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sábado, 28 de marzo de 2015

AMOR INCONDICIONAL (Final)



Siempre deseó terminar sus días junto a ella, y no con la idea de abandonar aquel lugar que lo había visto crecer, amar y caer a los infiernos. Todo lo había soportado con estoica entereza, con alguna pequeña debilidad, para qué negarlo, pero siempre esperando. Por ella, porque al fin llegara su momento. Y era duro aceptar que había acariciado con la punta de los dedos aquello que una vez le pareció una quimera.

¿Y ahora? ¿Qué le quedaba ahora? Francisca no era suya. Pero eso era algo que en realidad ya sabía y padecía desde hace años. La única diferencia, es que ahora estaba casada. Seguramente en esos instantes Don Anselmo habría sellado ya sus votos matrimoniales. Un dolor intenso en su pecho le recordó la honda herida que le surcaba desde hacía más de 50 años. Una que nunca había cicatrizado y de la que ahora manaba sangre de manera profusa.

Poco importaba donde la vida le llevase a partir de ahora mientras fuera lejos de la terrible visión de ellos dos paseando juntos por la plaza, tomados del brazo. 

- Supuse que te encontraría aquí -.

Ahogó un gemido cuando el sonido de su voz taladró su mente, marcando un camino que fue derecho hasta su corazón. ¿A qué tanta tortura? ¿Acaso había venido a regocijarse en su desgracia? Ya la había perdido. ¿Por qué ahondar en la herida?

- Lo que desconozco es para qué deseabas encontrarme, Francisca -, musitó herido, sin volver sus ojos a ella. - ¿No crees que dada la situación no ansiaba ser encontrado? Déjame solo… Solo -, remarcó con ironía doliente. - Con mis recuerdos -.

Francisca observó su espalda caer abatida. Y se tragó su orgullo, al igual tragó sus lágrimas. Podía perder gran parte de su fortuna, más no estaba dispuesta a perderle a él. Quizá lo único importante en su vida. Aunque hubiese necesitado más de media vida en darse cuenta.

- Quisiera creer que formo parte de alguno de esos recuerdos -, musitó.

- ¿De algunos solamente? -, se sonrió él, girándose y mirándola a los ojos por primera vez desde que sintió su presencia. - Formas parte de todos, Francisca. De cada segundo de mi mísera existencia -. Suspiró. - ¿Qué quieres? -, le preguntó finalmente con absoluta derrota.

Ella avanzó hacia él, apenas unos pasos. Sintiendo cómo su mirada le quemaba bajo la tela de su vestido blanco. 

- ¿He de responderte, Raimundo? ¿Acaso no puede tu corazón imaginarlo siquiera? -.

- Mi corazón es traicionero -, respondió. - Y te anhela demasiado. Tal vez debería recordarle que está ante toda una mujer casada -, agachó la mirada. - Tal vez debería aconsejarle que dejase de latir por ti, pues ya no tiene derecho a hacerlo -. Alzó de nuevo sus ojos a ella. - ¿Por qué estás aquí realmente, Francisca? Deberías estar con tu marido, ¿no crees? -.

Ella le obsequió entonces con la sonrisa más dulce que sus labios pudieron esbozar. - Lo que creo es que en estos instantes debería estar con la persona de la que estoy enamorada -.

Sintió flaquear sus rodillas ante la mirada de estupor y anhelo que advirtió en Raimundo. Más no se dejó amedrentar por sus miedos. Avanzó unos pasos más hacia él.

- ¿Recuerdas? -, preguntó mientras sus ojos recorrían aquel paraje. - Solía escaparme aquí contigo cada tarde. Sentía tus brazos rodeándome y tus labios acariciando mis sienes -. Su mirada se posó de nuevo en la de Raimundo. - Siempre me sentí segura junto a ti. Eras mi refugio cuando las nubes no me dejaban ver el sol -.

Silenció su voz mientras alzaba una de sus manos para deshacer a continuación su armonioso y perfecto peinado, consiguiendo que sus cabellos cayesen desparramados por sus hombros. Raimundo tan solo podía seguir cada uno de sus movimientos con la mirada, sintiendo al mismo tiempo cómo el corazón le estallaba en el pecho.

- Francisca… -, murmuró en un susurro apenas audible.

- Te quiero, Raimundo -. Declaró finalmente, acortando ya la escasa distancia que los separaba. - Siempre te he querido por encima de todas las cosas, aunque mis labios te dijesen lo contrario -, sus dedos se movieron por su mejilla, rozando su barba con adoración. - Y siempre te querré -.

- Pero… ¿tu boda? ¿León? -, titubeaba. Temblaba al sentir su cálida mano recorriendo su rostro. - Francisca, si esto es un juego no… -.

- Ni juegos, ni trampas, ni mentiras -, negó con la cabeza. - Ya no, Raimundo -. Acercó su rostro hasta la mejilla de él, rozándole con delicada ternura mientras su mano se escabullía hasta acariciar su cuello. - La única verdad es que te amo. Nos amamos -, buscó sus ojos. - ¿Cómo podría entregarme a otro cuando nunca he dejado de ser tuya, amor? -.

Las manos de Raimundo ciñeron con fuerza su cintura. - Quieres decir que… -, su voz tembló, negándose aún la posibilidad de gritar de júbilo ante lo que acababa de escuchar.

- Quiero decir, Raimundo Ulloa… -, sonrió a la vez que sus manos se escondían bajo su chaqueta. -…que con la única persona con la que deseo casarme es contigo -, pronunció junto a sus labios. - Nada me importa si te pierdo -, besó con brevedad su boca a pesar de que no se separó de ella completamente. - Nada… -.

Raimundo enredó sus dedos en la maraña de sus cabellos, inclinando su cabeza hacia atrás para así poder mirarle a los ojos. 

- ¿Hasta cuándo, Francisca? Nos amamos, nos odiamos… -.

- No poseo todas las respuestas, Raimundo -, le respondió. - Pero sí sé que prefiero arriesgarme y vivir aunque fuera un solo día a tu lado, que todo lo que me reste de vida sin ti -.

Sintió la fuerza de su respiración mientras esperaba que las últimas reticencias de él desapareciesen. Raimundo cerró sus dedos en torno a su pelo y se inclinó hacia ella para así poder morderle los labios.

- ¿Me estás proponiendo matrimonio, Francisca Montenegro? -, preguntó con la voz cargada de deseo contenido.

- Tal parece que así es -, se sonrió, pegando su cuerpo al suyo, atrapando en él el estremecimiento que los recorrió por entero.

Raimundo deslizó una de sus manos por su espalda mientras la otra enmarcaba su rostro.

- Sea pues -. Sentenció junto a su boca segundos antes de fundirse con ella en un beso tan apasionado como deseado por ambos. - Te amo demasiado como para negarme a tus deseos -. Musitó sin apenas resuello.

Francisca sonrió enamorada mientras se apartaba de él y se desprendía de una cadena que portaba alrededor de su cuello. En ella, dos anillos tintinearon al chocar entre ellos.

- Siempre supe que algún día, ambos los llevaríamos -. Sonrió de medio lado. - Y siempre han estado junto a mí esperando que ese día llegase -.

Dejó que cayeran en la palma de su mano y entregó uno de ellos a Raimundo. - Pero, ¿es que quieres casarte aquí? ¿Ahora? -, le preguntó sonriendo.

- ¿Qué necesitamos más que saber que te amo y que me amas? Que el cielo sea testigo de nuestra unión -. Tomó su mano, enlazándola con la suya. - Ya habrá tiempo para celebraciones más adelante -, pronunció con un mohín en los labios. - No deseo dejar pasar un segundo más sin saberte mío y que tú me sepas tuya -.

Intercambiaron sus anillos mientras de sus labios escapaba un te quiero que selló su amor para siempre. Unieron sus labios al tiempo que sus manos se entrelazaban formando una sola. Ambos habían luchado contra sus propios demonios hasta llegar a su camino. Uno que acababa de comenzar.

miércoles, 25 de marzo de 2015

AMOR INCONDICIONAL (Quinta parte)



Todo estaba dispuesto para el enlace. Apenas un puñado de invitados que hacerles compañía en aquel funesto día. Ni tan siquiera se trataba de los más allegados, pues ni León tenía familia ni la de ella estaba dispuesta a participar en aquella farsa. Bien era cierto que tampoco se había tomado la molestia de invitarlos. ¿Para qué? Su hija se encontraba muy lejos de Puente Viejo y su hijo… Él apenas cruzaba palabra con ella. Tan solo algunos ilustres de la comarca ocupaban las sillas ricamente ornamentadas para el evento. Un par de doncellas, incluida Mariana, preparadas para atender cualquier deseo o imprevisto que acaeciera.

Observó la escena desde la lejanía. Apoyada en el quicio de la puerta por la que se accedía al jardín. Con el corazón encogido y los labios aún calientes por los besos de Raimundo. Al fondo, Don Anselmo esperaba junto con León, que mantenía un rictus severo del que no había hecho gala hasta ese instante. Tan aturdida estaba por lo ocurrido en su alcoba, que ni siquiera le dio importancia.

Don Anselmo alzó la mirada, esbozando una compasiva sonrisa cuando advirtió su presencia. Con un leve movimiento de cabeza, le hizo saber que todo estaba dispuesto para comenzar con la ceremonia, aunque en sus ojos percibió un halo de esperanza porque cancelara aquella pantomima que tanta desdicha iba a procurarle. A ella y a dos hombres que la amaban más que a su vida.

La mirada se le nubló cuando algunas rebeldes lágrimas escaparon de su garganta hasta llegar a sus ojos. En poco valoraba ahora mismo su fortuna, cuando su corazón sangraba por Raimundo. Tal vez…

Tal vez había precipitado su decisión. Tal vez existía otra manera de preservar su patrimonio. Tal vez, todo carecía de importancia si el precio a pagar era renunciar a Raimundo para siempre.

Se irguió dispuesta a dar la cara por fin. A revelar la verdad que escondía su alma y dejar de mentirse a sí misma y a León, pues no se lo merecía. Había llegado el momento de detener su propia boda.

Una de las doncellas puso en marcha el gramófono en cuanto Francisca accedió al jardín. Las suaves y delicadas notas de la marcha nupcial, silenciaron al fin los murmullos de los presentes ante la tardanza de la novia. León, volvió su vista atrás hasta que sus ojos se encontraron con los de ella. Apenas fueron unos segundos, pero sintió en su piel una sensación confusa. Turbadora. 

Por primera vez, sintió temor ante la posible reacción de León.

Jamás un trayecto tan escaso se le había hecho tan largo y sin embargo, merecía la pena recorrerlo si el resultado tornaba en poder vivir su vida tal y como deseaba. Con el hombre que amaba a su lado.

- Que no se diga que Francisca Montenegro tiene miedo -, murmuró con un hilo de voz antes de arrancarse con el primer paso. Avanzó serenamente a pesar de que estuviese muriendo por dentro. Miraba a los invitados, pero apenas los veía. Escuchaba la música, más no la sentía. Tan solo deseaba llegar junto a León e interrumpir el enlace.

Don Anselmo dejó escapar un suspiro cuando los novios estuvieron al fin uno junto al otro.

- Queridos hermanos… -, comenzó. Más no pudo continuar, pues inmediatamente fue interrumpido por un León Castro furibundo que se dirigía a los presentes, aunque con sus ojos puestos únicamente en Francisca.

- Disculpe que lo interrumpa, padre, pero me gustaría hacer una petición a mi futura esposa antes de que comience con la ceremonia -, le habló. - Sé que esto excede los límites y que tal vez pueda parecer poco apropiado, pero créame que es necesario. Francisca… -, tomó sus manos quizá con más fuerza de la que pretendía, haciendo que el ramo que ella portaba, cayese al suelo. -… dime, aquí delante de todos, que me amas. Que nadie más que yo es quien ocupa tu corazón -. Apretó sus muñecas. - Que a nadie has entregado los besos que a mí me has negado desde que nos comprometimos -.

Francisca pintó el horror en su mirada ante las palabras que León acababa de espetarle, y su rostro se tornó lívido al tener la certeza de verse descubierta. Aquello no formaba parte de sus planes, como tampoco lo habían hecho los intentos de Raimundo por impedir su boda, logrando tambalear su mundo.

Quiso zafarse de sus manos al tiempo que a su mente regresaban espantosos recuerdos de un pasado que ella había querido enterrar. 

- Me haces daño, León… -, afirmó con el miedo tiñendo su voz.

- Señor Castro -, amonestó Don Anselmo, posando una de sus manos en el brazo del hombre, que inmediatamente mudó su rostro y su mirada, que se suavizó.

- Por todos los santos, Francisca… jamás te habría procurado daño físico -. La soltó, retrocediendo unos pasos y observando con dolor cómo ella se refugiaba en el cura, como el animalillo asustado que teme perder la vida a manos del cazador. - Me lastima que puedas pensar tal cosa -.

- ¿Y qué quieres que piense ante tal muestra de celos, León? -. Acarició sus doloridas muñecas mientras su pecho se movía agitado, aunque en su mente seguían resonando sus palabras. No tenía excusa para justificar su actitud, salvo que amaba a Raimundo. Y estaba cansada de negarlo. - Me preguntas si te amo, León -. Recorrió con la mirada a los presentes, que apenas respiraban dispuestos a no perderse nada de lo que allí ocurriese. Sus ojos llegaron de nuevo a los de Castro. - Mi respuesta es no. No al menos como tú te mereces -. Dejó escapar un suspiro. - Yo… -.

- Nunca pude lograr tu amor, Francisca -, la interrumpió, sonriéndose con una mezcla de desprecio y dolor. - Y me duele tener que aceptar que nada hubiese cambiado a pesar de nuestra boda. Te deseo a ti, Francisca, pero jamás podría tenerte completamente. Ansío también tu corazón. Un corazón que tiene dueño, por más que tus palabras se empeñen en negarlo -. Apartó la mirada, incapaz de poder seguir mirándole a los ojos. - Te lo voy a poner muy fácil, Francisca -, musitó en voz baja. - Señores -, se dirigió a los invitados. - La boda queda suspendida. Discúlpenme -.

Francisca observó cómo León abandonaba el jardín entre los murmullos desaprobadores de los presentes. Sin apreciar que, sin darse cuenta, había vuelto a respirar.

- Mariana… -, Don Anselmo se dirigió a la joven. - Hazte cargo de los invitados. Sacadlos de aquí, ofrecedles algún refrigerio o que simplemente regresen a sus casas. Pero que salgan de aquí -. La joven asintió, dispersando a la gente hasta que el páter y la Doña se quedaron a solas. - Francisca… -, Don Anselmo la llamó captando su atención. Había permanecido todo ese tiempo en silencio, con la mirada fija por donde León había salido.

- Debo entrar. He de hablar con él y explicarle… -.

Pero el cura detuvo su marcha, sujetándola por el brazo. - No creo que sea un buen momento. Dele tiempo, Francisca… Ha de aceptar que su vida ha girado de un modo que no era el deseado. Yo me encargaré de templar su ánimo y calmar su espíritu, no se preocupe -. Afirmó. - Y usted vaya. Decida por una vez y hágalo bien. Sin ambages. Sé de alguien que estará deseando saber que finalmente no ha existido tal enlace -.

lunes, 23 de marzo de 2015

AMOR INCONDICIONAL (Cuarta parte)



Ni todo el maquillaje posible podría enmascarar las pequeñas sombras violáceas bajo sus ojos, ni la profunda tristeza que se escondía tras ellos. Nuevamente se sentía como la condenada a muerte que se encamina hacia el cadalso y que en pocas horas encontraría la soga alrededor de su cuello, aunque ésta apareciese en forma de anillo en su dedo. Y nadie más que ella era la culpable de aquel dislate. Si se encontraba en aquella tesitura había sido por su propia voluntad. Nadie la obligaba, salvo su propio temor a verse en la ruina.

Sopesó detenidamente el precio que estaba dispuesta a pagar a cambio de una seguridad económica de por vida. ¿De verdad le compensaba realmente vivir atada a un hombre que no amaba a cambio de preservar su fortuna? Si en el pasado ya vivió en carne propia el resultado de un matrimonio sin amor, ¿por qué estaba dispuesta a errar de nuevo?

Observó su imagen en el enorme espejo que la doncella había dispuesto en la alcoba a petición suya. Un fino vestido de seda blanca se amoldaba a su figura como si fuera un guante. Su mirada vagó hasta que cruzó los ojos con los de su reflejo y se vio incapaz de reconocerse. Estaba llegando demasiado lejos y a estas alturas de su vida, no se encontraba con fuerzas suficientes como para poder vivir atada a León, lidiando con la presencia de Raimundo cada día recordándole lo errado de su acción.

¿Por qué tuvo que venir el Ulloa a atormentarla la otra noche? ¿Por qué sumar más desdicha a la que ya sentía? Le ardían los labios desde que Raimundo osó probarlos. A su mente regresaron sus palabras provocando que las lágrimas le quemaran en la garganta. Podría controlar a León durante un tiempo, pero ¿cuánto? Él terminaría por querer ejercer sus derechos maritales y a ella, la sola idea la asqueaba.

León era un buen hombre y aquel matrimonio no sólo iba a provocar su desdicha, sino también la de él. Aquellas tribulaciones que enmarañaban su mente se fueron tornando en remordimientos a medida que los segundos pasaban. Y éstos se volvían pesares con cada paso del reloj. ¿Cómo podía ser tan mezquina? ¿Cómo podía engañarse pensando que podría soportarlo?

- ¿Qué estás haciendo, Francisca? -, musitó cerrando los ojos.

- El mayor error de tu vida -, le respondió una tenue voz a su espalda. Rápidamente, se giró sobresaltada y sus ojos se bañaron en lágrimas cuando su mirada la recorrió con tanto amor que hasta el pecho le dolía. - Estás preciosa… -. Murmuró casi en un suspiro.

- No deberías estar aquí y lo sabes -. A pesar de las palabras, no se apreciaba reproche en su voz. - Creí que todo había quedado dicho entre nosotros la otra noche -.

- Y sin embargo… -, avanzó un par de pasos hacia ella. -…creo que aún queda demasiado por decirnos, Francisca. Es por eso que estoy aquí -, exhaló el aire retenido en sus pulmones.

Apenas había logrado vivir desde su encuentro pasado, ideando la manera de detener aquella boda. Por eso se había colado en la habitación de Francisca. Por eso estaba dispuesto a jugarse el todo por el todo para no perderla una vez más. 

- Porque no puedo permitir que arruines tres vidas a causa de esta locura -. Prosiguió.

- ¿Tres vidas? -, preguntó. - Son dos personas las que componen un matrimonio -.

Raimundo sonrió de medio lado. - Y dos personas son entre las que debe existir amor para dar ese paso. Y ambos sabemos que León no es una de ellas -.

- En eso te equivocas -, rebatió alzando el mentón. Haciendo acopio de fuerzas para refrenar las lágrimas. - Él me ama -.

- Pero tú a él no -, respondió condescendiente. - Yo también te amo Francisca, y sin embargo te casas con él -. Se acercó dos pasos más. Ella no retrocedió. - Suspende esta boda, amor. Cásate conmigo -. Le pidió.

Ni siquiera sabía qué era lo que la mantenía en pie, pues todo su cuerpo estaba colapsado tras aquella propuesta. - Eso no puede ser… -, respondió. - Ya no -.

- ¿Por qué no? -, le inquirió, recortando por fin la poca distancia que los separaba. Tomándola con sus manos, temblando al sentir sus brazos desnudos bajo las palmas. - ¿Qué te lo impide? ¿Acaso le amas? -. Preguntó con temor.

Ella bufó. - ¿Cómo puedes pensar tal cosa, Raimundo? Yo… -. Acalló sus palabras antes de empeorar la situación. No podía permitirse sucumbir a la tentación de la propuesta de Raimundo. - Será mejor que te marches -, exigió, desprendiéndose de sus manos. - No quiero volver a verte. A partir de mañana, ambos habremos dejado de existir para el otro -.

Raimundo la miró dolido. - Tú nunca podrás dejar de existir para mí, Francisca -.  Bajó los brazos derrotado, consciente de que había perdido la batalla. - No te inquietes, que no volveré a importunarte nunca más -. Suspiró, pero no apartó su mirada de la suya. - Solo una cosa más Francisca -.

Ella le instó a continuar con un movimiento de cabeza, pues ni las palabras podías salir de su garganta ya que morían enredadas en el nudo que le atenazaba.

- Bésame -. Le pidió. Situándose apenas a dos palmos de ella. Alzando una mano hasta su cuello, rozándolo con infinita dulzura. - Un último beso que concluya nuestra historia. La última petición de un moribundo que perderá su vida en el mismo instante en que te conviertas de otro -. Acarició con su mirada el contorno de sus labios segundos antes de que sus ojos se posaran en los de ella. - Déjame llevarme tu sabor una vez más -.

- Raimundo… -, sollozó antes de que su boca fuera tentada por la de él en una caricia infinita.

Dejó escapar un gemido que Raimundo atrapó entre sus labios mientras sus manos resbalaban por su cuerpo queriendo impregnarse de ella. Sus lenguas se enredaban en una entrega sumamente placentera. El silencio, roto por los suspiros y gemidos quedos. Por el suave sonido de sus labios rozándose.

Y al fondo, junto a la puerta, un par de ojos los observaban con aturdimiento.

sábado, 21 de marzo de 2015

AMOR INCONDICIONAL (Tercera parte)



La noche se cernía ya sobre la casona cuando salió al jardín tras una cena frugal a solas. Lo que menos deseaba era compartir mesa y mantel con Fernando, que se mantenía a una distancia prudencial de ella. Y su ahijada tampoco había osado importunarla tras apreciar en su rostro que aquella noche no deseaba compañía. Además, la joven no atinaba a comprender su inesperado compromiso con León, tal vez albergando la esperanza de que podría haber existido un futuro para su abuelo y para ella, una vez que se hubiesen templado los ánimos.

Poco podía saber la muchacha del oscuro pasado que arrastraban ambos y que hacía inviable de todo punto una posible reconciliación.

Se refugió bajo el abrigo de su chal mientras tomaba asiento en una de las sillas de mimbre. Era una noche especialmente fresca a pesar de haberse iniciado ya el mes de junio. Agradecía sin embargo aquella brisa que mecía un mechón de su cabello que se había escapado del pulcro moño, y esos instantes de soledad que tanto había anhelado esa misma tarde.

Pasado mañana se convertiría en la nueva Señora Castro, recordatorio de que ya lo fue una anterior y funesta vez. Aunque en esta ocasión, a pesar de repetir el mismo apellido, no compartiría su vida con un monstruo tan desalmado como Salvador. León era bondadoso, leal y la amaba. Además de poseer una pequeña fortuna que sanearía su ya mermado patrimonio.

Una segunda boda que no deseaba y con otro hombre diferente al que anhelaba. Raimundo acudió a sus pensamientos una vez más aquella noche. Recordó así mismo la mirada que él le había lanzado esa misma tarde en la plaza. ¡Qué distinto habría sido todo de ser Raimundo y no León quien la desposara en unas horas! ¡Cuán feliz sería de saberse por fin unida al hombre que seguía amando con la misma vehemencia de la juventud…!

De ilusiones no se puede vivir, sino de realidades. Y la suya, mal que le pesara era convertirse en la esposa de León Castro. Ella misma así lo había decidido y lograría solucionar sus problemas ¿Por qué se sentía entonces tan desdichada? Escondió su rostro entre las manos y suplicó en silencio. Pidió las fuerzas necesarias para poder cumplir con el compromiso que adquiría. Su vida iba a quedar irremediablemente supeditada a lo que León dispusiera para ambos. Así había sido desde el principio de los tiempos.

- Buenas noches, Francisca -.

Alzó la mirada cuando la voz de Raimundo envolvió el silencio de la noche. Le costó unos segundos comprender que él estaba frente a ella, mirándola intensamente. Como si estuviera juzgándola.

- ¿Qué estás haciendo aquí? -, se levantó mientras el chal resbalaba de sus hombros y caía sobre la silla. - Sabes sobradamente que no eres bienvenido en esta casa -.

- Ni en esta casa ni en tu vida, bien lo sé -, respondió. Suavizando su mirada y templando su ánimo. - Supongo que debería darte la enhorabuena por tu compromiso y próxima boda con León -.

Francisca sonrió de medio lado. - Supongo que deberías hacerlo -, se apartó ofreciéndole la espalda. - Más no lo espero, ni lo deseo tampoco -. Cerró los ojos con dolor, consciente de que él no podía verla. - Además, es lo que tú querías ¿no es cierto? Según tus mismas palabras, debía aceptar a León. Y eso es lo que he hecho -.

- Pero nunca quise esto, Francisca… -, murmuró avanzando hasta ella unos pasos. - En realidad… -.

- En realidad -, interrumpió ella volviéndose hacia él. - Ni tú mismo sabes lo que quieres, Ulloa. Siempre ha sido así. Me lanzas a los brazos de León y apenas unos días después me dices que no es esto lo que deseabas… -, meneó la cabeza mientras sonreía herida. - Sea como fuere, poco me importan ya tus cuitas, Raimundo. Pasado mañana me convertiré en la esposa de León Castro, y ambos no seremos más que un recuerdo para el otro que terminará diluyéndose con el devenir de los días -.

- ¿Pasado mañana? -, apenas podía creer que apenas le quedaran 24 horas para impedir aquella locura. - Eso no puede ser -.

- Es, Raimundo Ulloa. Es -, enfatizó. - El mismo Don Anselmo estuvo de acuerdo con nosotros en que sería la fecha más conveniente. ¿Debo recordarte que León no dispone de demasiado tiempo? Cuanto antes me convierta en su mujer, más felicidad podré proporcionarle -.

- ¿Qué tramas, Francisca? -, estaba desesperado. El tiempo corría en su contra, se le escapaba de las manos de la misma forma en que lo haría Francisca. - No amas a León, ¿es que no te das cuenta? ¡Me amas a mí! -.

Francisca rio con desprecio, a pesar de que su corazón latía desbocado. - Eres un presuntuoso, Raimundo. Me das pena -.

- Presuntuoso o no… -, se acercó peligrosamente a ella. -… es la única realidad. ¿Qué harás cuando sean sus manos y no las mías las que te acaricien? ¿Cuándo quiera ejercer sus derechos como marido? ¿Serás capaz de entregarte a él? ¿De ser suya? -.

- ¡Qué te importa, Raimundo! -, gritó con desesperación. La visión que se había dibujado ante sus ojos gracias a las palabras de Raimundo era devastadora. - Dedicaré mi vida a hacer feliz a León hasta que la muerte decida arrebatármelo. Y nada me hará cambiar de opinión. ¿Por qué no te marchas? -, le exigió. - Olvídate de mí, haz cuentas de que no existo y déjame en paz -.

- Me importa Francisca. Todo lo que tenga que ver contigo me importa, muy a mi pesar, te lo aseguro -. Respiraba con fuerza, debatiéndose consigo mismo entre alejarse de ella de una vez por todas o estrecharla entre sus brazos y besarla hasta morir.

- Lárgate de una vez, Ulloa -, le pidió una vez más. Cansada. Agotada de tanta lucha. - Ya conoces la salida -.

Se dispuso a marcharse cuando su mano la retuvo, sujetándola por el codo. - Eres mía, Francisca -, musitó Raimundo atrayéndola a su cuerpo. Quemando sus labios con su cálido aliento. - Nunca podrás amar a León -.

Arrasó su boca con maestría, con un beso que pretendía hacerle ver la realidad de sus sentimientos. Aquellos que Francisca se negaba a aceptar. Aferró sus manos, entrelazándolas con las suyas mientras ella se debatía con todas sus fuerzas por zafarse de él. Para terminar perdiendo la batalla, entregándose con la misma pasión que él mostraba. Separando sus labios para darle total acceso.

Sin embargo, tras varios segundos, Francisca rompió el beso, estampando una sonora bofetada en su mejilla.

- Te recuerdo que estoy comprometida. Y con tu amigo León -. Su pecho subía y bajaba preso de una fuerte agitación. - Que no se te olvide, Ulloa -.

- Ni a ti que me amas, Francisca -. Rebatió Raimundo.

Escapó del jardín, incapaz de pronunciar una palabra más. Tan solo precisaba poner distancia entre ellos y recuperar el aliento que había perdido. Así como la cordura.