Aquello distaba mucho de ser planeado, pero sólo podía
calificarse como perfecto. Permanecía anclada a sus brazos, como si la sola
idea de apartarse de él supusiera perderse a la deriva, lejos de una pasión ya
olvidada y que le estaba abrasando las entrañas. No cuestionó en ningún momento
los motivos que habían impulsado a Raimundo a presentarse de aquella manera
intempestiva en su casa. Simplemente, una vez más, se había dejado llevar por
entero. Se había entregado como solo una mujer enamorada podría hacerlo. Quizá
por eso, por hallarse inmersa en ese deseo desbocado que él había despertado en
su interior, que no advirtió que sus brazos ya no le asían con la misma
firmeza. Que sus besos habían ido decayendo en intensidad.
Y fue precisamente cuando sintió el aliento cálido de su boca
sobre su mejilla, cuando comprendió que algo no iba bien.
- ¿Qué te ocurre? -, le preguntó aún jadeante.
- Esto es un error, Francisca -, fue su única respuesta.
Error. Que Raimundo considerase como un error lo que ella
había apreciado como delicioso, provocó una fisura en su ya maltrecho corazón.
A pesar de ello, no dejó que la decepción se vislumbrase en su semblante.
- Lo es... -, musitó acariciando su mentón. - Pero ha sucedido
-. Añadió sonriendo, sin embargo. ¿A qué arrepentirse de que sucediese lo que
estaba predestinado a ser? Ella no lo había buscado, y sin embargo, ahí estaba.
En sus brazos. Y no pensaba renunciar a ellos. - Decidiste abandonarte a la
locura... gocemos de ella -.
- Si por mí fuera, te seguiría hasta el infierno con tal de
gozar de tu abrazo, pero... -.
Una nueva grieta amenazaba con volver a romper su corazón.
Comprendía que él se debatía entre sus sentimientos y lo que se suponía que
debía hacer para no dañar a los que más quería. Y ante esa disyuntiva, ella
sabía que tendría las de perder, que volvería a ser la despreciada, pues
Raimundo no dudaría sobre qué elegir.
Cerró los ojos y acarició su rostro, ansiando disfrutar lo
que podían ser los últimos segundos a su lado. Rozó su sien con los labios,
aspirando su aroma.
- Maldita memoria... -.
Ahora fue ella la que se apartó, herida por aquella
afirmación lanzada al aire. - ¿Qué quieres decir? -.
Raimundo se mostró desconcertado ante su reacción, y durante
unos segundos que se volvieron incómodos, no supo qué responder de tan evidente
que le resultaban sus palabras.
- Existe demasiado dolor en nuestra historia como para que
pueda pasarse por alto, ¿o acaso no lo crees tú también, Francisca? -.
Ella dio un paso atrás. - ¿Y qué me dices del amor que nos
profesamos, que parece ser que está por encima de ese dolor del que hablas? -.
Se vislumbraba la decepción en sus palabras. - ¿También ha de pasarse por alto?
-.
Raimundo apartó la mirada. A fin de cuentas, llevaba obviando
sus sentimientos casi desde que podía recordar. - Entiendes perfectamente lo
que quiero decir, Francisca -, le respondió apretando los puños. - ¿Es que tú
en mi lugar podrías olvidar el pasado? ¿el dolor infringido? -. Había alzado la
voz mucho más de lo que hubiese deseado, más aún seguía luchando contra el
deseo de gozar de ella como para controlar también el tono de su voz.
Ella asintió con la cabeza mientras se acercaba hasta la mesa
de los licores, resuelta a servirse una copa de brandy que calmase su deseo
frustrado.
- Lo que entiendo Raimundo, es que una vez más antepones tu cobardía
por encima de lo que sientes -. Se encaró a él con la copa en la mano. - ¿Me
hablas tú de olvidar? -, le espetó. - ¿No estaba olvidando tu vil traición
mientras me estrechabas entre tus brazos? ¿No estaba olvidando que fui
secuestrada y torturada por tu propio hijo, mientras tus labios tomaban los
míos? -. Dio un trago de la copa que llevaba entre las manos y volvió a darle
la espalda. - A veces me empeño en recordar que los demás son conscientes de
que yo también he sufrido... -. Musitó. - Por fortuna, a los pocos segundos me
doy cuenta de cuán equivocada estoy -. Dejó la copa sobre la mesa. - Yo no te
pedí que vinieras, Raimundo. Como tampoco pedí tus besos ni palabras de amor.
Tienes razón... márchate por donde has venido y olvidemos una vez más -.
Esperó con una mezcla de resignación y dolor, un portazo que
nunca llegó. Lo que sí pudo sentir, fue la calidez de Raimundo a su espalda, y
sus manos bordeando su cintura.
- Lo siento... -, murmuró junto a su cabello.
- ¿Qué...? ¿Qué es lo que sientes? -, le respondió
derritiéndose ante el calor de sus manos y el estremecimiento que aquello le
había ocasionado. Los párpados comenzaron a pesarle como si dos enormes losas
se hubiesen instalado sobre ellos. El aire se volvió denso y un jadeo escapó de
su garganta cuando Raimundo fue girándola lentamente hacia él, volviendo a
sentir sobre ella su aliento quemándole en los labios.
- ¿Y tú? -, pronunció junto a su boca. - ¿Qué es lo que
sientes tú? -.
La respuesta quedaba reflejada en sus ojos por mucho que
hubiese intentado ocultarla. Aquel brillo, sumado al intenso estremecimiento
que recorrió su piel cuando Raimundo acarició sus caderas con los pulgares,
terminaron por delatarla. ¿Cómo no reaccionar ante una sensación olvidada pero
que había resistido el paso del tiempo, permaneciendo mansamente latente en su
interior, esperando el momento preciso para volver a brotar?
Y aquel momento había llegado. Perdió toda capacidad de
control y ni rastro quedaba de cordura en ella. Tan solo deseaba dejarse
arrastrar por esa pasión desbocada sin pensar en las consecuencias. A pesar de
ello, le costaba poner en palabras todo el torbellino de sensaciones que su
cuerpo estaba gritando.
- Tranquila -. Él trató de calmarla. - Yo siento lo mismo que
tú, Francisca -.
A medida que iba hablando, acortaba el espacio que los
separaba. - Te quiero tanto, que el mundo podría acabarse en este instante si
ello me permitiese volver a sentirte una vez más bajo mi piel -.
Francisca lanzó un jadeo que fue inmediatamente recogido
entre los labios de Raimundo, que se apoderaron de los suyos con vehemencia.
Arrasando como si de una lluvia torrencial se tratase. Calando hasta sus
huesos. Empapándole el alma con su fuerza. Jamás había sentido un deseo
semejante, ni siquiera en su juventud cuando descubrió lo que era la pasión
enredada entre sus brazos. Aquel era un fuego que le había prendido en el
rincón más oculto de su cuerpo y recorría sus venas como si fuera lava
ardiente. Era un deseo maduro, experimentado. Sin las prisas de la
adolescencia. Que cuidaba los detalles a pesar de la premura.
Las manos de Raimundo le hacían experimentar sacudidas que le
llevaban a alcanzar cotas de placer indescriptibles. El sabor de su lengua
buscando la suya, le enajenaba como nunca antes lo había hecho. Tuvo que
aferrarse a las solapas de su chaqueta para no desfallecer.
- Te quiero... -, pudo farfullar a duras penas cuando él le
concedió una tregua para recuperar aliento. Y aun así, continuó prodigándole
besos y caricias por todo el rostro.
- No hay nadie más por la casa, ¿no es cierto? -, le preguntó
de repente.
Aquello sí que no lo esperaba. Desconcertada, le miró sin
comprender. - ¿Acaso quieres testigos que aplaudan tu comportamiento? -.
Raimundo le miró con una sensualidad que consiguió derretirle
por dentro. Después, se apartó de ella dirigiéndose hasta la puerta. Cerrándola
con absoluta parsimonia sin permitir que su mirada le abandonase en ningún
momento.
Durante esos largos e intensos segundos, se sintió desnuda
ante sus ojos. Un intenso rubor comenzó a teñir sus mejillas.
- Me preocupa que alguien pueda venir a molestarnos al
escuchar lo que va a ocurrir en esta habitación, eso es todo -.
Francisca se tambaleó y dio un paso hacia atrás, buscando
apoyo en la mesa. - ¿Cómo...? ¿Cómo dices? -, preguntó sin apenas resuello.
Raimundo suavizó su mirada sonriendo con indulgencia. Pero
aquello solo duró unos segundos, el tiempo que necesitó para adivinar el deseo
en los ojos de Francisca. Avanzó hasta ella, abrasándole con su mirada,
provocándole con su acelerada respiración. Ella ahogó un gemido cuando al fin
lo tuvo frente a sí.
Y solo pudo cerrar los ojos pesadamente, esperando unos
labios que no terminaban de llegar. Aquello era una tortura, y saber que era
capaz de transformarse en arcilla entre sus manos, era una sensación que no
terminaba de complacerle. Aguantó la respiración al percibir que Raimundo se
movía. Dio un respingo cuando sus manos le atraparon con firmeza por la
cintura, y casi gritó de frustración, cuando él le hizo a un lado.
- Qué demonios.... ¿A qué se supone que estás juga...? -.
- Schhhh... -, la interrumpió Raimundo. - Siempre quise hacer
esto -.
Aquella mezcla de diversión y anhelo en su voz, junto con el
brillo travieso que adivinó en sus ojos, le descolocó por completo. Tuvo que
presenciar como en cuestión de segundos, Raimundo arrasaba con todo lo que
había sobre la mesa.
Cientos de papeles, documentos, incluso el teléfono,
encontraron un lugar sobre la alfombra.
- Pero, ¿es que te has vuelto loco? -, le gritó.
- Sí -, afirmó Raimundo arrastrándole hasta su pecho y
tomándole por las caderas. - Loco por ti. Un completo desquiciado capaz de
seguirte al mismísimo infierno si fuera preciso -. Besó fugazmente sus labios.
- Ahora sí -. La alzó hasta sentarla sobre la mesa. - Ahora eres toda mía -,
musitó colocándose entre sus muslos.
Probó de nuevo su boca mientras sus manos se deslizaban por
sus piernas, llevándose el vestido por el camino. Francisca le despojó de la
chaqueta, y comenzó a deslizar las yemas de sus dedos por toda la espalda hasta
llegar a su cuello. De ahí, a desabrochar el primer botón de su camisa, solo se
sucedieron segundos. El calor de su piel le quemaba bajo las palmas de las
manos cuando al fin pudo acariciarle a placer. Su calidez, el olor de su piel
le hicieron gemir en medio del beso. Aquel dulce y embriagador sonido despertó
aún más el deseo en Raimundo, que enmarcó su rostro aumentando la intensidad de
su contacto.
Deslizó el vestido por sus hombros, y la acarició con la
punta de los dedos. - Demasiados años soñando con este momento -.
Francisca le sonrió antes de volver a sumergirse en su boca.
Se vieron arrojados a una pasión desenfrenada que inundó la atmósfera de jadeos
y respiraciones entrecortadas. Casi sin darse apenas cuenta, completaron su
unión. Una alianza de cuerpos y almas que casi les hizo perder la consciencia.
Se movieron desesperados hasta que la calma volvió a reinar en aquel cuarto.
Raimundo se dejó caer sobre ella, y volvieron a besarse
mientras trataban de recuperar el aliento. Ninguno de los dos sabía qué decir
en aquel momento. Francisca sintió miedo de repente. Temor de que pasado ese
instante tan íntimo, la realidad volviera a abrirse paso entre los dos. Él
calmó sus dudas besando su frente. Incorporándose y llevándola con él.
- Te aseguro que la noche, acaba de comenzar -.
Eso que siempre soñó hacer Raimundo es lo mismo que hemos soñado nosotros desde hace más de 1000 capítulos! Y es que esto debió ser esa escena del 1000, el cúmulo de de anhelos y sueños raipaquistas que Raimundo dejó tirados al huir como rata por tirante.
ResponderEliminarMaravillos Ruth, como siempre, nos pones a soñar. Gracias
¡Muchísimas gracias!
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