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viernes, 30 de octubre de 2015

POR SIEMPRE JAMÁS (Final)



Se dibujó en su rostro una sonrisa sin haber abierto todavía los ojos. ¿Qué perdía por permanecer así unos segundos más? Por primera vez en su vida era feliz. Tanto, que todo parecía formar parte de un sueño que jamás se permitió tener. Puede que tal vez sí lo hiciera en su juventud, pero el tiempo se encargó de arrebatarle las ilusiones, incluso las ganas de vivir.

Quién iba a decirle que por un golpe del destino, de ese mismo que le había arrebatado todo, volvería a tener el mundo a sus pies. Lo que siempre deseó realmente. A él.

No se resistió a continuar durante más tiempo con los ojos cerrados. Ladeó su cabeza muy lentamente al tiempo que sus párpados se abrían hasta fijar la vista en la causa de su felicidad. Raimundo dormía tan plácidamente a su lado que se contentó con poder mirarle en silencio. Ansiaba aprender de nuevo su cuerpo, cada rasgo que marcaba su piel… El rubor tiñó sus mejillas al rememorar la noche que habían compartido. A su edad… Se aguantó las ganas de reír. Ambos se habían descubierto con una pasión tan arrebatadora como si de propios zagales se tratara.

Probablemente el hecho de todo lo que habían padecido a lo largo de sus vidas, les había hecho apreciar con más vehemencia la verdadera riqueza que ahora poseían. Se tenían el uno al otro y no necesitaban nada más.

- Buenos días, princesa -, le susurró Raimundo mientras sus brazos la atraían. Y sus labios tomaban los suyos.

- Buenos días, zalamero -, sonrió cuando aquel beso comenzó a convertirse en breves roces de su boca. Disfrutando cada uno de ellos como si del último se tratase.

- ¿Me estabas observando dormir o han sido imaginaciones mías? -.
Francisca acarició su barba con un suave toque de sus dedos mientras sus ojos, velados de amor, se negaban a apartarse de los suyos. 

- Que no crezca tu ego, Raimundo, pero sí. No puedo negarlo -, trazó un sendero desde su mentón hasta su boca, recorriendo su contorno. - Aún no puedo creer que estés aquí conmigo… que vayamos a casarnos… -, suspiró. - Esto es una completa locura -.

- Loco estoy yo por ti -, respondió Raimundo, besando sus labios con dulzura. - Francisca, locura es pasar junto a ti cada día y no poder besarte, acariciarte… decirte que te amo… No has de estar temerosa, mi cielo -.

- ¿Tú no lo estás? -, le preguntó. - Quiero decir… será un cambio trascendental en nuestras vidas. Tal vez sea eso lo que me verdaderamente me inquieta -, sonrió de medio lado. - Temo llegar a depender tanto de ti, de tu amor, que no pueda vivir si te pierdo de nuevo -.

- ¿Y por qué ibas a perderme? -, le preguntó. - Esta vez, no -, afirmó con rotundidad. - No sé hasta qué punto puedas considerar la palabra de un pobre viejo que vive y respira solo por amarte… pero te juro que voy a estar junto a ti cada día, cada hora, cada minuto que me quede de aliento… -. Exhaló un suspiro. - ¿Miedo? Estando a tu lado no tengo miedo de nada, amor mío -

………………….

Observó su imagen reflejada en el espejo que había al fondo de su alcoba. Con la emoción todavía bañando sus ojos, acarició con la yema de los dedos el suave satén de su vestido blanco mientras a su mente acudían las imágenes de sus esponsales con Raimundo.

Estaba desposada con el hombre que amaba. Que siempre había amado desde que tenía uso de razón. Ni siquiera sabía si era merecedora de tanta dicha…

Cerró un instante los ojos, queriendo preservar en su memoria tantos momentos de dicha como estaba viviendo desde que Raimundo atrancó su puerta y les obligó a sincerarse de una vez por todas. ¡Cuántos sinsabores habrían evitado de haber sido sinceros el uno con el otro desde el principio…! Si ese orgullo desmedido del que ambos habían hecho gala a lo largo de los años no hubiese dictado cada renglón que escribía su historia…

Sintió de pronto el calor de su cuerpo tras ella, y sin embargo, no abrió los ojos. Simplemente, sonrió. Permitió que se acercara y que le rodeara con sus brazos antes de abrirlos y cruzar su mirada con la suya a través del espejo. Apoyó la cabeza en su hombro y se dejó embriagar por su aroma, por su calidez…

- Señora Ulloa, está usted preciosa -, murmuró besando su cuello a continuación.

- ¿Se puede morir de felicidad? -, preguntó de pronto. Ladeando su cabeza para seguir disfrutando de sus labios sobre ella. - Jamás en mi vida pude imaginar tanta dicha, Raimundo -. Se dio media vuelta lentamente, hasta que estuvieron frente a frente. - Te amo -, le sonrió dulcemente. - Consigues hacerme soñar despierta con que solo me mires a los ojos… -, sus manos comenzaron a reptar por su pecho, llegando a su nuca. - Y todos esos sueños me llevan siempre hacia ti, amor -. Lamió con la punta de la lengua sus labios, haciéndole temblar. - Te amo con un cuerpo que no piensa, con un corazón que no razona… -. Acercó su cuerpo al de él tanto como le fue posible. - Te amo, Raimundo Ulloa. Por siempre jamás -.

Se bebieron el uno al otro mientras caminaron a tientas hacia la cama. Aquella misma que recogía entre los pliegues de las sábanas, un amor capaz de sobrevivir al orgullo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

POR SIEMPRE JAMÁS (Parte 5)



Aquella ternura inicial fue transformándose en una pasión arrolladora a medida que su beso aumentaba de intensidad. Sus labios se encontraban, se fundían. Sus lenguas se enredaban al tiempo que sus corazones tronaban en el interior del pecho.

Envolviéndola en sus brazos, la atrajo hasta sí logrando que sus cuerpos pareciesen uno solo. Las manos reptaban, palpaban, acariciaban, mientras sus labios se negaban a separarse aún a riesgo de perecer por la ausencia de oxígeno.

- Te amo tanto que me duele -, correspondió al fin a su declaración lleno de gozo, temblando cuando las frías manos de Francisca llegaron hasta su cuello para acariciar su nuca. - Quiero morir de amor cada noche a tu lado y despertar con tu piel rozando la mía cuando despunte el alba -.

Francisca se ruborizó cuando a su mente acudió la imagen de sus cuerpos fundidos en el lecho cada noche, entregándose a una pasión desmedida. Sus ojos brillaron de deseo cuando las manos de Raimundo se deslizaron por sus costados mientras su boca comenzaba a trazar un camino ardiente hasta la tierna curva de sus senos. No opuso resistencia cuando él la alzó contra su pecho llevándola hasta la cama a la vez que sus labios se devoraban sin mesura. La posó con tal delicadeza que sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas ante tanta ternura.

- ¿Por qué lloras? -, le preguntó acariciando su mejilla.

- Será que no estoy acostumbrada a sentirme tan querida -, respondió bajando la mirada. A pesar de lo que estaba sucediendo, no se sentía cómoda mostrándose tan vulnerable. Demasiados años peleando en un mundo diseñado para los hombres, donde solo su orgullo le había permitido mantenerse en la pugna por el poder que tanto le costó conseguir.

Raimundo la hizo descender hasta que su espalda reposó sobre el colchón. Después, él mismo se deslizó sobre ella, cerrando sus párpados con el roce de sus labios. - Voy a llenar tus horas de tanto amor… -, musitó mientras movía su boca por el contorno de su mandíbula. -…que jamás recordarás el padecimiento que nos vimos abocados a vivir -.

Francisca se mordió el labio en un intento de contener las lágrimas. Él le sonrió con ternura, recorriendo su boca con el roce de sus dedos.

- ¿Por qué no pruebas a morderme a mí? -, le sugirió arqueando una ceja y distendiendo el ambiente. Francisca prorrumpió en carcajadas sintiéndose relajada por primera vez en mucho tiempo.

- Deseo concedido -, respondió.

Se alzó para atrapar entre sus dientes el labio inferior de Raimundo, y él aprovechó para acorralarla con su lengua. Cada beso, cada roce de sus labios se hacía más fuerte, más urgente. El deseo por ella vibraba en cada fibra de su ser y sentía caer por un precipicio cada vez que sus manos osaban recorrer su espalda.

Sin ser conscientes del cómo ni el cuándo, centrados únicamente en volver a sentirse piel con piel, se deshicieron de la ropa en apenas unos segundos. Sus cuerpos, sedientos de caricias, se buscaban incesantemente en la oscuridad.

La besaba, la amaba con su boca, con sus manos y con su cuerpo. Ella le correspondía con una pasión poderosa que ardía como una llama en el lecho. Una llama que se unía a la suya y calentaba a ambos. Prendiéndoles fuego. Consumiéndoles por entero.

El placer explosionó en ellos, haciéndoles sentir que sus huesos se deshacían hasta convertirse en no más que polvo. Volvía a ser feliz. Volvía a sentirse completa.

Raimundo se dejó caer sobre ella, escondiendo su rostro en el hueco que formaba la almohada con el hombro de Francisca, quemando su piel con la calidez de su respiración. Ladeó la cabeza buscando sus labios, besándolos con ternura exquisita.

- Francisca… -, susurró su nombre. - ¿Quieres casarte conmigo? -.

- ¿Casarnos? -, preguntó ella con estupor. A pesar de cómo estaban sucediéndose las cosas, la petición repentina de Raimundo le había pillado por sorpresa. Aquello ya eran palabras mayores y en realidad, no aspiraba a tanto. Se conformaba con pasar la mayor parte del tiempo con él. Saber que era suyo y que ella le pertenecía, y para eso, no era necesaria la mediación de ningún documento que lo corroborase.

Aunque sonara irónico, le parecía que todo sucedía con demasiada premura. 

- ¿A qué hacerlo, Ulloa? ¿No es suficiente con saber que nos amamos? -.

En lo más profundo de su ser, se negaba a admitir que lo que le aterraba era la idea del matrimonio. Tal vez porque el que había vivido le dejó secuelas muy difíciles de superar.

Raimundo comprendió al instante sus temores. Sus dudas. Se incorporó con la precaución de no cargar su peso sobre ella, pero sin despegar sus cuerpos aún desnudos. Rozó su nariz con la suya en un gesto que encerraba demasiada intimidad. Infinita ternura. 

- Tienes miedo -. Le dijo.

Ella bufó, más por la vergüenza de verse descubierta. - Eso no es cierto -.

- ¿Te molesta que te conozca tan bien, Francisca? -. Le provocó. Y descendió sobre ella, atrapando sus labios en un beso cuando ella trató de abrirlos, dispuesta a protestar. Un beso que los dejó sin aliento. - Me estremeces -, musitó dulcemente cerrando los ojos, uniendo su frente a la de ella. - No lo pienses más, amor mío... ¡Casémonos! -, volvió a buscar su mirada. - Quiero pasear de tu brazo gritando al mundo que eres mi esposa -. Bajó la mano por su cuerpo en una lenta caricia hasta llegar a su muslo. Alzándolo para que rodease su cadera. - Mi mujer -. Afirmó con pasión, arrancándole un gemido. - ¿Qué me dices? -.

Se estaba muriendo por él. Y en el fondo, la perspectiva de ser su esposa le atraía irremediablemente. Sería el mejor broche a su historia de amor. Lograr al fin lo que un día les negaron. 

- ¿Me dejas acaso otra opción? -, preguntó altanera.

Raimundo le sonrió de tal manera que encendió su cuerpo hasta casi arder. Era imposible amar más a una persona.

- Por supuesto que no, pequeña -, pronunció antes de enterrar los labios en su cuello. Abriendo una vez más, la caja del deseo.

lunes, 26 de octubre de 2015

POR SIEMPRE JAMÁS (Parte 4)



- No… -, balbuceó ella, intentando mostrar algo de cordura, si bien era cierto que comenzaba a sentir cierta indefensión ante la intensidad de sus palabras y la pasión de su contacto. Deseaba negarse con todas sus fuerzas, aunque en el fondo no supiera muy bien porqué.

Pero ¿por qué hacerlo? ¿Qué le impedía ser feliz sino sus propios miedos? Estudió sus ojos, sus facciones. Era imposible de todo punto que Raimundo la estuviese mintiendo. ¿O tal vez sí? ¿Por qué tanto temor? El amor le había enseñado su cara más amarga en múltiples ocasiones.

- Quisiera creerte… -, atinó a responder tras esos breves instantes de indecisión. Luchando contra sus propios impulsos, que le instaban a abandonarse. A ceder y caer rendida en sus brazos.

- ¡Qué te lo impide sino tú misma, pequeña…! -. Le replicó en un intento de lograr hacerla despertar. De sacarla de ese ostracismo en el que ella misma se había inmerso. - Cree en mí… - musitó. Suplicando. - Jamás volveré a traicionarte, a herirte -.

Ella se retiró tan suavemente como pudo, dejando una estela helada en el pecho de Raimundo, que al instante sintió su ausencia. 

- No quiero volver a sufrir. Es tan simple como eso -. Fue su única respuesta, aunque sus ojos encerraban muchas más.

Raimundo la estudió detenidamente, cavilando su respuesta. De ella dependía el éxito o el fracaso de su intento por recuperarla. Dejó escapar el aire que contenía su pecho, exhalando un gran suspiro.

- ¿Acaso no sufrimos ya? -. Su mirada reflejaba el más absoluto desconsuelo. - ¿Es vida esto que compartimos? -, negó con la cabeza. - Francisca, mírame a los ojos y dime si no es mayor el padecer de sabernos ajenos… -. Silenció su voz, dándole el tiempo suficiente para que sus palabras calaran en ella. - Ambos hemos errado en la vida, procurándonos dolor cuando solo debimos amarnos -.

Francisca sonrió con dolor. - Lo hemos intentado, Raimundo y siempre fracasamos. Tropezando incesantemente en la misma piedra, una y otra vez… Tú y yo no podemos vivir juntos -. Sentenció, tratando de convencerse, de no dejarse embaucar por la idea de un futuro feliz a su lado que no sería posible.

- Ni tampoco separados, mi vida -. 

Raimundo avanzó dispuesto a jugar su último cartucho. Llegando hasta ella tan dulcemente como el aleteo de una mariposa. Rodeándola hasta situarse en su espalda. Acariciando con la yema de sus dedos la piel del cuello que su recatado vestido dejaba expuesta. 

- Enamorémonos de nuevo, Francisca… Sé perfectamente que ambos peinamos canas, que los años han pasado por nuestras vidas impidiendo que nos tratásemos como siempre soñamos… -. Sintió que ella se estremecía bajo el calor de sus caricias. -… que las emociones mudan con el tiempo al igual que las heridas de la vida han ido modelando nuestras ilusiones adolescentes… -. Aspiró el aroma de su cabello. - Siempre nos quedará una oportunidad para querernos, Francisca -, murmuró, volteándola hasta que sus respiraciones se entremezclaron. - No pienso renunciar a ti. Hacerlo supondría dejar de vivir -.

Francisca escuchó con cierto escepticismo cada palabra susurrada de sus labios y supo que tan solo disponía de dos opciones: alejarse definitivamente de Raimundo, dejarse llevar por el orgullo y recoger la desdicha que habitaría en su vida el tiempo que le restara en este mundo, o confiar. Sus ojos se anegaron en lágrimas ante la visión devastadora que se presentaba ante ella si elegía la primera opción. ¿Por qué pensar en un futuro incierto? ¿Por qué no vivir la felicidad del presente que se mostraba ante ella? Quiso sonreír a pesar de las lágrimas. ¿Enamorarse de él? ¡Jamás había dejado de hacerlo! Si bien era cierto que el Raimundo que estaba frente a ella distaba mucho del jovenzuelo de ojos profundos cargados de sueños y promesas que alcanzar. Pero ella tampoco era la misma.

Alzó una mano temblorosa, comenzando a delinear el contorno de su rostro. Su frente, sus mejillas… su mentón. Aquellas facciones con las que había calentado las noches en las que Salvador Castro la violentaba hasta el punto de dañarle físicamente. Cada lágrima derramada daría por compensada si podía disfrutar de una vejez apacible a su lado, aunque no fuese precisamente sosegada la sensación que la recorría por entero. Anhelaba entregarse a él, rendirse a ese fuego que le estaba consumiendo las entrañas y calmar el deseo que impregnaba su piel.

Raimundo sintió cómo la tensión iba abandonando a Francisca y supo que estaba ganando la batalla. Su rostro se suavizó en la penumbra de la alcoba. ¡Qué preciosa era ante sus ojos…! Advirtió no sin cierta sorpresa, que sus labios comenzaban a curvarse en una deliciosa y a la vez perturbadora sonrisa.

- Te quiero… -, balbuceó al fin ella sin voz. - Te quiero… -, repitió por segunda vez, haciendo que en esta ocasión sus palabras resonaran suavemente en la habitación. - Te quiero -, pronunció breves instantes antes de que su boca tocara la de él. Dulce. Cálida. Tentadora.

De algún modo, Raimundo había logrado agrietar de nuevo los muros tras los cuales había mantenido ocultas sus emociones. Decidió pensar en sus días junto a él como un desafío por el que luchar cada instante, con cada aliento de su ser. El destino además de cruel, le había enseñado que el amor era una fuerza que escapaba a su control. Una fuerza cuyo poder ella anhelaba y codiciaba. Una fuerza sin la cual, después de haber experimentado su grandiosidad junto a él, ya no podía vivir. Raimundo era el único bálsamo que podía apaciguarla, que podía serenar su orgullo.

jueves, 22 de octubre de 2015

POR SIEMPRE JAMÁS (Parte 3)



Aviaría una pequeña maleta con las cosas más imprescindibles. En cuanto fijase su destino definitivo mandaría aviso a la Casona para que las doncellas empaquetaran todas sus cosas. Siempre le había gustado viajar ligera de equipaje, aunque habían sido contadas las ocasiones en las que podía haberlo hecho. Cuando vivió junto a Salvador apenas se le permitía abandonar la Casona y cuando enviudó, eran tantas las tareas que desempeñar para no perder todo lo que tenía, que siempre fue posponiendo aquellos fastuosos viajes que siempre había soñado junto a Raimundo.

Y siendo sincera con ella misma, jamás habría podido realizarlos sin él a su lado. Sería como si hubiesen carecido de sentido. De ilusión. Resultaba estremecedor que la partida que ahora mismo planeaba, fuese para huir de él y de todo aquello que le recordaba que un día le amó. Que todavía le amaba.

Cerró la puerta del armario sobresaltándose cuando escuchó un ligero estruendo a sus espaldas. Su rostro se descompuso cuando descubrió a Raimundo frente a ella, junto a la puerta.

- ¿Qué diantres…? -, el vestido que tenía en la mano, resbaló entre sus dedos hasta caer al suelo. - ¿Qué se supone que estás haciendo aquí? -.

- Sabes tan bien como yo que dejamos una conversación pendiente -, entró en el cuarto y se volvió para cerrar la puerta. Sonriendo por haber provocado su desconcierto, giró la llave cerrando el pestillo. Después, la guardó en el interior del bolsillo de su pantalón. - Y no vamos a salir de esta habitación hasta que tú y yo pongamos de una vez por todas, las cartas sobre la mesa -.

Pasados los primeros instantes, donde Francisca se movió entre la incredulidad y la indignación, avanzó unos pasos hasta encararse a él.

- ¿Cómo te atreves a irrumpir en mi habitación de esta manera? Que yo sepa, tú y yo no tenemos nada de lo que hablar, así que te exijo que marches por donde has venido si no quieres que pida que te saquen de aquí -.

Raimundo se despojó del abrigo, dejándolo sobre el respaldo de la butaca y la miró. - No me dejaste otra opción, Francisca -. Guardó las manos en los bolsillos y suspiró. - Así que ¿por qué no te tranquilizas y zanjamos de una vez por todas, esta herida que lleva abierta demasiado tiempo? -, dirigió la mirada al pequeño portante que había sobre la cama. - Sabes que no voy a permitirte marchar -.

- ¿Que no vas a permitírmelo? -, bufó ella. - Estás muy equivocado si piensas que tienes algún derecho sobre mí. Entérate bien, Raimundo Ulloa -, estaba acalorada por la ira. - Nada puedes hacer por impedir que haga lo que me de la real gana, como he hecho siempre -.

- Te equivocas -, la rebatió. - Tengo pleno derecho de hacerlo si aquello que vas a acometer es la mayor estupidez del mundo. No quiero que te apartes de mi lado… -, suavizó su tono. - No después de lo que ha ocurrido esta tarde en mi casa -.

No esperaba que Raimundo sacara a colación aquel asunto, aunque en realidad, no había dejado de pensar en ello en todo ese tiempo. Turbada a pesar de no querer aparentarlo, volvió a pedirle que se fuera.

- No sé de qué me hablas, Ulloa -, escupió cada palabra. - Que yo sepa, tan solo intentaste uno más de tus manejos para procurar hacerme daño -. Retrocedió, pues no se sentía demasiado segura de sí misma si permanecía tan cerca de él. Por más que lo negara, a su mente sólo acudía la imagen de Raimundo acariciando cada recodo de su rostro con los labios. - Márchate de una vez y déjame vivir mi vida -.

- Francisca… -.

- Vete o gritaré -. Le amenazó.

Raimundo deslizó la mirada por todo su cuerpo. - Se me ocurren mil y una maneras mucho más placenteras de hacerte gritar, Francisca… -, pronunció en un susurro que erizó su piel.

El rubor tiñó sus mejillas por las intensas connotaciones que las palabras de Raimundo implicaban. - Eres un grosero y un patán. ¿Cómo osas a hablarme en semejantes términos? -.

- ¿Grosero? -, preguntó él. - ¿Por qué? ¿Por expresar tan solo el deseo que me provocas? Yo no me avergüenzo de lo que siento por ti, Francisca. Y sé que tú sientes lo mismo por más que te empeñes en ocultarlo -.

Avanzó muy lentamente hacia ella, logrando que retrocediese visiblemente nerviosa. Su cadera se chocó contra la mesa de escritorio y tuvo que apoyar las manos para no caer. Palpó sobre ella buscando el abrecartas. Cuando al fin estuvo en su poder, lo movió hasta amenazar con él a Raimundo.

- ¡No te acerques más, Ulloa, o no me temblará el pulso a la hora de tener que defenderme de ti! -, gritó. A pesar de que su voz no sonaba sincera. A pesar de que su mano temblaba en el aire y sus ojos brillaban por las incipientes lágrimas.

- Hazlo -, respondió él yendo muy despacio hacia ella. Hasta que el filo del abrecartas tocó su pecho, haciendo saltar un botón de la camisa. - Hazlo y acaba con la tortura que supone para mí no saberte mía -.

Siguió con la mirada una lágrima que brotó de sus ojos deslizándose por su mejilla hasta morir en sus labios. 

- ¿Por qué me haces esto, Raimundo? ¿Por qué no puedes tan solo dejarme marchar? -.

Él movió su mano muy despacio hasta tomar la suya, apartando el abrecartas que cayó al suelo y tirando de ella, atrayéndola a su pecho. 

- Porque te quiero, amor. Por eso. Porque estoy cansado de vivir enfrentado a ti y no contigo. Porque no soporto que otro hombre pueda compartir tus días y tus noches -. Enlazó sus manos en torno a sus caderas y apoyó su frente en la de ella. - Porque me he cansado de desperdiciar mis años anhelándote… deseándote… -, rozó sus labios en un beso breve. Dulce. - Porque nada seré si te pierdo una vez más, Francisca… -. Se apartó de ella para poder mirarle a los ojos. - No te vayas… -, le suplicó. - No me abandones… -.