Translate

viernes, 18 de diciembre de 2015

BESO BAJO EL MUÉRDAGO



La calesa con el membrete de los Montenegro se movía con un ligero repiqueteo por los senderos de gravilla que separaban la Casona de la plaza del pueblo.

- Si tan molesto le resulta tener que acudir para asistir a este acto organizado por el alcalde, nos habíamos quedado en casa y santas pascuas -.

Tristán, sentado en frente de su madre en la calesa, llevaba casi diez minutos escuchando la incesante perorata de Francisca, que no hacía más que refunfuñar por tener que mezclarse con esa panda de desarrapados como ella les llamaba.

– Yo mismo tengo tan pocas ganas de ir como usted -, le respondió mientras aprovechaba para mirar por la ventanilla.

- Hijo, parece mentira que digas eso -. Francisca miraba desconcertada al joven, como si sus palabras hubieran sido pronunciadas por un demente. – Sabes de sobra que somos la máxima autoridad de toda la comarca, y como tal, debemos estar presentes en todas y cada una de las absurdas pantomimas que nuestro ilustre alcalde tiene a bien celebrar -.  Pero en el fondo, se sentía igual que su hijo. Tenía muy pocas ganas de estar allí, y no solo por la terrible migraña que empezaba a hacer su aparición. Sino porque no se encontraba con las fuerzas suficientes para ver de nuevo a Raimundo. Cada vez que llegaban las navidades, ese extraño corazón suyo tenía por bien extrañarle terriblemente. Le encantaba hacerle saber lo sola que estaba sin él a su lado.

Notaron que estaban próximos a su destino cuando empezaron a escuchar en la lejanía a la banda municipal interpretando alguno de los villancicos más populares. La calesa se detuvo a unos metros de la plaza. Tristán fue el primero en descender, ofreciendo caballeroso el brazo a su hermana Soledad primero, y a su madre después.

Majestuosa y vestida con sus mejores galas, causó sensación cuando las gentes del pueblo la vieron entrar en la plaza acompañada de sus hijos. Dibujando en su rostro su sonrisa más educada, fue saludando a los miembros en pleno del ayuntamiento hasta llegar al alcalde, Don Pedro Mirañar que estaba acompañado por la cotilla de su mujer Dolores a la derecha y el inepto de su hijo Hipólito a su izquierda.

Unos ojos castaños seguían todos y cada uno de sus movimientos, muy a su pesar. Pero es que no podía evitar que la boca se le secara cada vez que la veía, que su corazón peleara contra sus costillas por querer escapar de su pecho, y que las manos le doliesen por tocarla.

- La verdad es que la plaza ha quedado preciosa con la decoración navideña -. La suave voz de Águeda, situada a su lado le hizo volver a la realidad. Esbozó una tímida sonrisa antes de responderle.

- Reconozco que por una vez, el alcalde ha tenido buen gusto y mesura. Por supuesto su aportación, Doña Águeda, ha sido indispensable para encontrarnos con lo que hoy tenemos ante nuestros ojos -.

La mujer sonrió con dulzura posando ligeramente su mano sobre su brazo. – Me adula usted Raimundo. Yo solo puse mis servicios a disposición del pueblo -.

Francisca Montenegro les fulminó con la mirada. Había recorrido con la mirada todos y cada uno de los rincones de la plaza, buscándole de manera sutil. Y ahí les vio. Apostados en la puerta de la taberna mientras esa mujer le dedicaba a Raimundo una estúpida sonrisa. La sangre le hervía en las venas. No solo estaba viéndose desplazada por la Señora Mesía como miembro ilustre del pueblo, granjeándose la simpatía de todos los habitantes del lugar. Aunque eso, en cierta medida, era capaz de tolerarlo aunque su ego se viera seriamente dañado. Pero lo que no sería capaz de soportar era ver como esa mosquita muerta posaba sus ojos sobre alguien totalmente prohibido para ella. Raimundo Ulloa.

Como si percibiera el intenso escrutinio de Francisca sobre ellos, Raimundo volvió la mirada de nuevo hacia la plaza haciendo que sus ojos se encontraran. Una profunda e invisible descarga eléctrica que solamente ellos sintieron, trazó un camino serpenteante que tenía como origen y destino a dos corazones que comenzaron a palpitar al mismo ritmo. Apenas escuchaban las voces y los cantos a su alrededor, y se sentían incapaces de apartar la mirada. Era una auténtica batalla visual que Francisca perdió, pues su punzante dolor de cabeza, sumado al temblor de sus rodillas le obligó a sostenerse sobre el brazo de su hijo, que la miró preocupado.

- Madre, ¿se encuentra bien? -. Su cara no presentaba buen color. Definitivamente, no deberían haber haberse presentado allí.

- Si hijo, no te preocupes -. Se recompuso a duras penas, pues lo último que deseaba era dar un espectáculo allí mismo.

Aguantándose las ganas de acercarse hasta ellos para soltar alguna de sus típicas pullas, permaneció en su sitio, pues el alcalde estaba a punto de comenzar su discurso, conmemorando la inauguración de los festejos con motivo de las próximas celebraciones navideñas. Fingiendo que mantenía interés por las engoladas palabras que Pedro Mirañar estaba dedicando al populacho, se dedicó a recorrer la plaza con la mirada, deteniéndose sorprendida en la exquisita ornamentación que ondeaba por los ventanales y puertas de todos los edificios que bordeaban la plaza. Tenía que reconocer que este año, todo había sido decorado con muy buen gusto. Sus ojos brillaban bajo el reflejo de los coloridos adornos dulcificando su mirada y haciéndole regresar a las navidades que vivió de niña junto a sus padres. Dibujó una imperceptible sonrisa provocada por los recuerdos, dejando que su mirada siguiera vagando por el lugar. Hasta que llegó de nuevo hasta los ojos de Raimundo que la seguían observando con un tinte especial. Algo que no se paró a descifrar por temor a lo que sus propios sentimientos pudieran revelarle. Y otra vez se vio atrapada en ellos, siendo incapaz de apartarse.

- Dicho lo cual, queridos puentevejeros, quedan inaugurados los festejos navideños en este nuestro pueblo -.

El hecho de que Tristán soltara su brazo para poder aplaudir el fin del discurso del alcalde, la obligó a apartar la mirada de Raimundo por segunda vez en esa noche. Como un autómata se unió a los aplausos inclinando la cabeza levemente a Don Pedro, que buscaba su aprobación con la mirada.

- Y ahora, disfrutemos de un poco de música y de los dulces típicos de estos días, cortesía de nuestra familia, los Mirañar -. Dolores se había situado delante de su esposo cobrando ella de pronto todo el protagonismo.  – Los encontraran en la mesa del fondo… -, señaló con la mano, -…junto con el mejor ponche de huevo de toda Asturias -.

- Dolores, ¡por favor! Haz el favor de comportarte mujer… -. Tomando a su mujer del brazo, bajaron del improvisado escenario para acercarse hasta Francisca, que enseguida puso cara de fastidio en cuanto les vio encaminarse hacia ella, pero que disimuló con una sonrisa cuando estuvieron junto a ella.

- Qué honor tenerla aquí Doña Francisca, a usted y a sus hijos, tan queridos aquí en nuestro pueblo -. Besó su mano con cortesía mientras Francisca alzaba una ceja por su atrevimiento. Nunca en todos los años que se conocían, Pedro Mirañar se había atrevido a una muestra de educación de ese calibre. - ¿Qué le ha parecido mi discurso? ¿Demasiado navideño? ¿Acertado? ¿Poderoso? -.

- Largo -. Contestó ella sin ningún miramiento. Los ojos del alcalde, abiertos como platos y la mirada de Tristán regañándola por su respuesta, le obligó a añadir. - Pero déjeme felicitarle por la decoración de este año. Es magnífica -.

Pedro sonrió temeroso. – Se lo agradezco Doña Francisca, pero he de reconocerle que le mérito no ha sido exclusivamente mío -. Tragó saliva ante lo que iba a decir. – Recibí…un poco de ayuda -.

Francisca frunció el ceño. - ¿Qué quiere decir? ¿Ayuda? ¿Y de quién si puede saberse? -.

- Mía, Doña Francisca -. 

Todos los presentes se volvieron hacia la dueña de aquella voz, que se mostró ante ellos acompañada de Raimundo Ulloa que le ofrecía galante su brazo.

Si las miradas matasen, estaba seguro de que hubiera perecido allí mismo delante de todos. Raimundo sintió un especial placer al percibir el enfado en los ojos de Francisca. Verla mostrando aquel endemoniado carácter le hacía volver a sentirse vivo. Y cada vez más enamorado de ella.

- Muy buenas noches a todos -, habló Águeda. – Le agradezco el cumplido Doña Francisca. Me alegra saber que todo mi esfuerzo por decorar esta bonita plaza ha valido la pena -. Rozó con su mano el brazo de Raimundo que la sostenía y servía de apoyo, provocando que las facciones de Francisca se tensasen de manera instantánea. Águeda sonrió para sus adentros. Había logrado ponerla furiosa.

Viendo la tormenta que se avecinaba, Tristán salió al paso ofreciendo su mano a Raimundo que la estrechó de inmediato.

- Raimundo ¿cómo le va? -. El joven sonrió de medio lado. – No he visto por aquí a Sebastián. Espero que las cosas le marchen tal y como él deseaba -. Se percibía el tono preocupado en su voz.

- Está bien, no te preocupes Tristán. Solo anda cargado de trabajo estos días -. Se volvió hacia Francisca, que tenía los ojos clavados en los brazos entrelazados de él y Águeda. ¿Vislumbró tal vez celos en su mirada? Aquello sería tan maravilloso…significaría que, después de todo, él no le era del todo indiferente.

- Buenas noches Francisca. Te ves radiante -.

Se quedó muda en el sitio, sin saber qué decir. Lo último que esperaba de Raimundo en ese momento era un cumplido.

- Gracias…Raimundo… -. Estaba descolocada. Se sentía furiosa por haberles encontrado juntos, y encima ver cómo esa horrible mujer se colgaba de su brazo y le sonreía sin cesar, hacía que le reconcomieran los celos. Raimundo era suyo. Solamente ella podía agarrarle de aquella forma. Y no es que quisiera hacerlo. Por supuesto que no.

- Alcalde, un discurso soberbio, le felicito -. Don Anselmo hizo su aparición saludando afectuosamente a todos los presentes. La música comenzó a sonar y a Águeda se le iluminaron los ojos al escuchar aquella melodía.

- Recuerdo que bailaba esta canción con mi padre cuando era tan solo una niña -. Se volvió hacia Raimundo. – Raimundo, ¿me hará el honor de bailar conmigo? -.

Él miró de reojo a Francisca que se había quedado con la boca abierta. Quiso disfrutar de ese momento y sin pensárselo respondió a Águeda dedicándole su sonrisa más seductora.

- El honor será mío -.

Un intenso bufido se escuchó de pronto y todos miraron a Francisca, que estaba roja de indignación. Y de celos. Jamás pensó que otra mujer podría llegar a arrebatarle en sus narices lo que ella consideraba propio moralmente. Raimundo era suyo. Ya tuvo que vivir una vez viendo como otra mujer disfrutaba de una vida a su lado. No soportaría vivirlo de nuevo. Pero su orgullo no le dejó reconocerlo.

- Iré a tomar un ponche -. Comenzó a caminar hacia la mesa, dejando a todos pasmados tras ella. – No pienso quedarme a observar cómo hacen el ridículo -. Se le escuchó farfullar a lo lejos.

…………..

¿Pero cómo se había atrevido ese maldito Ulloa a sacar a bailar a esa mujer, delante de ella? Bebió de un solo trago su segundo vaso de ponche. Se situó de espaldas a la plaza, pues se negaba a presenciar cómo esa mujerzuela se abrazaba a Raimundo mientras bailaban. Sus ojos empezaron a brillar por lágrimas que no quería derramar. Odiaba a Águeda Mesía con todas las fuerzas de su ser.  Se había propuesto arrebatarle todo y lo estaba consiguiendo. Pero nunca pensó de dentro de ese todo, también estaría su Raimundo. ¡Y el muy sinvergüenza le había sonreído de la misma manera que la sonreía a ella! Si seguía estrujando el vaso de aquella forma, terminaría por hacerle añicos delante de todos los presentes.

- Eso Francisca…sigue dando motivos para ser la comidilla de esta panda de destripaterrones -.

Se sirvió otro vaso de ponche, pero de pronto alguien se le arrebató de las manos.

- Será mejor que no sigas bebiendo Francisca -. La sensual voz de Raimundo junto a ella hizo que se estremeciera todo su cuerpo. – Unos muchachos le han añadido aguardiente a hurtadillas, y si sigues bebiendo de esta manera terminarás lamentándolo -.

Ella se volvió hacia él mientras arqueaba una ceja. - ¿Con qué derecho vienes a mí a decirme lo que tengo que hacer, tabernero? -. Miró a ambos lados. - ¿Y tu delicada acompañante? -. Se llevó la mano al pecho en fingida afectación. – No me digas que ya está agotada de tanto bailar la canción de su papá -.

Raimundo sintió que explotaba de gozo. Estaba celosa por más que ella se empeñara en ocultarlo.

- Está allí... -. Le indicó con la mano. -…hablando con su hija. Pero me prometió que en cuanto terminara seguiríamos bailando. Déjame decirte que es una excelente bailarina -.

Francisca mostró una mueca de burla, sujetándose las manos para no golpearle en toda la sesera. ¡Maldito Ulloa! Todos los hombres eran iguales. En cuanto veían unas faldas iban detrás como moscas. El problema es que a ella, todos los hombres le daban igual excepto ese.

- Me buscaré yo también un buen bailarín que me acompañe -. Le miró desafiante. – no vas a ser tú el único que se divierta -.

- Estás celosa -. Soltó de repente Raimundo. – Te mueres de celos por verme feliz junto a otra mujer, no lo niegues -.

Las mejillas se le encendieron. Estaba roja de indignación. Y de vergüenza porque él se había percatado del ataque de celos que le estaba consumiendo. Tal era su irritación, que se veía incapaz de proferir una respuesta mordaz a Raimundo.

- Ni en tus sueños, Ulloa -. Y salió despavorida hacia la mitad de la plaza. Pensó que había llegado el momento de marcharse de allí. Alejarse de las palabras de Raimundo y de su descarado coqueteo con Águeda. Pero no contó con que él salió tras ella, sujetándola suavemente del brazo y haciendo que se detuviera.

- Mejor no quieras saber cómo son mis sueños, Francisca -. Le susurró en el oído mientras la mantenía firmemente sujeta del brazo. Su respiración se volvió arrítmica y la mano de Raimundo le quemaba en el lugar por donde la mantenía asida.

- ¡Beso, beso, beso! -. Escucharon una voz que les gritaba insistentemente que se besaran. Apartándose como un resorte, se miraron desconcertados buscando a la persona que estaba profiriendo tales gritos.

- Pero cállate insensato -. Pedro Mirañar sujetaba a Hipólito que no hacía más que gritar que se besaran. El muchacho consiguió zafarse de su padre y se dirigió hasta el medio de la plaza, donde ellos estaban.

- Lo siento padre, pero es la tradición -. Tenía una sonrisa bobalicona en el rostro. – Y las tradiciones deben respetarse. Así que… ¡beso, beso, beso!  -. Comenzó de nuevo a gritar, acompañándose esta vez de las palmas.

- ¿Se puede saber que sandeces está diciendo su hijo, alcalde? -. Francisca tenía ganas de estrangular al muchacho con sus propias manos. Había conseguido que todos los presentes estuvieran con los ojos clavados en ellos dos. Y eso le ponía terriblemente furiosa.

- Discúlpele Doña Francisca, ya sabe que mi hijo no anda dotado de demasiadas luces… -.

- Es la tradición -. Volvió a interrumpir Hipólito. – Están bajo el muérdago y tienen que besarse -. Se giró hacia los parroquianos arengándoles a que se unieran a él con las palmas y pidieran todos juntos que Raimundo y Francisca se besaran.

La plaza se había convertido en un griterío. Y mientras ella asistía furiosa al espectáculo, Raimundo, cruzado de brazos a su lado, sonreía de medio lado disfrutando de la situación.

- ¿Te diviertes? -.  Le susurró Francisca visiblemente enfadada. – Tenemos que hacer que esto pare. Me niego a ser la comidilla del pueblo. Y borra esa estúpida sonrisa, porque no vamos a besarnos -.

Raimundo se acercó un poco más a ella. – Yo no tengo inconveniente -. Musitó junto a su oído. – Y además, si lo manda la tradición… -.

- ¡Eso es Raimundo! ¡Así se habla! – Hipólito palmeó su hombro feliz por haber conseguido convencerles.

- Te repito que ni lo sueñes Raimundo…- volvió a susurrarle Francisca. Quiso dar un paso para salir de la plaza, pero Raimundo la atrapó entre sus brazos acercándola hasta su pecho.

- Y yo te dije que mejor no quisieras conocer cómo eran mis sueños… -. Se acercó hasta sus labios. -…aunque te puedo asegurar que se asemejan bastante a este comienzo… -.

Se apoderó de su boca como único dueño de la misma. La tentó con los labios hasta que ella se rindió y abrió la boca, dando paso así a su lengua que se enredó con la de Francisca, danzando en un beso interminable que desató la algarabía de todos los presentes. Tras varios minutos, ella consiguió soltarse. Estaba mareada por la intensidad de aquel beso y casi desfallece de no ser porque Raimundo la mantenía sujeta con firmeza.

Tragó saliva separándose definitivamente de él. – Esto se acabó Raimundo… -.

Se dio media vuelta para alejarse, pero aún llegó a sus oídos la respuesta de él.

- Te equivocas Francisca. Esto no ha hecho más que empezar -.

domingo, 13 de diciembre de 2015

RECUERDOS DEL PASADO (Final)



No había tanta seguridad en su voz cuando se acercó a Raimundo y empezó a enjabonarle la cara, sin atreverse a mirarle a los ojos. Aunque podía sentir los de él clavados en ella. Comenzó a respirar de manera irregular. Estaban tan cerca el uno del otro, que hasta temía que Raimundo pudiera escuchar los latidos de su corazón.

- Ah… ahora estate muy quieto, ¿entendido? -. Le advirtió algo nerviosa.

Él quiso sonreír, pero se controló. - No podría moverme aunque quisiera… -. Musitó. En realidad, bien pensado, no deseaba estar en otro lugar que no fuese allí, junto a ella.

Se miraron unos instantes a los ojos antes de que una de las manos de Francisca se apoyara en su cuello, mientras con la otra hacía deslizar la cuchilla por su mejilla. Sus ojos seguían con cautela el movimiento de su mano, que se movía con delicadeza. Sin querer hacerle el menor rasguño.

Giró la cintura para limpiar la cuchilla en el agua fresca antes de continuar. Al hacerlo, uno de sus pechos quedó peligrosamente cerca del rostro de él. Tensó su espalda de tal manera, que Francisca lo percibió.

- ¿Te hice daño? -.

Él no contestó por lo que ella siguió el curso de su mirada, enrojeciendo cuando vio su pecho totalmente frente a sus ojos.

- Raimundo Ulloa -. Le amonestó. - ¿Qué…? ¿Qué se supone que estás haciendo? -.

Él alzó la mirada. La situación no podía resultar más incómoda, pero no tenía ninguna excusa que ofrecerle más que la verdad. 

- Francisca… -. Comenzó a decir.

- Ni Francisca ni pepinillos en vinagre -, se apartó de él. Queriendo mostrarse enfadada cuando en realidad tan solo quería esconder su turbación. - Esto no era una buena idea, no sé cómo pudo ocurrírseme en hacer algo parecido -.

Él suspiró. - Discúlpame de nuevo, Francisca. No quise… bueno sí quise mirarte, pero no debí hacerlo. No quería incomodarte -.

- ¿Tú…? -, ella lo miró de reojo, con el corazón queriendo salírsele del pecho ante las palabras de Raimundo. - ¿Tú querías… mirarme? -. Preguntó temerosa. Pero recordó también cómo él había recriminado su aspecto días atrás. Así que alzó el mentón y le dijo, - Me extraña tu comportamiento cuando hace apenas dos días no te gustaba para nada mi aspecto -.

Estaba dolida. Así que a eso venía todo aquello. Ese intento de ponerse su antiguo vestido había sido nada más por agradarle a él. Exactamente lo mismo que él había hecho sacando su traje del armario y utilizando aquel jabón que le había provocado un terrible sarpullido. Eran un par de tontos que preferían andar a la gresca o enmascarar sus sentimientos, en vez de asumirlos de una vez por todas.

Suspiró al tiempo que se levantaba de la butaca e iba hacia ella. 

- Estaba enfadado -. Dijo sin más.

- ¿Enfadado? -. Preguntó ella extrañada. - Y ¿por qué? -.

- Porque criticaste mi aspecto. Y heriste mi orgullo. Sí, no me mires de esa manera -, afirmó ante la mirada de ella. - No soportaba la idea de que… de que no me encontraras… -. Empezaba a sentir calor. Reconocer la verdad sobre lo que había pasado, le sonaba ridículo. Pero ya que había comenzado aquella confesión, era su deber terminarla. - De que no me encontraras atractivo -.

- ¡Pero eso no es…! -. Casi gritó ella de manera precipitada, aunque no terminó su frase. Calló. Ella no se sentía con las fuerzas suficientes para confesarse tal y como había hecho él. - Siéntate. He de terminar de afeitarte -.

Él la miró apenado, pero la obedeció sin pronunciar palabra. Volvió a tomar asiento y esperó pacientemente a que ella tuviera a bien continuar.

Francisca continuó afeitándole en silencio. Temblando cada vez que tenía que rozar su mejilla con la yema de los dedos. Sintiendo la respiración entrecortada de él en la palma de su mano. Aquello estaba resultando una tortura peor que la muerte.

Temblaba. Lo podía notar cada vez que sus manos le rozaban suavemente el rostro, y a pesar de todo, se negaba la posibilidad de que aquello pudiera ser cierto. Él mismo también lo hacía. Su perfume, la calidez de sus dedos sobre él. La cadente respiración que se volvía irregular por momentos. Estaba empezando a embriagarse de ella y le asustaba de manera terrible.

¿Qué esperaba que ocurriera? Ni en sus mejores sueños con ella habría imaginado que el día de hoy terminara de tamaña forma. En apenas dos días todo se había trastocado por completo. Es más, no había dejado de cometer una tontería tras otra, y nada más con el único fin de agradarla. Siempre ella, siempre Francisca. Caminaría sobre brasas ardiendo simplemente por ella. Pero no dejaba de tener miedo. Un sentimiento que no podía controlar, pues darse cuenta de que su amor por su pequeña seguía de manera tan viva en él, lo asustaba como a un chiquillo.

Deseaba huir y al mismo tiempo permanecer junto a ella lo que le restaba de vida. Cerró los ojos queriendo disfrutar de aquellos momentos con ella que no volverían a repetirse. Debía poner distancia con Francisca si no quería salir lastimado. Sintió como ella dejaba la cuchilla sobre la mesa del despacho y pasaba a limpiarle el rostro con un paño de lino. Tan delicadamente que creyó desfallecer. Ansiaba arrebatarle el paño, atrapar sus manos entre las suyas y beber de su boca hasta que estuviera saciado.

Ella probablemente lo rechazaría.

- No parece tan grave como parecía en un principio -, musitó ella, obligándole por tanto a abrir los ojos. Francisca no le miraba. Tan solo dejaba vagar las yemas de sus dedos por su mejilla ahora lampiña. - En un par de días estarás de nuevo en buen estado -.

- Gracias… -, le respondió mientras delineaba con su mirada el contorno de su perfecta mandíbula. Hasta terminar en sus labios sonrosados. Percibiendo cómo el corazón quería salírsele por la boca cuando advirtió que ella no parecía demasiado dispuesta a abandonar sus tímidas caricias.

- Se me hace raro verte así… -. Le dijo. No había escuchado apenas su agradecimiento. A pesar de la tortura que había supuesto para ella aquel inocente afeitado, no deseaba que el momento terminase. ¿Qué le quedaría después? ¿Qué burda excusa podría encontrar para poder volver a acariciarlo tal y como estaba haciendo en ese momento? Quiso apartarse. Dejar de seguir delatándose de aquella forma tan evidente. Y sin embargo no podía hacerlo.

Raimundo sonrió levemente. - Así te enamoraste de mí… -.

¿Por qué había dicho eso? ¿Cómo podía estar la razón gritándole que se alejara y al mismo tiempo, su corazón obligándole a permanecer a su lado? Definitivamente debía salir de allí. Antes de que cometiera una locura de la que más tarde pudiera arrepentirse.

Se puso en pie lentamente. Francisca no se apartó de él, pero seguía sin mirarle a los ojos. Percibió el ligero rubor que se adueñó de sus mejillas cuando sus cuerpos se rozaron. Francisca siempre fue mucho más valiente que él.

- Será mejor que me vaya -. Murmuró débilmente. - No deseo importunarte por más tiempo, Francisca -.

- Quédate -. Le pidió ella súbitamente en un suspiro. Casi como una súplica.

Mala idea. Terrible idea más bien. ¿Qué pasaría si se quedaba? Demasiado era todo aquello que los separaba. Quedarse sería una completa locura que afectaría a demasiada gente. No podría olvidar aquello. Todo el daño que se habían ocasionado no podía quedar borrado en un instante.

Pero la amas… Y tu amor por ella es más fuerte que todo lo demás…

Esa era la única verdad de su vida. Por más que Francisca le había humillado a lo largo de los años, siempre estaría dispuesto a olvidar todo por uno solo de sus besos. Sin embargo esa certeza le dañaba.  Silenció por tanto aquello que su corazón le suplicaba, por dejarse llevar una vez más por la razón. Por el miedo.

- ¿Quedarme? -. Le preguntó burlón, apartándose de ella y sintiendo que se le desgarraba el alma al mismo tiempo. - ¿Para que sigas humillándome? ¿Qué nueva treta tienes preparada esta vez, Francisca? -. Bajó la mirada, incapaz de seguir mirándola a los ojos mintiéndole de manera tan descarada. - Jamás debí venir. Esa es la única realidad -.

Ella sintió sus palabras y su mirada como un golpe terrible en las costillas que le robó hasta la respiración. Le había notado temblar bajo sus manos. Incluso sus palabras minutos antes le habían hecho creer que todo podía cambiar entre ellos. ¿Cómo podía haberse transformado de repente? No. No había malinterpretado su actitud anterior. Raimundo demostraba el mismo sentir que ella. Sintió la furia nacer en su interior. Cobarde. Nuevamente se comportaba como un maldito cobarde incapaz de asumir sus propios sentimientos.

Alzó el mentón, orgullosa. - Vete entonces. Nada ganas permaneciendo aquí contra tu voluntad -. Escupió las palabras sin ninguna contención. - No me importa lo que hagas o dejes de hacer. Nunca me ha importado en realidad -. Aferró sus manos al borde de la mesa hasta que le dolieron los nudillos. - ¿Creías que mostraba alguna preocupación por ti? -, empezó a carcajearse mientras el corazón se le rompía.

Raimundo comenzó a respirar con fuerza. No contaba con aquel repentino ataque de Francisca. - Para no importarte nada de mí, bien que te calaron mis palabras del otro día junto al río -. Volvió a recorrerla con la mirada. - Aunque veo que tu verdadera naturaleza, resurge de nuevo -, señaló su indumentaria con el dedo. - Oscura -. Sentenció.

Francisca bufó furiosa. - Creo que al respecto, puedo decir exactamente lo mismo de ti. Y sino, a las pruebas me remito -. Arqueó una ceja. - Y ahora lárgate de aquí sino quieres que te eche a patadas yo misma -. Avanzó unos pasos hacia él. - Descastado -.

Él permaneció inalterable. - Déspota -.

Sus ojos refulgían furiosos. - Cobarde -.

- Orgullosa -. Avanzó él un par de pasos.

Su pecho comenzó a subir y bajar, preso de la fuerte agitación que le acuciaba. Acortó la distancia que le separaba de él, dando un par de pasos más.

- Mentiroso -.

Raimundo hizo lo propio, eliminando ya el escaso espacio que los mantenía distantes.

- Mentirosa -.

Fue la última palabra que pronunció antes de apoderarse de sus labios y enlazar sus manos tras la cintura de ella, pegándola a su cuerpo tanto como le fue posible. Francisca se resistió, revolviéndose en su abrazo hasta que él liberó su boca en busca de oxígeno.

Ambos se miraron a los ojos. Con rabia. Con furia. Con deseo. Las manos de Francisca se apoyaron en su pecho, empujándole hasta que su espalda chocó contra la puerta. Después, se abalanzó sobre su boca, devorándola con auténtico delirio. Pasado aquel arrebato descontrolado, comenzaron a acariciarse con ternura. Rozando sus bocas en breves y dulces contactos. Asumiendo que tras 30 años de disputas y amor en la sombra, algo había cambiado para siempre.

martes, 8 de diciembre de 2015

RECUERDOS DEL PASADO (Parte 4)



Ambos se quedaron en silencio unos minutos. Mirándose nada más. Fue Raimundo quien lo rompió primero. - Siento mucho mi comportamiento. No pretendía ofenderte… es solo que… -, suspiró. Era inútil ocultar la realidad. Y prefería que ella la conociera antes de que se quedara con la impresión de que un puñado de liendres se había adueñado de su barba. -… me turbó tu comentario acerca de esta desazón que me corroe. No sé muy bien lo que me ocurre, pero te aseguro que es un picor insoportable -. Terminó diciendo mientras llevaba su mano hasta el rostro con intención de rascarse de nuevo.

Pero Francisca le detuvo en el aire, tomando su mano con suavidad, aunque soltándola rápidamente al sentir su cálido contacto. Sin dejar de mirarle a los ojos, acarició su mentón, por encima de la barba. Y abandonando por primera vez sus ojos, bajó la mirada hasta el punto en el que se encontraba su mano.

- Tienes la piel enrojecida… -. Murmuró. - Parece un tipo de sarpullido… -.

Siguió acariciando suavemente hasta que le escuchó suspirar. Entonces, súbitamente, apartó su mano y se distanció de él unos pasos, dándole la espalda y cubriéndose con los brazos. Consciente de que había permanecido demasiado tiempo de esa guisa frente a sus ojos.

- Seguro que ha sido por algo que tengas en ese tugurio en el que mal vives -. Se mordió el labio inferior casi al mismo tiempo en que pronunciaba aquellas palabras. Llevaba tanto tiempo conviviendo con su orgullo herido e hiriente, que se había acostumbrado a que fuera él quien hablara por ella en casi todas las ocasiones.

Cerró los ojos al escuchar cómo Raimundo dejaba escapar el aire lentamente. - ¿Quién humilla ahora, Francisca? -. Musitó. - Será mejor que me vaya… -.

- ¡Espera! -, gritó, haciendo que él se girara de nuevo para encararla. Ni siquiera sabía que extraño impulso le había obligado a detener su marcha. Su mente trató de maquinar una buena excusa para ello, pero no la encontró. Tan solo, la necesidad de disculparse, como él lo había hecho antes con ella. - Discúlpame si en algo te he ofendido, Raimundo -. Alzó el mentón. - Y… te pido que me esperes aquí unos instantes. He de ir a por algo -.

Erguida como un palo, y con toda la dignidad y amor propio que le quedaba, se agachó para recoger el vestido y pasó por su lado, mirándole de reojo. Bufó cuando se dio cuenta de que él la miraba abiertamente y sonreía. Entrecerró los ojos y lo miró furiosa. - Deja ya de mirarme de esa manera tan… -, no era capaz de encontrar las palabras adecuadas. - Sabes perfectamente a qué me refiero. No es… decente -.

Y salió des despacho escuchando a sus espaldas las sonoras carcajadas de Raimundo.

Cuando él se hubo quedado a solas, suspiró al tiempo que se rascaba de nuevo la barba.

- Preciosa, amor… siempre estás preciosa ante mis ojos… -.

………………………..

Subió las escaleras casi a la carrera, deseosa de llegar lo antes posible a su habitación y poder ponerse algo de ropa encima. Jamás en su vida había pasado mayor vergüenza que hacía unos instantes en la biblioteca. Y a pesar de todo, lo que menos le importaba es que hubiese sido ante Raimundo. Se sonrió avergonzada al recordarlo. Si no hubiese sido tan tozuda de querer entrar en aquel vestido que ya no le servía, nada de esto habría sucedido.

Su sonrisa se borró del rostro al evocar también la profunda mirada de Raimundo recorriéndole el cuerpo. Eran ya muchos años sin sentir la mirada de un hombre sobre ella, y mucho menos la de él. Que en realidad, era la única que le importaba. Y si mal no recordaba, los ojos de él se habían oscurecido de deseo mientras la miraba.

Respiró con fuerza mientras corría al armario en busca de algo de ropa que ponerse encima. Después, salió de su alcoba para dirigirse a la habitación de Tristán y después a la cocina.

……………………………

Nunca en su vida había pasado mayor vergüenza. Cuando cogiera a ese atontado de Hipólito, le iba a despellejar el pescuezo a base de collejas. Aunque en realidad, la culpa había sido suya. ¿Cómo pudo ser tan estúpido de comprarse un jabón para lavar su barba?

La respuesta es bastante evidente, se dijo mentalmente. Querías impresionar a Francisca y que quedara prendada de ti de nuevo. No soportabas la idea de que ella no te encontrase ya atractivo 

- ¡Cállate! ¡Maldita sea! -. Bufó furioso en el mismo momento en que la puerta se abrió. Era Francisca. Con un oscuro y recatado vestido negro. Y a pesar de todo, él no podía encontrarla más preciosa que en aquel instante.

- ¿Se puede saber con quién hablas? ¿Una de esas liendres que habitan en tu poblada y lustrosa barba ha reptado hasta tu cerebro trastornándote ya por completo? -.

Él quiso replicarle, pero dicha réplica quedó perdida en el olvido cuando observó cómo ella sonreía levemente. Hacía tanto tiempo que las bromas habían desaparecido entre ellos, que no había sido capaz de reconocer una de ellas en ese momento.

- Muy graciosa -. Se limitó a decir. - ¿Qué es eso que traes? -. Le preguntó extrañado al ver la caja que portaba en sus manos.

De pronto, la puerta del despacho se abrió, y entró Rosario con una palangana llena de agua.

- Aquí tiene Señora, ¿dónde desea que la ponga? -. 

- Sobre la mesa -, le indicó con una mano.

- Retírate ya y que nadie venga a molestarme, ¿entendido? -.

La mujer se limitó a asentir con la cabeza mientras aguantaba una sonrisa. No pudo evitar aun así dedicar una mirada de reojo a Raimundo, que iba a desgarrarse la piel del rostro como siguiera rascándose de aquella manera. Tuvo que morderse los labios para no estallar en carcajadas. Sabía perfectamente lo que Francisca iba a hacer, pues había reconocido la caja de Tristán.

Cuando la puerta se cerró, Francisca se acercó hasta la mesa dándole la espalda. Abrió la caja y suspiró.

- ¿Qué es lo que pasa aquí, Francisca? ¿Para qué es esa agua? -. Su voz comenzaba a temblar dada su inquietud. - ¿Qué es lo que pretendes? -.

Ella se dio la vuelta lentamente mostrándole lo que llevaba en su mano. Era una cuchilla.

- Voy a afeitarte esa barba, Raimundo -.

Raimundo abrió los ojos como platos. - Perdona Francisca, creo que no te escuché bien. Que tú… ¿qué? -, retrocedió un par de pasos, asustado y sin dejar de mirar la cuchilla. - Creo que definitivamente, será mejor que me vaya -.

Ella le miró arqueando una ceja. - Vamos Raimundo, no seas chiquillo. Es más que evidente que te ha brotado un sarpullido, Dios sabe a causa de qué… -, le decía mientras movía la cuchilla en el aire. - Lo mejor es que te afeites. Y no hay más que hablar -.

Raimundo era incapaz de perder de vista la condenada cuchilla y seguía con su cabeza todos los movimientos de su mano. Al ver que Francisca se acercaba decidida a él, elevó los brazos a modo de barrera, mirándola esta vez a los ojos.

- Fran… Francisca… si todo esto es porque antes me atreví a mirarte de esa manera que tú consideras indecorosa… -, seguía dando pasos hacia atrás, queriendo alejarse de ella y de ese arma mortífera que tenía en las manos. -… te aseguro que no hubo mala intención… Te… ¡Te miraba con buenos ojos! -. Se defendió.

Un intenso sofoco ante su comentario, junto con unas terribles ganas de carcajearse ante su comportamiento se adueñaron de ella. Y decidió seguir “jugando” un poco con él. Ese momento de distensión, de confianza entre ellos, le hacía volver a sentirse joven. Volver a sentirse viva.

- ¿Con buenos ojos? -. Preguntó insinuante, moviendo la cuchilla entre sus dedos mientras se acercaba lentamente a él. - Y ¿cómo de apreciativa era tu mirada? -.

Él tragó saliva al tiempo que volvía a descender su mirada hacia la cuchilla. - Vamos, Francisca, esto es absurdo. Me iré de aquí y santas pascuas. Ya me afeitaré yo mismo en casa o buscaré otra… solución ¿de acuerdo? Pero ahora… aparta eso -.

Francisca bufó irónica. - Pero ¿piensas acaso, maldito tabernero, que voy a rebanarte el pescuezo con una cuchilla de afeitar? ¿Por quién me tomas? -. Se acercó hasta ponerse frente a él. - Además... -, apartó la mirada de él, perdiéndola en sus propias elucubraciones. -… sería demasiado… sangriento. Y no veas lo mal que se quita la sangre de las alfombras… No, definitivamente, puedes estar tranquilo. No voy a matarte con esta cuchilla -. Fijó de nuevo sus ojos en los suyos sonriendo de manera imperceptible. - . Y ahora, deja de comportarte como un crio y siéntate ahí. No hay más que hablar -.

Raimundo permaneció perdido en sus ojos durante unos instantes que le resultaron demasiado efímeros. Por primera vez en mucho tiempo, estaba cómodo en su compañía, y eso le alegraba y le aterraba a la vez. Temía ser el único que se sintiera de aquella manera.

- Mandona -, la llamó antes de ir hacia la butaca junto a la mesa y sentarse en ella refunfuñando en voz baja.

- Insolente -. Replicó ella.

Raimundo sonrió cuando ella se acercó a la mesa para coger el jabón. Dándole la espalda. La idea de que le afeitase le resultaba de lo más… turbadora. Puso sus manos sobre las rodillas y esperó.

- Bueno, pues… allá vamos… -.