Siempre deseó terminar sus días junto a ella, y no con la
idea de abandonar aquel lugar que lo había visto crecer, amar y caer a los
infiernos. Todo lo había soportado con estoica entereza, con alguna pequeña
debilidad, para qué negarlo, pero siempre esperando. Por ella, porque al fin
llegara su momento. Y era duro aceptar que había acariciado con la punta de los
dedos aquello que una vez le pareció una quimera.
¿Y ahora? ¿Qué le quedaba ahora?
Francisca no era suya. Pero eso era algo que en realidad ya sabía y padecía
desde hace años. La única diferencia, es que ahora estaba casada. Seguramente
en esos instantes Don Anselmo habría sellado ya sus votos matrimoniales. Un
dolor intenso en su pecho le recordó la honda herida que le surcaba desde hacía
más de 50 años. Una que nunca había cicatrizado y de la que ahora manaba sangre
de manera profusa.
Poco importaba donde la vida le
llevase a partir de ahora mientras fuera lejos de la terrible visión de ellos
dos paseando juntos por la plaza, tomados del brazo.
- Supuse que te encontraría aquí
-.
Ahogó un gemido cuando el sonido
de su voz taladró su mente, marcando un camino que fue derecho hasta su
corazón. ¿A qué tanta tortura? ¿Acaso había venido a regocijarse en su
desgracia? Ya la había perdido. ¿Por qué ahondar en la herida?
- Lo que desconozco es para qué
deseabas encontrarme, Francisca -, musitó herido, sin volver sus ojos a ella. -
¿No crees que dada la situación no ansiaba ser encontrado? Déjame solo… Solo -,
remarcó con ironía doliente. - Con mis recuerdos -.
Francisca observó su espalda caer
abatida. Y se tragó su orgullo, al igual tragó sus lágrimas. Podía perder gran
parte de su fortuna, más no estaba dispuesta a perderle a él. Quizá lo único
importante en su vida. Aunque hubiese necesitado más de media vida en darse
cuenta.
- Quisiera creer que formo parte
de alguno de esos recuerdos -, musitó.
- ¿De algunos solamente? -, se
sonrió él, girándose y mirándola a los ojos por primera vez desde que sintió su
presencia. - Formas parte de todos, Francisca. De cada segundo de mi mísera
existencia -. Suspiró. - ¿Qué quieres? -, le preguntó finalmente con absoluta
derrota.
Ella avanzó hacia él, apenas unos
pasos. Sintiendo cómo su mirada le quemaba bajo la tela de su vestido blanco.
-
¿He de responderte, Raimundo? ¿Acaso no puede tu corazón imaginarlo siquiera?
-.
- Mi corazón es traicionero -, respondió.
- Y te anhela demasiado. Tal vez debería recordarle que está ante toda una
mujer casada -, agachó la mirada. - Tal vez debería aconsejarle que dejase de
latir por ti, pues ya no tiene derecho a hacerlo -. Alzó de nuevo sus ojos a
ella. - ¿Por qué estás aquí realmente, Francisca? Deberías estar con tu marido,
¿no crees? -.
Ella le obsequió entonces con la
sonrisa más dulce que sus labios pudieron esbozar. - Lo que creo es que en
estos instantes debería estar con la persona de la que estoy enamorada -.
Sintió flaquear sus rodillas ante
la mirada de estupor y anhelo que advirtió en Raimundo. Más no se dejó
amedrentar por sus miedos. Avanzó unos pasos más hacia él.
- ¿Recuerdas? -, preguntó
mientras sus ojos recorrían aquel paraje. - Solía escaparme aquí contigo cada
tarde. Sentía tus brazos rodeándome y tus labios acariciando mis sienes -. Su
mirada se posó de nuevo en la de Raimundo. - Siempre me sentí segura junto a
ti. Eras mi refugio cuando las nubes no me dejaban ver el sol -.
Silenció su voz mientras alzaba
una de sus manos para deshacer a continuación su armonioso y perfecto peinado,
consiguiendo que sus cabellos cayesen desparramados por sus hombros. Raimundo
tan solo podía seguir cada uno de sus movimientos con la mirada, sintiendo al
mismo tiempo cómo el corazón le estallaba en el pecho.
- Francisca… -, murmuró en un
susurro apenas audible.
- Te quiero, Raimundo -. Declaró
finalmente, acortando ya la escasa distancia que los separaba. - Siempre te he
querido por encima de todas las cosas, aunque mis labios te dijesen lo
contrario -, sus dedos se movieron por su mejilla, rozando su barba con
adoración. - Y siempre te querré -.
- Pero… ¿tu boda? ¿León? -,
titubeaba. Temblaba al sentir su cálida mano recorriendo su rostro. -
Francisca, si esto es un juego no… -.
- Ni juegos, ni trampas, ni
mentiras -, negó con la cabeza. - Ya no, Raimundo -. Acercó su rostro hasta la
mejilla de él, rozándole con delicada ternura mientras su mano se escabullía
hasta acariciar su cuello. - La única verdad es que te amo. Nos amamos -, buscó
sus ojos. - ¿Cómo podría entregarme a otro cuando nunca he dejado de ser tuya,
amor? -.
Las manos de Raimundo ciñeron con
fuerza su cintura. - Quieres decir que… -, su voz tembló, negándose aún la
posibilidad de gritar de júbilo ante lo que acababa de escuchar.
- Quiero decir, Raimundo Ulloa…
-, sonrió a la vez que sus manos se escondían bajo su chaqueta. -…que con la
única persona con la que deseo casarme es contigo -, pronunció junto a sus
labios. - Nada me importa si te pierdo -, besó con brevedad su boca a pesar de
que no se separó de ella completamente. - Nada… -.
Raimundo enredó sus dedos en la
maraña de sus cabellos, inclinando su cabeza hacia atrás para así poder mirarle
a los ojos.
- ¿Hasta cuándo, Francisca? Nos amamos, nos odiamos… -.
- No poseo todas las respuestas,
Raimundo -, le respondió. - Pero sí sé que prefiero arriesgarme y vivir aunque
fuera un solo día a tu lado, que todo lo que me reste de vida sin ti -.
Sintió la fuerza de su
respiración mientras esperaba que las últimas reticencias de él desapareciesen.
Raimundo cerró sus dedos en torno a su pelo y se inclinó hacia ella para así
poder morderle los labios.
- ¿Me estás proponiendo
matrimonio, Francisca Montenegro? -, preguntó con la voz cargada de deseo contenido.
- Tal parece que así es -, se
sonrió, pegando su cuerpo al suyo, atrapando en él el estremecimiento que los
recorrió por entero.
Raimundo deslizó una de sus manos
por su espalda mientras la otra enmarcaba su rostro.
- Sea pues -. Sentenció junto a
su boca segundos antes de fundirse con ella en un beso tan apasionado como
deseado por ambos. - Te amo demasiado como para negarme a tus deseos -. Musitó
sin apenas resuello.
Francisca sonrió enamorada
mientras se apartaba de él y se desprendía de una cadena que portaba alrededor
de su cuello. En ella, dos anillos tintinearon al chocar entre ellos.
- Siempre supe que algún día,
ambos los llevaríamos -. Sonrió de medio lado. - Y siempre han estado junto a
mí esperando que ese día llegase -.
Dejó que cayeran en la palma de
su mano y entregó uno de ellos a Raimundo. - Pero, ¿es que quieres casarte
aquí? ¿Ahora? -, le preguntó sonriendo.
- ¿Qué necesitamos más que saber
que te amo y que me amas? Que el cielo sea testigo de nuestra unión -. Tomó su
mano, enlazándola con la suya. - Ya habrá tiempo para celebraciones más
adelante -, pronunció con un mohín en los labios. - No deseo dejar pasar un
segundo más sin saberte mío y que tú me sepas tuya -.
Intercambiaron sus anillos
mientras de sus labios escapaba un te quiero que selló su amor para siempre.
Unieron sus labios al tiempo que sus manos se entrelazaban formando una sola.
Ambos habían luchado contra sus propios demonios hasta llegar a su camino. Uno
que acababa de comenzar.