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sábado, 5 de septiembre de 2015

¡DESCANSO!

Y tras haber terminado este último relato, os anuncio que me tomo un pequeño descanso hasta octubre.

¡Nos vemos a la vuelta con más historias!


jueves, 3 de septiembre de 2015

DUERME, MI NIÑO (Final)



Se adentró en el salón de la Casona con los huesos molidos por tantas horas de sufrimiento.

Algo que no iba a menguar con el paso de los días, de eso estaba segura.

- ¿Cómo te encuentras? -.

Escuchó la voz de Raimundo a sus espaldas, empeñado en acompañarla de regreso a casa, por encima de los comentarios de la gente. Incluso de su propia familia.

- ¿Y tú? -, respondió ella volviéndose para mirarle. - Este vacío que sientes aquí…-, le dijo posando la palma de la mano en su pecho, a la altura del corazón. -…es el mismo que siento yo, y que sentiré por el resto de mis días -.

Su mano fue cayendo lentamente hasta quedar junto a su costado. - A pesar de todo…-, prosiguió. -…no voy a negarte que me siento agradablemente reconfortada por haberte sentido junto a mí -.

Raimundo la observó detenidamente. - Sabes que esto no tiene porqué terminar aquí, Francisca -. Susurró. Ella apartó la mirada y se volvió, ofreciéndole su espalda. - Me amas, y  es más que evidente que yo te amo a ti -, declaró avanzando hasta ella, situándose muy cerca. - Mi alma te necesita para poder sobrevivir el tiempo que nos reste -. Suspiró. - He perdido a mi hijo, nuestro hijo. No quiero perderte a ti también, Francisca. No podría soportarlo -.

Ella cerró los ojos para contener las lágrimas que de pronto afloraron, justo antes de volverse lentamente hacia él. - ¿Por qué me amas, Raimundo? -. Acarició su mejilla. - Mereces algo mejor, a alguien mejor -.

Él enmarcó su rostro. - Lo que ambos merecemos, amor mío, es pasar el resto de nuestra vida juntos. Acompañarnos a cada instante. Compartir nuestro dolor y recordar por siempre a nuestro hijo -. Rozó con suavidad sus labios. - Si de algo me he dado cuenta con la muerte de Tristán, es que nunca sabremos el tiempo del que disponemos para poder hacer todo aquello que deseamos. Sé que me pediste tiempo, pero eso es algo que ya hemos perdido suficientemente, ¿no crees? No estoy dispuesto a dejar pasar un segundo más de mi vida estando lejos de la única mujer que he amado en mi vida -, acarició sus mejillas con los pulgares. - Tú -.

Francisca cerró los ojos, subiendo igualmente sus manos hasta acariciar su rostro. - Nunca podrás llegar a saber cuánto te amo, Raimundo Ulloa -, musitó.

Él, unió su frente a la de ella, sintiendo el cadente ritmo de su respiración. 

- Demuéstramelo -.

Tomó sus labios en un beso cálido, anhelante. Un beso en el que ambos volcaron su dolor, su urgencia por sentirse. Por aliviar y ser aliviado. Un beso que encerraba tanta ternura como necesidad abrasadora.

Con los brazos enlazados en la cintura, avanzaron hasta el despacho, cerrando la puerta tras ellos. Raimundo la recostó sobre el diván con tanta dulzura, que las mejillas de Francisca se bañaron en lágrimas. Perlas cristalinas que él bebió con sus labios mientras sus manos pugnaban con su vestido.

- Quiero amarte como mereces -, susurró Francisca junto a su boca, acariciando su barba con la yema de los dedos.

Raimundo besó la punta de su nariz. - Entonces, entrégate a mí, mi cielo. Como antes…como siempre -.

Unieron sus bocas con la misma veneración con la que unieron sus cuerpos. Con hambre, con desesperación. Con ansias de contrarrestar un dolor que ensombrecía sus almas. Sus manos entrelazadas contenían la pasión que arrasaba sus cuerpos hasta que el mundo explotó entre ellos.

Un mundo, su mundo, que volvía de nuevo a tener sentido.

martes, 1 de septiembre de 2015

DUERME, MI NIÑO (Parte 3)



Abrió los ojos muy despacio, y una punzada de dolor atravesó su cuello. No creía que hubiesen pasado más de un par de horas desde que cayó rendido por el cansancio. Había esperado pacientemente a que Francisca lograse conciliar el sueño tras vanos intentos.

Sin apenas moverse, supo que estaba solo en la cama. Francisca no estaba junto a él y por un instante, la idea de que pudiese haber cometido una locura, arrasó su mente. La puerta de la alcoba estaba abierta de par en par y los primeros rayos del alba atravesaban el gran ventanal apenas cubierto por las cortinas.

A duras penas, y por encima del quejido que emitieron sus tensos músculos, se puso en pie y salió al pasillo. Todo parecía en calma. Un silencio absoluto reinaba en la Casona, y ni siquiera las doncellas parecían trasegar en sus quehaceres.

Avanzó por el corredor hasta que unos sollozos llegaron hasta sus oídos. La puerta entreabierta apenas a unos pasos de donde se encontraba, le anunció que Francisca estaba en su interior. Sintió que hasta la respiración le faltaba al tomar el pomo entre sus manos. Era la antigua habitación de Tristán.

Francisca se mecía sobre la cama con un pequeño faldón de bautizo entre sus brazos.

- Francisca -, la llamó en un susurro cuando estuvo junto a ella.

Ella alzó la mirada. - Era el bebé más hermoso de toda la comarca -, sonrió. - Era parte de mí y lo único que conservaba de ti -. Apartó la mirada y su rostro se ensombreció. - Ahora no tengo nada…-, musitó. - Nada por lo que seguir viviendo -.

Raimundo tomó asiento a su lado. - Francisca, yo…yo te…-.

- Shhhh…-, silenció ella sus labios con un suave roce de sus dedos. - Yo también te amo -, afirmó antes de unir sus labios a los de él en un beso tan cálido como necesario para apaciguar sus almas. - Pero existe demasiado dolor entre nosotros. Y ahora Tristán se ha ido -, pronunció junto a su boca. - Jamás podría haber vivido esta noche junto a alguien que no fueras tú, mi amor…Más, dejemos que el tiempo decida -.

Reposó su cabeza en el hombro de Raimundo mientras ambos aferraban entre sus manos uno de los últimos recuerdos de su hijo. Lo que no pudo unirlos en vida de Tristán, los había unido en su muerte.

…………….

Emilia tomó con suavidad su mano mientras sus ojos no podían apartarse del féretro donde reposaban los últimos restos de su hijo. ¿Cómo había podido perder dos hijos en un espacio de tiempo tan breve? Cuando parecía estar aliviándose el dolor por Sebastián, ahora se unía la pena por su hijo Tristán. Su hijo. Suyo y de Francisca.

Apartó la mirada brevemente para poder buscarla entre la multitud que se había congregado para dar el último adiós a un ser tan noble y que tanto bien había hecho por la comunidad, como era su hijo mayor. Sintió un vacío aún mayor cuando no la encontró.

Nunca se había sentido tan solo. Y más, después de lo que había ocurrido entre ellos la noche pasada. No pensaba dejarse llevar por la emoción, pues en realidad, Francisca no le había prometido nada. Más, en su fuero interno, por más que lo negase, vislumbraba un rayo de esperanza.

Ni siquiera sabía cómo iba a poder afrontar los años que le quedasen si también la perdía a ella. Volvió a buscarla entre la gente. Nada. Silencio roto por los lamentos de todos lo que querían a Tristán. Dolor.

¿Por qué no se habría presentado? ¿Tal vez todo fue una farsa? Se odió por tener pensamiento semejante. Había palpado con creces su pena, algo que no se puede disimular. Y ¿entonces? ¿Le habría ocurrido algo? Quizá no debió escucharla cuando le rogó que la dejase sola. Quizá…

- Padre…-, musitó Emilia apretando su mano.

Raimundo observó a su hija y siguió su mirada hasta el otro extremo del cementerio. De negro riguroso y con precaria estabilidad, Francisca había hecho acto de aparición. Acompañada por Mauricio, que tuvo el tino de detenerse a unos pasos de ella. Ofreciéndole una intimidad totalmente necesaria.

Su corazón se apretó en un puño. Desvalida, rota de dolor, abrazaba entre sus manos una rosa blanca. El aire solemne y mudo que hasta ese momento había reinado, se fue llenando de murmullos. Cuchicheos. Miradas ladeadas hacia aquella mujer de la que todos creían, carecía de alma.

No pienso consentirlo”, escuchó por boca de Aurora, que incluso estuvo dispuesta a echarla de aquella íntima ceremonia. “Si no quiso a mi padre en vida, tampoco permitiré que quiera hacerlo en su muerte”.

- Detente, nieta -, murmuró cuando sintió que la joven estaba dispuesta a expulsar a Francisca de allí.

- Pero abuelo, ella nunca quiso a mi padre. Ella…-

- Ella amaba a Tristán más que a su propia vida -. La interrumpió mirándola a continuación. - Sé que no eres capaz de comprenderlo. Pero así es -.

Dirigió su mirada hacia Francisca. Su pequeña. Y sintió que el alma se escapaba de su pecho para correr junto a ella. Le dolió verla apartada de la que era su familia. Incluso ella sabía con certeza que no sería bien recibida. Que probablemente nadie la quisiera allí. Pero Francisca pasó por alto todo, hasta el desprecio de los demás. Por su hijo. Por Tristán.

Se soltó de la mano de Emilia, tomándola por la mejilla y depositando un dulce beso en su frente. Conocía perfectamente cuál era su lugar. Y ese era junto a Francisca.

Avanzó con paso firme hasta detenerse frente a ella, que alzó la mirada, anegada en lágrimas, para cruzarla con la suya.

- No es necesario que pases la vergüenza de estar junto a mí frente a todos, Raimundo -, afirmó entre sollozos. - Sé que no soy bien recibida -.

- Silencia tus palabras y tu mente, y comparte junto a mí tu dolor. Ese mismo que yo también arrastro -, murmuró. - Te juré en el silencio de tu alcoba que no te abandonaría. Y ahora, frente a todos, vuelvo a repetírtelo de nuevo -. Se movió hasta situarse junto a ella. Rozando tímidamente su mano hasta que la entrelazó con la suya propia. - Mi actitud también es egoísta, Francisca…-, musitó mirando el ataúd de su hijo, pero acariciando su mano. - No me necesitas más de lo que yo te necesito a ti, amor. Jamás podré pasar por este trance sin ti -.

Estrecharon sus manos y enlazaron sus corazones para despedir por última vez, al fruto de su amor.