La calesa con el membrete de los
Montenegro se movía con un ligero repiqueteo por los senderos de gravilla que
separaban la Casona de la plaza del pueblo.
- Si tan molesto le resulta tener
que acudir para asistir a este acto organizado por el alcalde, nos habíamos
quedado en casa y santas pascuas -.
Tristán, sentado en frente de su
madre en la calesa, llevaba casi diez minutos escuchando la incesante perorata
de Francisca, que no hacía más que refunfuñar por tener que mezclarse con esa panda de desarrapados como ella les llamaba.
– Yo mismo tengo tan pocas ganas
de ir como usted -, le respondió mientras aprovechaba para mirar por la
ventanilla.
- Hijo, parece mentira que digas
eso -. Francisca miraba desconcertada al joven, como si sus palabras hubieran sido
pronunciadas por un demente. – Sabes de sobra que somos la máxima autoridad de toda
la comarca, y como tal, debemos estar presentes en todas y cada una de las absurdas
pantomimas que nuestro ilustre alcalde tiene a bien celebrar -. Pero en el fondo, se sentía igual que su
hijo. Tenía muy pocas ganas de estar allí, y no solo por la terrible migraña
que empezaba a hacer su aparición. Sino porque no se encontraba con las fuerzas
suficientes para ver de nuevo a Raimundo. Cada vez que llegaban las navidades,
ese extraño corazón suyo tenía por bien extrañarle terriblemente. Le encantaba
hacerle saber lo sola que estaba sin él a su lado.
Notaron que estaban próximos a su
destino cuando empezaron a escuchar en la lejanía a la banda municipal
interpretando alguno de los villancicos más populares. La calesa se detuvo a
unos metros de la plaza. Tristán fue el primero en descender, ofreciendo
caballeroso el brazo a su hermana Soledad primero, y a su madre después.
Majestuosa y vestida con sus
mejores galas, causó sensación cuando las gentes del pueblo la vieron entrar en
la plaza acompañada de sus hijos. Dibujando en su rostro su sonrisa más
educada, fue saludando a los miembros en pleno del ayuntamiento hasta llegar al
alcalde, Don Pedro Mirañar que estaba acompañado por la cotilla de su mujer
Dolores a la derecha y el inepto de su hijo Hipólito a su izquierda.
Unos ojos castaños seguían todos
y cada uno de sus movimientos, muy a su pesar. Pero es que no podía evitar que
la boca se le secara cada vez que la veía, que su corazón peleara contra sus
costillas por querer escapar de su pecho, y que las manos le doliesen por
tocarla.
- La verdad es que la plaza ha
quedado preciosa con la decoración navideña -. La suave voz de Águeda, situada
a su lado le hizo volver a la realidad. Esbozó una tímida sonrisa antes de
responderle.
- Reconozco que por una vez, el
alcalde ha tenido buen gusto y mesura. Por supuesto su aportación, Doña Águeda,
ha sido indispensable para encontrarnos con lo que hoy tenemos ante nuestros
ojos -.
La mujer sonrió con dulzura
posando ligeramente su mano sobre su brazo. – Me adula usted Raimundo. Yo solo
puse mis servicios a disposición del pueblo -.
Francisca Montenegro les fulminó
con la mirada. Había recorrido con la mirada todos y cada uno de los rincones
de la plaza, buscándole de manera sutil. Y ahí les vio. Apostados en la puerta
de la taberna mientras esa mujer le dedicaba a Raimundo una estúpida sonrisa.
La sangre le hervía en las venas. No solo estaba viéndose desplazada por la
Señora Mesía como miembro ilustre del pueblo, granjeándose la simpatía de todos
los habitantes del lugar. Aunque eso, en cierta medida, era capaz de tolerarlo
aunque su ego se viera seriamente dañado. Pero lo que no sería capaz de
soportar era ver como esa mosquita muerta posaba sus ojos sobre alguien
totalmente prohibido para ella. Raimundo Ulloa.
Como si percibiera el intenso
escrutinio de Francisca sobre ellos, Raimundo volvió la mirada de nuevo hacia
la plaza haciendo que sus ojos se encontraran. Una profunda e invisible
descarga eléctrica que solamente ellos sintieron, trazó un camino serpenteante
que tenía como origen y destino a dos corazones que comenzaron a palpitar al
mismo ritmo. Apenas escuchaban las voces y los cantos a su alrededor, y se
sentían incapaces de apartar la mirada. Era una auténtica batalla visual que
Francisca perdió, pues su punzante dolor de cabeza, sumado al temblor de sus
rodillas le obligó a sostenerse sobre el brazo de su hijo, que la miró
preocupado.
- Madre, ¿se encuentra bien? -. Su
cara no presentaba buen color. Definitivamente, no deberían haber haberse
presentado allí.
- Si hijo, no te preocupes -. Se
recompuso a duras penas, pues lo último que deseaba era dar un espectáculo allí
mismo.
Aguantándose las ganas de
acercarse hasta ellos para soltar alguna de sus típicas pullas, permaneció en
su sitio, pues el alcalde estaba a punto de comenzar su discurso, conmemorando
la inauguración de los festejos con motivo de las próximas celebraciones
navideñas. Fingiendo que mantenía interés por las engoladas palabras que Pedro
Mirañar estaba dedicando al populacho, se dedicó a recorrer la plaza con la
mirada, deteniéndose sorprendida en la exquisita ornamentación que ondeaba por
los ventanales y puertas de todos los edificios que bordeaban la plaza. Tenía
que reconocer que este año, todo había sido decorado con muy buen gusto. Sus
ojos brillaban bajo el reflejo de los coloridos adornos dulcificando su mirada
y haciéndole regresar a las navidades que vivió de niña junto a sus padres.
Dibujó una imperceptible sonrisa provocada por los recuerdos, dejando que su
mirada siguiera vagando por el lugar. Hasta que llegó de nuevo hasta los ojos
de Raimundo que la seguían observando con un tinte especial. Algo que no se
paró a descifrar por temor a lo que sus propios sentimientos pudieran revelarle.
Y otra vez se vio atrapada en ellos, siendo incapaz de apartarse.
- Dicho lo cual, queridos
puentevejeros, quedan inaugurados los festejos navideños en este nuestro pueblo
-.
El hecho de que Tristán soltara su
brazo para poder aplaudir el fin del discurso del alcalde, la obligó a apartar
la mirada de Raimundo por segunda vez en esa noche. Como un autómata se unió a
los aplausos inclinando la cabeza levemente a Don Pedro, que buscaba su
aprobación con la mirada.
- Y ahora, disfrutemos de un poco
de música y de los dulces típicos de estos días, cortesía de nuestra familia,
los Mirañar -. Dolores se había situado delante de su esposo cobrando ella de
pronto todo el protagonismo. – Los
encontraran en la mesa del fondo… -, señaló con la mano, -…junto con el mejor
ponche de huevo de toda Asturias -.
- Dolores, ¡por favor! Haz el
favor de comportarte mujer… -. Tomando a su mujer del brazo, bajaron del
improvisado escenario para acercarse hasta Francisca, que enseguida puso cara
de fastidio en cuanto les vio encaminarse hacia ella, pero que disimuló con una
sonrisa cuando estuvieron junto a ella.
- Qué honor tenerla aquí Doña
Francisca, a usted y a sus hijos, tan queridos aquí en nuestro pueblo -. Besó
su mano con cortesía mientras Francisca alzaba una ceja por su atrevimiento.
Nunca en todos los años que se conocían, Pedro Mirañar se había atrevido a una
muestra de educación de ese calibre. - ¿Qué le ha parecido mi discurso?
¿Demasiado navideño? ¿Acertado? ¿Poderoso? -.
- Largo -. Contestó ella sin
ningún miramiento. Los ojos del alcalde, abiertos como platos y la mirada de
Tristán regañándola por su respuesta, le obligó a añadir. - Pero déjeme
felicitarle por la decoración de este año. Es magnífica -.
Pedro sonrió temeroso. – Se lo
agradezco Doña Francisca, pero he de reconocerle que le mérito no ha sido
exclusivamente mío -. Tragó saliva ante lo que iba a decir. – Recibí…un poco de
ayuda -.
Francisca frunció el ceño. - ¿Qué
quiere decir? ¿Ayuda? ¿Y de quién si puede saberse? -.
- Mía, Doña Francisca -.
Todos los presentes se volvieron
hacia la dueña de aquella voz, que se mostró ante ellos acompañada de Raimundo
Ulloa que le ofrecía galante su brazo.
Si las miradas matasen, estaba
seguro de que hubiera perecido allí mismo delante de todos. Raimundo sintió un
especial placer al percibir el enfado en los ojos de Francisca. Verla mostrando
aquel endemoniado carácter le hacía volver a sentirse vivo. Y cada vez más
enamorado de ella.
- Muy buenas noches a todos -, habló Águeda. – Le agradezco el cumplido Doña Francisca. Me alegra saber que
todo mi esfuerzo por decorar esta bonita plaza ha valido la pena -. Rozó con su
mano el brazo de Raimundo que la sostenía y servía de apoyo, provocando que las
facciones de Francisca se tensasen de manera instantánea. Águeda sonrió para
sus adentros. Había logrado ponerla furiosa.
Viendo la tormenta que se
avecinaba, Tristán salió al paso ofreciendo su mano a Raimundo que la estrechó
de inmediato.
- Raimundo ¿cómo le va? -. El
joven sonrió de medio lado. – No he visto por aquí a Sebastián. Espero que las
cosas le marchen tal y como él deseaba -. Se percibía el tono preocupado en su
voz.
- Está bien, no te preocupes
Tristán. Solo anda cargado de trabajo estos días -. Se volvió hacia Francisca,
que tenía los ojos clavados en los brazos entrelazados de él y Águeda.
¿Vislumbró tal vez celos en su mirada? Aquello sería tan
maravilloso…significaría que, después de todo, él no le era del todo
indiferente.
- Buenas noches Francisca. Te ves
radiante -.
Se quedó muda en el sitio, sin
saber qué decir. Lo último que esperaba de Raimundo en ese momento era un
cumplido.
- Gracias…Raimundo… -. Estaba
descolocada. Se sentía furiosa por haberles encontrado juntos, y encima ver
cómo esa horrible mujer se colgaba de su brazo y le sonreía sin cesar, hacía
que le reconcomieran los celos. Raimundo era suyo. Solamente ella podía
agarrarle de aquella forma. Y no es que quisiera hacerlo. Por supuesto que no.
- Alcalde, un discurso soberbio,
le felicito -. Don Anselmo hizo su aparición saludando afectuosamente a todos
los presentes. La música comenzó a sonar y a Águeda se le iluminaron los ojos
al escuchar aquella melodía.
- Recuerdo que bailaba esta
canción con mi padre cuando era tan solo una niña -. Se volvió hacia Raimundo. – Raimundo,
¿me hará el honor de bailar conmigo? -.
Él miró de reojo a
Francisca que se había quedado con la boca abierta. Quiso disfrutar de ese
momento y sin pensárselo respondió a Águeda dedicándole su sonrisa más
seductora.
- El honor será mío -.
Un intenso bufido se escuchó de
pronto y todos miraron a Francisca, que estaba roja de indignación. Y de celos.
Jamás pensó que otra mujer podría llegar a arrebatarle en sus narices lo que
ella consideraba propio moralmente. Raimundo era suyo. Ya tuvo que vivir una
vez viendo como otra mujer disfrutaba de una vida a su lado. No soportaría
vivirlo de nuevo. Pero su orgullo no le dejó reconocerlo.
- Iré a tomar un ponche -. Comenzó
a caminar hacia la mesa, dejando a todos pasmados tras ella. – No pienso quedarme
a observar cómo hacen el ridículo -. Se le escuchó farfullar a lo lejos.
…………..
¿Pero cómo se había atrevido ese
maldito Ulloa a sacar a bailar a esa mujer, delante de ella? Bebió de un solo
trago su segundo vaso de ponche. Se situó de espaldas a la plaza, pues se
negaba a presenciar cómo esa mujerzuela se abrazaba a Raimundo mientras
bailaban. Sus ojos empezaron a brillar por lágrimas que no quería derramar.
Odiaba a Águeda Mesía con todas las fuerzas de su ser. Se había propuesto arrebatarle todo y lo estaba
consiguiendo. Pero nunca pensó de dentro de ese todo, también estaría su
Raimundo. ¡Y el muy sinvergüenza le había sonreído de la misma manera que la
sonreía a ella! Si seguía estrujando el vaso de aquella forma, terminaría por
hacerle añicos delante de todos los presentes.
- Eso Francisca…sigue dando
motivos para ser la comidilla de esta panda de destripaterrones -.
Se sirvió otro vaso de ponche,
pero de pronto alguien se le arrebató de las manos.
- Será mejor que no sigas bebiendo
Francisca -. La sensual voz de Raimundo junto a ella hizo que se estremeciera
todo su cuerpo. – Unos muchachos le han añadido aguardiente a hurtadillas, y si
sigues bebiendo de esta manera terminarás lamentándolo -.
Ella se volvió hacia él mientras
arqueaba una ceja. - ¿Con qué derecho vienes a mí a decirme lo que tengo que
hacer, tabernero? -. Miró a ambos lados. - ¿Y tu delicada acompañante? -. Se
llevó la mano al pecho en fingida afectación. – No me digas que ya está agotada
de tanto bailar la canción de su papá -.
Raimundo sintió que explotaba de
gozo. Estaba celosa por más que ella se empeñara en ocultarlo.
- Está allí... -. Le indicó con la
mano. -…hablando con su hija. Pero me prometió que en cuanto terminara
seguiríamos bailando. Déjame decirte que es una excelente bailarina -.
Francisca mostró una mueca de
burla, sujetándose las manos para no golpearle en toda la sesera. ¡Maldito
Ulloa! Todos los hombres eran iguales. En cuanto veían unas faldas iban detrás
como moscas. El problema es que a ella, todos los hombres le daban igual
excepto ese.
- Me buscaré yo también un buen
bailarín que me acompañe -. Le miró desafiante. – no vas a ser tú el único que
se divierta -.
- Estás celosa -. Soltó de repente
Raimundo. – Te mueres de celos por verme feliz junto a otra mujer, no lo
niegues -.
Las mejillas se le encendieron.
Estaba roja de indignación. Y de vergüenza porque él se había percatado del
ataque de celos que le estaba consumiendo. Tal era su irritación, que se veía
incapaz de proferir una respuesta mordaz a Raimundo.
- Ni en tus sueños, Ulloa -. Y
salió despavorida hacia la mitad de la plaza. Pensó que había llegado el
momento de marcharse de allí. Alejarse de las palabras de Raimundo y de su
descarado coqueteo con Águeda. Pero no contó con que él salió tras ella,
sujetándola suavemente del brazo y haciendo que se detuviera.
- Mejor no quieras saber cómo son
mis sueños, Francisca -. Le susurró en el oído mientras la mantenía firmemente
sujeta del brazo. Su respiración se volvió arrítmica y la mano de Raimundo le
quemaba en el lugar por donde la mantenía asida.
- ¡Beso, beso, beso! -. Escucharon
una voz que les gritaba insistentemente que se besaran. Apartándose como un
resorte, se miraron desconcertados buscando a la persona que estaba profiriendo
tales gritos.
- Pero cállate insensato -. Pedro
Mirañar sujetaba a Hipólito que no hacía más que gritar que se besaran. El
muchacho consiguió zafarse de su padre y se dirigió hasta el medio de la plaza,
donde ellos estaban.
- Lo siento padre, pero es la
tradición -. Tenía una sonrisa bobalicona en el rostro. – Y las tradiciones
deben respetarse. Así que… ¡beso, beso, beso!
-. Comenzó de nuevo a gritar, acompañándose esta vez de las palmas.
- ¿Se puede saber que sandeces
está diciendo su hijo, alcalde? -. Francisca tenía ganas de estrangular al
muchacho con sus propias manos. Había conseguido que todos los presentes
estuvieran con los ojos clavados en ellos dos. Y eso le ponía terriblemente
furiosa.
- Discúlpele Doña Francisca, ya
sabe que mi hijo no anda dotado de demasiadas luces… -.
- Es la tradición -. Volvió a interrumpir
Hipólito. – Están bajo el muérdago y tienen que besarse -. Se giró hacia los
parroquianos arengándoles a que se unieran a él con las palmas y pidieran todos
juntos que Raimundo y Francisca se besaran.
La plaza se había convertido en
un griterío. Y mientras ella asistía furiosa al espectáculo, Raimundo, cruzado
de brazos a su lado, sonreía de medio lado disfrutando de la situación.
- ¿Te diviertes? -. Le susurró Francisca visiblemente enfadada. –
Tenemos que hacer que esto pare. Me niego a ser la comidilla del pueblo. Y
borra esa estúpida sonrisa, porque no vamos a besarnos -.
Raimundo se acercó un poco más a
ella. – Yo no tengo inconveniente -. Musitó junto a su oído. – Y además, si lo
manda la tradición… -.
- ¡Eso es Raimundo! ¡Así se habla!
– Hipólito palmeó su hombro feliz por haber conseguido convencerles.
- Te repito que ni lo sueñes
Raimundo…- volvió a susurrarle Francisca. Quiso dar un paso para salir de la
plaza, pero Raimundo la atrapó entre sus brazos acercándola hasta su pecho.
- Y yo te dije que mejor no
quisieras conocer cómo eran mis sueños… -. Se acercó hasta sus labios. -…aunque
te puedo asegurar que se asemejan bastante a este comienzo… -.
Se apoderó de su boca como único
dueño de la misma. La tentó con los labios hasta que ella se rindió y abrió la
boca, dando paso así a su lengua que se enredó con la de Francisca, danzando en
un beso interminable que desató la algarabía de todos los presentes. Tras
varios minutos, ella consiguió soltarse. Estaba mareada por la intensidad de
aquel beso y casi desfallece de no ser porque Raimundo la mantenía sujeta con
firmeza.
Tragó saliva separándose
definitivamente de él. – Esto se acabó Raimundo… -.
Se dio media vuelta para
alejarse, pero aún llegó a sus oídos la respuesta de él.
- Te equivocas Francisca. Esto no
ha hecho más que empezar -.