Raimundo se había quedado a cenar aquella noche. Tras el
anuncio de su boda con Francisca y la revelación de que en realidad, era el
verdadero padre de Tristán, se sentía
pleno de dicha y por ello no rehusaba las invitaciones de su hijo para
quedarse y así compartir más tiempo juntos. ¡Tenía tantos planes! Deseaba
recuperar todo el tiempo perdido junto al muchacho, y sobre todo junto a ella.
Aún le costaba creer que la vida le hubiera dado un vuelco tan grande.
Durante la velada, no pudo despegar sus ojos de Francisca. Ni
los ojos, ni las manos. Sentía una poderosa necesidad de tocarla, de sentir que
todo aquello que estaba viviendo era real y no producto de una ensoñación. Soledad y Tristán se sentían como espectadores no invitados de la representación de amor
más puro y sincero que jamás conocieron. Las veladas miradas y las caricias a
escondidas que se prodigaban ambos, fueron continuas durante toda la cena.
Finalizada la misma, se retiraron respetuosamente queriendo dejar algo de
intimidad a la pareja.
Raimundo tomó la mano de Francisca acariciándole sensualmente
con el pulgar y depositando a continuación, un suave beso que provocó en ella
placenteros escalofríos que recorrieron toda su columna vertebral. Francisca
sonrió con resignación. Raimundo era capaz de hacerla temblar con el simple
roce de sus labios.
Él se deleitó por el efecto que causaba en ella. Francisca no
era consciente de que para él, también el simple roce de su piel le ocasionaba
casi la pérdida de todo su control y fuerza de voluntad.
- ¿Te apetece dar un paseo por el jardín? -, le sugirió. - Aún
no quiero marcharme a casa y alejarme de ti -.
Francisca suspiró. - Resulta irónico, ¿no crees? -. Él la
miró sin comprender. - Hemos podido vivir alejados durante tantos años, y ahora
somos incapaces de separarnos apenas unas horas -. Apretó su mano entre la
suya. - Para mí es como si me faltara el aire… No creo que pudiera volver a
soportar una vida lejos de ti -.
Raimundo entrelazó sus dedos con los de ella, mientras se
encaminaban al exterior. - Afortunadamente… -, respondió él. - … eso es algo
que no tendremos que volver a vivir, amor. Nada ni nadie conseguirá separarnos
nunca más -. Se detuvo en mitad del jardín. Su mano, acarició dulcemente su
mejilla, antes de que Francisca buscase refugio en su pecho.
La noche era apacible y cálida. El cielo, estaba teñido de
estrellas y la luna brillaba en lo alto.
- No puede ser más perfecto –, musitó Francisca mientras
disfrutaba de aquel maravilloso
espectáculo.
- Estoy de acuerdo, mi amor…-, le respondió él.
Apenas podía apartar sus ojos de ella. Hacerlo sería como dejar de respirar. Francisca
se percató de su mirada, y no pudo evitar sonreír.
- Mira que eres zalamero, Raimundo -, le dijo junto al oído.
– Y no sabes cuánto me gusta que seas así… -, susurró.
Pasearon por el jardín en un delicado y cómodo silencio,
hasta que al fin llegaron hasta uno de los árboles del patio, tomando asiento
en uno de los bancos de piedra. Raimundo
se apoyó sobre el tronco que había junto a ellos y acomodó a Francisca sobre su
pecho antes de buscar ansioso sus labios. Nada rompía el silencio de la noche
salvo sus besos.
- Aún no puedo creer que vayamos a casarnos después de todo
lo que hemos vivido Raimundo -. Él beso su cabello mientras ella jugueteaba con
el botón de su camisa. - Me parece estar viviendo un sueño -.
- Lo que a mí me cuesta creer…-, respondió él. –…es que
todavía sigas amándome después de que te abandonara sin apenas explicación. Por
muy nobles que fueran mis razones -.
Aquello recuerdos ensombrecieron su semblante.
Francisca se incorporó lo suficiente como para mirarle a los
ojos.
– Mi amor… -. Enredó los dedos en su barba. - No hace
demasiado tiempo, le dije a tu hijo que cuando se ama tanto, ese amor no muere
nunca -. Delineó su nariz con el dedo. – Te quería entonces, y te quiero
tantísimo ahora, que ni marchándome yo
de este mundo podría dejar de amarte -.
Sus bocas se acercaron hasta fundirse en un beso que se tornó
cada vez más apasionado.
- Menos mal que en pocos días llega la boda… -, bufó Raimundo
con fastidio. – Esta absurda idea tuya de no dejarme que te haga el amor hasta
que estemos casados, me está volviendo loco -. Frunció el ceño igual que si
fuera un niño pequeño al que han privado de su juguete favorito.
Francisca no pudo evitar reírse de sus palabras. – Has estado
media vida sin mí, Raimundo…No te cuesta nada esperar un par de noches más, ¿no
crees? -.
Él volvió a gruñir, aunque al final esbozó una sonrisa
pícara. Se acercó de nuevo lentamente hasta ella. - Media vida en la que te
hice el amor cada noche en mis sueños, amor mío -, le dijo con la voz ronca por
el deseo contenido.
Francisca se estremeció ante sus palabras y se movió impaciente
buscando su boca. Casi lo había logrado cuando Raimundo apartó divertido sus
labios.
– Pero en fin, tú has querido que sea así, y así será -,
suspiró con fingida resignación. - Y bien conoces que yo no ansío otra cosa que
hacer tu santa voluntad, Francisca -. Acompañó su cómica actuación poniendo su
mano sobre el pecho.
Francisca se quedó con la boca abierta mientras Raimundo
cerraba los ojos y buscaba apoyo en el tronco del roble que los cobijaba,
intentando aguantar como podía, las ganas de reír.
- Serás…-.
Francisca trató de incorporarse, pero Raimundo fue mucho más rápido
que ella. Atrapó sus manos y ambos cayeron sobre la hierba.
- Sin embargo… -, añadió. - …un besito no creo que haga mal a
nadie ¿verdad? -.
Fue descendiendo sus labios poco a poco hasta que acariciaron
los de ella. Durante segundos, estuvo provocándole con sensuales roces hasta
que Francisca ya no pudo resistirse más y le permitió la entrada. Enredaron sus
lenguas en una lucha sin tregua, intentando atrapar el alma de cada uno en los
gemidos que salían de sus gargantas. Las manos de Francisca se enredaron en la
nuca de Raimundo, llevándole hasta tal punto de agonía, que haciendo acopio del
poco control que le quedaba, se separó de ella apoyando su frente en la suya.
- Será mejor que nos detengamos en este instante, mi cielo…-,
le dijo, a pesar de que su respiración era dificultosa. – Eso sí. Te aseguro
que a partir de pasado mañana no lograrás escaparte de mí -, sentenció,
mirándola con intensidad.
Francisca suspiró resignada. A fin de cuentas, de ella había
surgido esa ridícula idea de abstenerse de todo contacto íntimo hasta que se
produjese la boda.
Raimundo se incorporó poniéndose en pie, y ofreciéndole la
mano para ayudarla. Abrazados, se encaminaron de regreso hacia la Casona. Una
vez llegaron a la puerta, Francisca escondió su rostro en el hueco que formaba
el cuello de Raimundo, percibiendo el rápido latir de su pulso. Ninguno de los
dos tenía ganas de separarse, aunque restaban por llegar dos días cargados de
grandes emociones y debían descansar.
Francisca acarició tiernamente su barba.
– Raimundo… estás completamente seguro del paso que vamos a
dar, ¿verdad? -, le preguntó con cierto temor. - Mira que reconozco que tengo
un carácter de los mil demonios, y sé que es complicado vivir conmigo -.
Raimundo solo pudo mirarla con adoración. ¡Cómo podía amarla
tanto! Ciñó su cintura acercándola hasta él tanto como pudo.
- Adoro tu mal genio Francisca. Admiro tu carácter, tu
fortaleza…que seas tan apasionada con lo que haces…-, besó su mejilla. – Amo
todo de ti. Además…-, quiso provocarla. –…piensa en lo divertida que va a ser
nuestra vida juntos, con todas esas peleas que posiblemente tendremos durante
el día, y esas increíbles y apasionadas reconciliaciones que mantendremos
durante la noche -. Ella le miró con absoluto amor. – Solo quiero estar a tu
lado cada segundo, cada minuto y cada hora que me quede de vida. Te amo,
Francisca... -.
Se abrazó a su pecho, completamente feliz. Su amor había
conseguido superar el paso del tiempo y todo el dolor padecido. Se separó unos
centímetros de él, mirándole con el corazón en los ojos.
- Hasta mañana, amor mío -. Dijo ella.
- Hasta mañana… mi vida… -, respondió él.
Le vio marchar hasta que su imagen quedó diluida en el
horizonte. Entró en casa y cerró la puerta. Sonrió mientras subía a su
habitación. Muy pronto, sería el comienzo de su nueva vida.