenas se ha separao de esa ventana -.

Francisca le replicó. - No me gusta tener que repetir las cosas, descarada -. Su tono no resultaba tan intimidante como en otras ocasiones. Apreciaba la preocupación de su criada, aunque era algo que jamás admitiría ni dejaría que se percibiese.

Volvió a dirigir toda su atención hacia el jardín, a través del ventanal del salón.

- Dónde diantres estás, Raimundo… -, musitó.

…………….

Se incorporó en la cama al escuchar un ruido proveniente de la planta inferior. A regañadientes había decidido retirarse a su alcoba tras haber pasado varias horas en el salón. Esperando.

Silenció hasta sus propios pensamientos para centrar toda su atención en aquello que le había parecido escuchar. De nuevo un crujido. Esta vez estaba completamente segura de haberlo escuchado. Salió de la cama y se puso una bata antes de abrir la puerta de su habitación y decidirse a bajar al salón.

Bajó de puntillas las escaleras con el fin de no alertar de su presencia. Al llegar al recibidor, tomó uno de los candelabros, dispuesta a defenderse si fuera menester.

El sonido de una respiración en el salón, terminó por congelar la sangre en sus venas. Aun así, no se amilanó y entró de un salto en la estancia, empuñando en alto el candelabro.

- Maldito cobarde, déjate ver -, gritó.

- Yo también me alegro de verte, querida -, le respondió una voz.

- ¿Raimundo? -, preguntó. Corrió a encender las luces para encontrárselo sentado en el sofá. Mirándola con una sonrisa burlona. 

- ¿Pensabas atacarme con eso? -, le preguntó señalando lo que todavía portaba entre las manos, aunque tuvo tiempo suficiente para recorrer su figura de manera apreciativa. Aquel camisón se ceñía perfectamente a sus formas.

A ella no le pasó desapercibida su mirada. Algo que le extrañó sobremanera ya que pensaba que él continuaría enfadado con ella por haberle suministrado las pastillas.

- No esperaba verte por aquí -, afirmó con sinceridad.

Raimundo se levantó y se dirigió hasta ella. - Sigo viviendo aquí, ¿no? -, le preguntó mientras le arrebataba con cuidado el candelabro de las manos, y lo dejaba sobre la mesa.

- Por supuesto -, se apresuró ella a responder, abrazándose la cintura algo turbada ante su intensa mirada. - Es solo que… dadas las circunstancias, pensé que tú… -.

- Pensaste que yo no querría regresar -. Raimundo terminó la frase por ella.

- Te marchaste tan enfadado conmigo… -, añadió ella. - Pero déjame decirte que mi intención no fue en absoluto… ¿qué…? ¿Qué haces? -, preguntó titubeante.

Había comenzado a tratar de justificar sus actos, cuando apreció que Raimundo comenzaba a quitarse la chaqueta sin dejar de mirarle a los ojos. Siguiendo por el chaleco, el cual había comenzado a desabotonar.

- Demostrarte que no necesito ninguna maldita pastilla, Francisca -, afirmó avanzando hasta ella. - Que tu sola presencia me basta para rozar el cielo con los dedos -. Francisca cerró los ojos cuando sintió su mano acariciando su mejilla.

- Raimundo… -, musitó. 

- Que eres la única que despierta mis sentidos hasta hacerme enloquecer -. Rozó su rostro con los labios mientras sus manos ceñían su cintura. - La única… -.

Las palabras murieron enterradas en su garganta cuando sus labios tomaron los de ella. Besándola con deliciosa lentitud. Torturándola con breves e intensos roces que estaban colmando su serenidad, llevándola hasta el punto de casi perder la consciencia.

- Raimundo… -, volvió a musitar. - Estamos en el salón -. Sin saber cómo era posible, todavía podía discernir dónde se encontraban.

Él comenzó a reírse, y su risa, profunda y grave, resonó por toda la habitación, debilitándole las rodillas. - El salón, el despacho… hasta la cocina resulta el lugar ideal para poder amarte, mi vida -.

Aun así, y consciente de las reticencias que podrían manifestarse en ella, la tomó entre sus brazos, dirigiéndose escaleras arriba hasta su alcoba. Dispuesto a recuperar todo el tiempo perdido en insensateces.

miércoles, 15 de julio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Parte 4)



Comenzó a revisar la correspondencia que una de las doncellas le había dejado sobre la mesa del despacho. Apenas minutos antes, había llegado a la casona con visible enfado tras un encontronazo con su nieto en la plaza del pueblo.

Se había limitado a pedir encarecidamente que nadie le molestase, al menos durante un buen rato. Necesitaba calmar toda esa rabia y frustración que llevaba dentro. Aquella nueva discusión, había caldeado su estado de ánimo hasta tal punto que ni siquiera había preguntado por Raimundo a su llegada, aunque se había pasado buena parte de la mañana intrigada por el efecto que podían hacer en él las pastillas que le suministró.

Dejó escapar un suspiro mientras se encaminó hasta el ventanal que enmarcaba su despacho. Contemplar la extensión de sus tierras, aquel inmenso y tranquilo paisaje, siempre había templado su espíritu, hasta en los momentos más oscuros. Pudiera ser que ese desagradecido ahora le volviese la espalda como antes ya ocurrió con su hijo. La diferencia en esta ocasión, es que podía contar con Raimundo a su lado.

- ¡Fe! -, llamó a gritos. - ¡Fe! -, volvió a gritar con más fuerza abriendo de par en par las puertas del despacho.

Pudo escuchar a la muchacha subiendo a trompicones por las escaleras que comunicaban con la cocina, y cruzar como un rayo todo el salón hasta llegar a ella.

- Mande la señá -.

Francisca arqueó una ceja sin dejar de mirarla. - ¿Crees que estas son formas de presentarte ante mí? -, bufó. - Que sea la última vez que corres de esa manera por mi salón -. Prosiguió sin darle oportunidad de réplica. - ¿Sabes dónde está el señor? -.

La joven le respondió. - Encerraíto en su habitación sin querer ver a nadie, señá. Vamos, eso le dijo al Mauricio porque a mí no quiso ni acercárseme… -. Encogió un hombro mientras seguía hablando, como si Francisca no se encontrase en la habitación. - Claro, que a servidora no le extraña después de lo ocurrido esta mañana en la cocina -. Se irguió orgullosa. - Que una es mucha gallina pa’tan poco gallo -.

- Pero ¿qué insensateces estás diciendo, descarada? -. Le había tomado por el brazo y le zarandeaba sin cesar. - ¿Cómo te atreves a hablar así de tu señor? ¡Y en mi presencia! -. Francisca no daba crédito. - Esto es inaudito… ¡inaudito! -.

- ¡Ay, señá! Me disculpe usté pero es la verdad -. Francisca se detuvo en seco, instándole a proseguir con un enérgico movimiento de cabeza. - Todo ocurrió esta mañana en la cocina. El Don Raimundo bajó para desayunar y se dedicó a observar a servidora con ojos “lidirvinosos” -. Francisca le soltó el brazo, completamente atónita. - Pa’mí que fue él quien se tomó una de las pastillas del frasco que usté me quitó con malas artes -.

- Con malas artes… -, refunfuñó Francisca. - Desaparece de mi vista -, le ordenó. - ¡Ya! No quiero verte en lo que queda de día -. Aun así, volvió a tomarla por el brazo. - Como comentes con alguien lo que hemos hablando ahora mismo, date por despedida -. Apretó un poco más. - Y me encargaré de que no vuelvas a encontrar faena en lo que te resta de vida. ¿Entendido? -.

La muchacha asintió con vehemencia. - Cristalino como el agua del río que recorre nuestro pueblo. Con permisión -.

Desapareció del salón con mayor rapidez que con la que se había presentado ante su señora minutos antes.

Francisca frunció el ceño con preocupación. Si lo que esa deslenguada le había referido era cierto, ella no habría hecho sino agravar la situación, suministrándole a Raimundo dos pastillas más. Recordó el ardor con el que había entrado esa mañana en su despacho. Cómo había estado casi a punto de tomarla allí mismo sin ningún pudor.

Si con una pastilla que había tomado por error ya se encontraba en esa tesitura, cómo estaría ahora mismo habiendo tomado dos más. Avanzó hasta la entrada. Desde allí, sus ojos se dirigieron a lo alto de la escalera. Sentía una cierta inquietud en su pecho que casi le robaba el aliento. Lo mejor que podía hacer sería subir hasta la habitación de Raimundo y rezar porque se encontrara bien.

………….

Abrió los ojos lentamente. Estaba empapado en sudor y en la misma posición en que se había acurrucado en la cama un par de horas antes. Sentía su piel tan sensibilizada, que cualquier roce le hacía gemir de agonía. Había decidido encerrarse en su alcoba ante la incapacidad que sentía de controlar sus más bajos instintos. Supo que la situación era grave cuando se descubrió mirando descaradamente el trasero de Antonia.

Antonia era la criada de mayor edad en la casona. Una buena mujer que contaba con más edad que él mismo. Había corrido a esconderse en la penumbra de su cuarto ante la posibilidad de cometer cualquier insensatez. Eso sí, se había guardado de decirle a Mauricio que nadie, bajo ningún concepto, entrase en aquel refugio hasta que él mismo ordenase lo contrario.

Afortunadamente Francisca no había sido testigo de su desfachatez. Gimió solo con pensar en ella. Si en esos instantes estuviese frente a él, no podría controlarse. Necesitaba morder sus labios, acariciar su piel. Besar y amar cada centímetro de su cuerpo, hasta saciar esa excitación que le robaba la voluntad.

Se incorporó de la cama como un resorte cuando alguien golpeó su puerta.

- ¡Dije que no quería ver a nadie! -, gritó.

- ¿Ni siquiera a mí, amor? -. Le respondió. - Estoy inquieta por ti, déjame entrar, te lo ruego -.

Raimundo sonrió al reconocer su voz. - Francisca… -, musitó antes de correr hacia la puerta.

Ella estaba de espaldas, con las manos entrelazadas. Se giró cuando le escuchó tras ella, sonriéndole de tal manera que le derritió por dentro.

- ¿Qué es esa estolidez de que no deseas que nadie bajo ningún concepto te moleste? ¿Acaso continúas sintiéndote mal? -.

Raimundo la tomó por el brazo, tirando de ella hasta su pecho. Abrazándola con suave firmeza.

- Lo único que deseo sentir en estos instantes es tu boca sobre la mía, cariño -, le respondió segundos antes de lamer sus labios. Francisca sonrió con deleite antes de entregarse a él en un beso tan profundo y sensual, que hizo flaquear sus rodillas.

Sin dejar de adueñarse de sus labios, Raimundo la tomó por los muslos obligándole a enredarlos en torno a su cintura. Moviéndose con ella hasta la cama y sentándose en el borde. Enmarcó su rostro con las manos, y durante unos instantes, se dedicó a mirarla con penetrante amor.

Francisca se sintió absolutamente deseada, aunque un velo de culpabilidad tiñó de pronto su mirada. Raimundo fue consciente de ello.

- ¿Qué te ocurre? ¿Acaso no deseas mis atenciones? -, le preguntó con cierto temor. - Dímelo ahora si es así porque no creo que pueda controlarme durante mucho tiempo más -. Acarició su mejilla. - Te deseo tanto que me falta hasta el aire -. Delineó sus labios con el pulgar. - En lo único en lo que puedo pensar, es en hacerte mía en esta cama una y otra vez -.

Francisca agachó la mirada algo avergonzada. - Sobre eso… Creo que yo tengo parte de culpa… -.

Raimundo rió con ganas. - ¿Solo parte? -, le preguntó. - Me tienes completamente loco… -, musitó sobre su boca.

- ¿Y Fe también? -.

Raimundo se tensó ante aquella pregunta. - Francisca, verás… -. Ella le interrumpió poniendo dos dedos sobre sus labios.

- No mi amor… soy yo la que te debe una explicación -.

Durante los siguientes minutos, Francisca se dedicó a referirle todo lo acontecido desde que él había tomado una de aquellas pastillas que encontró en la cocina, hasta ese mismo momento en que los dos permanecían abrazados. Algo que, lamentablemente para ella, cambió de pronto.

- ¡¿Me drogaste?! -, gritó con enfado, apartándola de su lado. Poniéndose en pie con la intención de poner distancia entre ellos. Bajo el efecto o no de aquellas dichosas pastillas, seguía deseando a Francisca por encima de todas las cosas.

- ¡Me equivoqué, es cierto, y te pido perdón por ello! -, se justificó. - Pero te encontrabas tan apático últimamente que no pensé que un par de grajeas te pudieran ocasionar mal alguno, y sí te ayudarían en cambio a recobrar ese vigor que parecías haber perdido -. Se abrazó a su espalda. - Discúlpame, te lo ruego… -.

Supo que las cosas no iban bien cuando Raimundo se tensó al sentir su abrazo. - Me drogaste sin ningún pudor, Francisca. Preferiste eso a hablar conmigo y contarme tus miedos -.

Con sus manos apartó las de ella, que seguían abrazando su cuerpo.

- Tengo que salir de aquí -, murmuró.

- ¡Raimundo, espera! -, gritó Francisca queriendo detenerle, más él ya había salido por la puerta sin mirar atrás.

martes, 7 de julio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Parte 3)



Jamás se había sentido tan deseada como en ese instante. Ni siquiera por él mismo. Después de la fría despedida que habían mantenido a la puerta de su alcoba la noche pasada, lo que menos imaginaba es que Raimundo se comportase de aquella forma tan pasional, y menos sin haber cruzado una sola palabra con ella. Esperaba una disculpa por su parte, pero jamás aquel arranque amoroso.

Fuera como fuese, lo había echado tanto de menos aquella noche, que solo pudo entregarse al mismo frenesí que se había apoderado de Raimundo. Podía sentir sus manos recorriendo todo su cuerpo a pesar de las ropas, y su boca la devoraba con un ansia que despertaba todos sus sentidos.

Poco a poco, con el mismo ímpetu con el que se había abalanzado sobre ella, se apartó y se quedó mirándole a los ojos con desconcierto.

- Si esta va a ser la manera que tengas de disculparte a partir de ahora, quizá deba enojarme contigo mucho más a menudo -, le dijo con una sonrisa.

Raimundo agachó la cabeza y buscó asiento en el diván. - Discúlpame Francisca, no sé por qué me he comportado así -.

- Así ¿cómo? -, le respondió ella. - ¿Con sangre en las venas? -. Se dirigió hacia él. - Si bien es cierto que tú y yo siempre hemos sido como lava ardiente, lo de hoy me ha sorprendido -. Tomó asiento a su lado, tomándole con dulzura por el mentón. Volvió a fruncir el ceño al observar su semblante. - ¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? -, acarició su mejilla. - No tienes buena cara -.

Raimundo resopló. - Ojalá supiese qué me ocurre, Francisca -, tomó su mano, sintiendo nuevamente que se prendía en él la llama del deseo. Volvió su mirada hacia ella, y tiró suavemente de su mano haciendo que Francisca cayera sobre su pecho. - Te quiero tanto…-.

La abrazó con fuerza, escondiendo el rostro en su cuello. Sin poder evitar lamer la piel de su cuello con la punta de la lengua. Provocando en ella un intenso estremecimiento. 

- Lo sé, cariño -, respondió Francisca. - Y si te encuentras en este estado por lo ocurrido anoche, te digo desde ya mismo que no te inquietes… -. Gimió cuando sintió sus dientes mordisqueando su cuello. - Raimundo… -, musitó.

Más una vez más, él se apartó y escondió la cabeza entre las manos.

- Raimundo, me está asustando -, añadió Francisca al advertir el sudor frío que perlaba su frente. - ¿Deseas que llame al doctor Moliner? Dime qué te ocurre, te lo ruego -. Un suspiro agónico fue la única respuesta que él le ofreció. - Espérame aquí -, le dijo mientras se ponía en pie. - Iré a pedirle a Fe que nos prepare una infusión que temple los nervios de ambos -.

- ¡No! -, gritó Raimundo corriendo hasta la puerta y poniendo los brazos en cruz para evitar que Francisca abandonase la habitación. - A Fe no -, casi suplicó.

- Raimundo Ulloa, ¿se puede saber qué diantres te pasa? -, entrecerró los ojos. - ¿Ha ocurrido algo con esa descarada? ¿Te ha importunado de alguna manera? -.

Más bien la he importunado yo a ella, pensó. En aquel estado de excitación continuo en el que se encontraba, lo que menos deseaba es que la muchacha se dejase caer por el despacho y refiriese a Francisca lo que había acontecido en la cocina. Estaba seguro de que Fe había apreciado la forma en que la había mirado.

Incluso ahora, ver a Francisca frente a él con los brazos en jarras tensando su blusa, delineando perfectamente sus perfectos pechos, estaba causando estragos en él. Era incapaz de apartar la mirada de sus labios carnosos mientras le hablaba. Tan solo quería poseerla allí mismo, sobre la mesa.

Justo en ese instante alguien llamó a la puerta. Raimundo suspiró al escuchar la voz de Mauricio al otro lado.

- Señora -, la llamó. - ¿Se puede? -.

Se apartó de la puerta buscando refugio una vez más en el diván. Francisca abrió la puerta y se encontró con su capataz portando una bandeja con sendas tazas de té y un poco de bizcocho.

- A Fe se le ocurrió que podía apetecerles una infusión ya que Raimundo no ha querido desayunar nada en la cocina -.  

- ¿Y por qué lo tras tú y no ella, Mauricio? ¿En qué anda metida esa haragana para que seas tú quien haga su trabajo? -, inquirió Francisca.

- No se enoje con ella, Señora. Es cosa mía -, la disculpó. - Tenía que venir a informarle acerca de un asunto con las acequias y me ofrecí a traer yo mismo el tentempié -.

Francisca suspiró resignada, lanzando una mirada de reojo a Raimundo, que seguía descompuesto en el diván.

- Deja la bandeja sobre mi mesa y márchate, Mauricio -. Acompañó sus palabras con un enérgico movimiento de cabeza.

- Pero señora, las acequias… -.

- Ya me has oído, Mauricio. O ¿me vas a hacer repetírtelo? -.

El capataz obedeció a Francisca y dejó la bandeja sobre la mesa. Después, se retiró en silencio del despacho, dejándolos a solas.

- Me siento algo débil -, murmuró Raimundo. - ¿Por qué no vienes a sentarte aquí junto a mí, Francisca? -, le pidió. - Necesito sentirte -.

- Ahora mismo, mi amor -, le respondió ella acercándose hasta la mesa y sacando de su bolsillo el frasco que le había quitado a Fe. Ocultando la visión con su cuerpo, extrajo dos pastillas y las diluyó en la infusión de Raimundo. - Pero antes has de prometerme que te tomarás la infusión. Y sin rechistar -.

Él bebió casi sin apenas respirar, mientras Francisca le observaba en silencio. Tan solo esperaba no haberse excedido al suministrarle aquellos dos comprimidos.