La situación estaba alcanzando tintes dramáticos, y él
comenzaba a estar realmente preocupado por el destino que pudiese correr
Francisca si llegase a ser probada su culpabilidad en el delito del cual se le
acusaba. Y el rechazo que había padecido por parte de sus amistades, que
rehusaron acudir a esa fiesta que tantos disgustos había provocado entre ellos,
no había hecho sino aumentar su congoja. Francisca estaba destrozada, y por
primera vez en mucho tiempo, podía sentirla asustada.
¿Y él? ¿Qué se supone que hacía él para calmar su ánimo? ¿Qué
hacía para llevar algo de paz y tranquilidad a su atormentado espíritu?
Rechazar su contacto. Había rehusado compartir lecho con ella aquella noche que
tanto necesitaba su consuelo, sin saber muy bien porqué había actuado así. El deseo que siempre había sentido por
Francisca, era enajenante, hasta tal punto de hacerle perder la cabeza con
facilidad. Quizá por tenerla en aquel momento tan cargada de preocupaciones, se
sentía incapaz de darle lo que ella reclamaba.
Bajó a tientas los últimos escalones que le llevaban a la
cocina, con aquellos pensamientos bulléndole en la sesera. Era un estúpido. Un
completo estúpido que había permitido que las preocupaciones prevalecieran
sobre ella, y sobre las ganas que sentía de zambullirse en su cuerpo como cada
noche.
Se había limitado a dar vueltas en la cama, incapaz de
conciliar el sueño. Por eso había decidido bajar a la cocina y calentarse un
poco de leche, amén de procurarse algún analgésico que aplacase aquella
terrible presión que la martilleaba la cabeza. Abrió el primer cajón con la
esperanza de encontrar allí alguna de las pastillas que Fe guardaba a mano para
ofrecérselas a Francisca cuando le acaecía alguna de sus jaquecas. Tras mucho
rebuscar, pensando que ya nada encontraría, alcanzó un pequeño frasco al fondo,
casi escondido entre unos paños de cocina.
Frunció el ceño al no reconocer aquellas que Francisca
tomaba. Se trataba ciertamente de unos comprimidos, y aunque trataba de buscar
su composición en el frasco, nada encontró salvo el nombre. "Sansón" y una leyenda que
decía "El mejor
reconstituyente".
Se mordió el labio. La verdad es que esa apatía que le
embargaba en los últimos días, debía estar provocada por la tensión que la
situación actual le ocasionaba. Una de aquellas pastillas no podía hacerle mal
alguno.
Apuró el último trago de su vaso de leche para empujar
aquella grajea. Confiaba en que mañana se encontraría mucho mejor. Y lo primero
que haría, sería dirigirse a la alcoba de Francisca para disculparse con ella
como correspondía.
………
Se puso en pie conteniendo la rabia que guardaba dentro. No
solo llevaba ya casi una hora esperando que esa descarada le sirviese el
desayuno, sino que además, apenas había pegado ojo debido al desplante sufrido
la pasada noche a manos de Raimundo. ¿Cómo había sido capaz de no procurarle el
afecto que tanto precisaba? Precisamente aquella noche en la que todos le
habían dado la espalda.
Hasta había llegado a insinuarse de manera descarada al darse
cuenta de la apatía que rodeaba la figura de aquel que cada noche dormía a su
lado. Cada noche, excepto esa. Se había excusado alegando un dolor de cabeza
que ella no había creído. Lo que temía en lo más profundo de su corazón, es que
Raimundo también estuviese a punto de darle la espalda al saberla en la ruina y
repudiada por los de su clase.
Abrió la puerta que comunicaba la casa con las cocinas, y
antes de comenzar a descender los escalones, se detuvo en seco al escuchar
hablar a Fe con otra de las muchachas que allí trabajaban.
- ¿Estás segura de que ninguna de vosotras habéis rebuscao en
el cajón hasta dar con esto? -. La voz de Fe era algo más alta de lo normal.
Podía adivinarse una mezcla de enfado y preocupación. - Debí tirar este frasco
del demonio en cuantito se lo arrebaté a Mauricio -. Suspiró con resignación. -
Marcha a tus quehaceres y chitón sobre esto, ¿me oyes? -.
Despachó a la muchacha con un gesto de cabeza, al tiempo que
volvía a dirigir su atención al frasco de pastillas que portaba en su mano. -
Maldita la hora en que me guardé estas condenás pastillas -.
Escondió rápidamente el frasco en el bolsillo de su delantal
cuando escuchó que la señora comenzaba a bajar las escaleras que llegaban a la
cocina.
- Ya mismamente le subía el desayuno, señá -. Se disculpó
como buenamente pudo. - No hacía falta que usté bajase hasta aquí -.
- ¿Vas acaso a decirme por dónde debo o no moverme,
deslenguada? ¿En mi propia casa? -. Alzó el mentón orgullosa, mirándola de
reojo. - ¿Qué guardas ahí? -, le preguntó.
- ¿Yo Señá? -. La pregunta le había pillado tan de sorpresa
que no pudo evitar titubear. - Na… -, añadió, encogiéndose de hombros.
- Fe -, exclamó Francisca. - No te conviene tomarme por
tonta, deberías saberlo a estas alturas. ¿Qué escondes? ¡Habla! -. La joven se
mordió el labio antes de sacar de su bolsillo el frasco de pastillas.
Ofreciéndoselo a Francisca después. Ella lo tomó en su mano, frunciendo el ceño
con extrañeza. - ¿Sansón? ¿Qué diablos es esto? -.
- Unas vitaminas que me recetó el matasanos recién el otro
día, Seña… Na de importancia -, se apresuró a decir haciendo ademán de
recuperar el frasco, pero Francisca esquivó su mano arqueando una ceja ante el
gesto de su criada.
Trató de buscar alguna etiqueta que revelase si ciertamente
se trataban de unas vitaminas o de otra cosa. El empeño de Fe por ocultarlas,
no auguraba nada bueno.
- El mejor reconstituyente -, leyó en voz baja. - ¿Y por qué
las guardabas con tanto celo? -.
- Uy señá, no quería que se preocupase por la menda -, le
respondió.
Francisca volvió a arquear una ceja. - Mira Fe, agradezco tu
desvelo para con mi persona -, le dijo con fingido e irónica preocupación. - Y
ahora habla. Me vas a contar de inmediato qué diantres son estas pastillas,
porqué interrogabas a la doncella por ellas y porqué se supone que se las arrebataste
a Mauricio. ¡¿Estamos?! -.
Fe cerró los ojos aguantando el chaparrón, pero consciente de
que su señora había escuchado toda su conversación anterior. Desde el principio
supo que esas pastillas traerían problemas, y a la vista era que no estaba
equivocada.
- Esas pastillas eran del Mauricio, Señá -, soltó de golpe
antes de exhalar un suspiro. Lanzó contra la mesa el trapo que tenía en la mano
y apartó una de las sillas de la cocina para sentarse. Todo ello, bajo la
atenta mirada de Francisca. - La Dolores se las regaló en el colmao, y ya le
digo yo que no son na bueno -.
- ¿A qué te refieres? -, le preguntó Francisca con recelo.
La joven prosiguió. - A mi hombretón se le ocurrió tomar un
par de esas ”gajreas” y se volvió más raro que perro que hable -.
- ¿Raro? -. Francisca tomó asiento frente a ella, tratando de
recordar la actitud de su capataz los días pasados.
- Sí Señá… raro -. Fe apoyó los codos sobre la mesa y la
miró. - El Mauricio comenzó a mirar a servidora de forma extraña… ya sabe usté -.
Ante la cara de Francisca, ella se explicó. - Pues como si yo fuera el mejor
jamón del mundo y él un muerto de hambre. Amos, que me miraba como si quisiera
devorarme. Usté ya me entiende -. Francisca frunció los labios y la miraba como
si no la creyese. - ¡Es cierto Señá! Y todo por culpa de esas condenás
pastillas. Hasta me llegó a contar… -, alargó la mano agarrándola del brazo,
pero ante el estupor de Francisca, enseguida la apartó. -…pues eso, que me
llegó a contar que incluso usté estaba de muy buen ver y que él no era de
piedra -.
Francisca abrió los ojos como platos. - ¡¿Cómo dices?! -.
Aquello sí que era bueno. Y sin embargo, a su mente llegó
aquel día en el despacho en que las intensas miradas de su capataz, le habían
hecho sentir incómoda. Miradas que solo consentía a Raimundo.
- Pa’mí que esas pastillas ponen a los hombres como vacas sin
cencerro, que cuando ven a una mujer se ponen como locos -.
Francisca observó el frasco, que aún seguía en su mano. Si un
par de pastillas habían causado tales efectos en Mauricio, ¿qué no conseguirían
en Raimundo?
Soltó de pronto el bote como si le quemase en las manos. Pero
¿en qué estaba pensando? ¿Cómo podía pasársele por la cabeza siquiera, el
deslizar alguna de esas grajeas en la comida de Raimundo? Aunque bien pensado,
quizá podrían ayudarle a recuperar el ánimo y el vigor que parecía haber
perdido.
Volvió a recordar las miradas y las palabras de Mauricio
aquel día. Se moría de ganas por vivir la misma situación, pero con Raimundo
como protagonista.
- Así que comprenderá mi congoja cuando advertí que alguien
las había tomao del cajón donde las escondía servidora-, le dijo Fe. - Será mejor
que las tire pa’que no vuelvan a causar ningún desastre, señá -.
- No -, dijo Francisca con firmeza mientras se ponía en pie.
- Yo me ocuparé de ellas, Fe. Y ahora, sube el desayuno para mí y para el
Señor. ¡Vamos, haragana! -.
Comenzó a subir las escaleras con una sola idea en mente. Si
actuaba con rapidez, podría deshacer una de esas pastillas en el desayuno de
Raimundo antes de que él apareciera por el comedor.