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miércoles, 24 de junio de 2015

LAS PASTILLAS DEL AMOR (Parte 1)



La situación estaba alcanzando tintes dramáticos, y él comenzaba a estar realmente preocupado por el destino que pudiese correr Francisca si llegase a ser probada su culpabilidad en el delito del cual se le acusaba. Y el rechazo que había padecido por parte de sus amistades, que rehusaron acudir a esa fiesta que tantos disgustos había provocado entre ellos, no había hecho sino aumentar su congoja. Francisca estaba destrozada, y por primera vez en mucho tiempo, podía sentirla asustada.

¿Y él? ¿Qué se supone que hacía él para calmar su ánimo? ¿Qué hacía para llevar algo de paz y tranquilidad a su atormentado espíritu? Rechazar su contacto. Había rehusado compartir lecho con ella aquella noche que tanto necesitaba su consuelo, sin saber muy bien porqué había actuado así.  El deseo que siempre había sentido por Francisca, era enajenante, hasta tal punto de hacerle perder la cabeza con facilidad. Quizá por tenerla en aquel momento tan cargada de preocupaciones, se sentía incapaz de darle lo que ella reclamaba.

Bajó a tientas los últimos escalones que le llevaban a la cocina, con aquellos pensamientos bulléndole en la sesera. Era un estúpido. Un completo estúpido que había permitido que las preocupaciones prevalecieran sobre ella, y sobre las ganas que sentía de zambullirse en su cuerpo como cada noche.

Se había limitado a dar vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño. Por eso había decidido bajar a la cocina y calentarse un poco de leche, amén de procurarse algún analgésico que aplacase aquella terrible presión que la martilleaba la cabeza. Abrió el primer cajón con la esperanza de encontrar allí alguna de las pastillas que Fe guardaba a mano para ofrecérselas a Francisca cuando le acaecía alguna de sus jaquecas. Tras mucho rebuscar, pensando que ya nada encontraría, alcanzó un pequeño frasco al fondo, casi escondido entre unos paños de cocina.

Frunció el ceño al no reconocer aquellas que Francisca tomaba. Se trataba ciertamente de unos comprimidos, y aunque trataba de buscar su composición en el frasco, nada encontró salvo el nombre. "Sansón" y una leyenda que decía "El mejor reconstituyente".

Se mordió el labio. La verdad es que esa apatía que le embargaba en los últimos días, debía estar provocada por la tensión que la situación actual le ocasionaba. Una de aquellas pastillas no podía hacerle mal alguno.

Apuró el último trago de su vaso de leche para empujar aquella grajea. Confiaba en que mañana se encontraría mucho mejor. Y lo primero que haría, sería dirigirse a la alcoba de Francisca para disculparse con ella como correspondía.

………

Se puso en pie conteniendo la rabia que guardaba dentro. No solo llevaba ya casi una hora esperando que esa descarada le sirviese el desayuno, sino que además, apenas había pegado ojo debido al desplante sufrido la pasada noche a manos de Raimundo. ¿Cómo había sido capaz de no procurarle el afecto que tanto precisaba? Precisamente aquella noche en la que todos le habían dado la espalda.

Hasta había llegado a insinuarse de manera descarada al darse cuenta de la apatía que rodeaba la figura de aquel que cada noche dormía a su lado. Cada noche, excepto esa. Se había excusado alegando un dolor de cabeza que ella no había creído. Lo que temía en lo más profundo de su corazón, es que Raimundo también estuviese a punto de darle la espalda al saberla en la ruina y repudiada por los de su clase.

Abrió la puerta que comunicaba la casa con las cocinas, y antes de comenzar a descender los escalones, se detuvo en seco al escuchar hablar a Fe con otra de las muchachas que allí trabajaban.

- ¿Estás segura de que ninguna de vosotras habéis rebuscao en el cajón hasta dar con esto? -. La voz de Fe era algo más alta de lo normal. Podía adivinarse una mezcla de enfado y preocupación. - Debí tirar este frasco del demonio en cuantito se lo arrebaté a Mauricio -. Suspiró con resignación. - Marcha a tus quehaceres y chitón sobre esto, ¿me oyes? -.

Despachó a la muchacha con un gesto de cabeza, al tiempo que volvía a dirigir su atención al frasco de pastillas que portaba en su mano. - Maldita la hora en que me guardé estas condenás pastillas -.

Escondió rápidamente el frasco en el bolsillo de su delantal cuando escuchó que la señora comenzaba a bajar las escaleras que llegaban a la cocina.

- Ya mismamente le subía el desayuno, señá -. Se disculpó como buenamente pudo. - No hacía falta que usté bajase hasta aquí -.

- ¿Vas acaso a decirme por dónde debo o no moverme, deslenguada? ¿En mi propia casa? -. Alzó el mentón orgullosa, mirándola de reojo. - ¿Qué guardas ahí? -, le preguntó.

- ¿Yo Señá? -. La pregunta le había pillado tan de sorpresa que no pudo evitar titubear. - Na… -, añadió, encogiéndose de hombros.

- Fe -, exclamó Francisca. - No te conviene tomarme por tonta, deberías saberlo a estas alturas. ¿Qué escondes? ¡Habla! -. La joven se mordió el labio antes de sacar de su bolsillo el frasco de pastillas. Ofreciéndoselo a Francisca después. Ella lo tomó en su mano, frunciendo el ceño con extrañeza. - ¿Sansón? ¿Qué diablos es esto? -.

- Unas vitaminas que me recetó el matasanos recién el otro día, Seña… Na de importancia -, se apresuró a decir haciendo ademán de recuperar el frasco, pero Francisca esquivó su mano arqueando una ceja ante el gesto de su criada.

Trató de buscar alguna etiqueta que revelase si ciertamente se trataban de unas vitaminas o de otra cosa. El empeño de Fe por ocultarlas, no auguraba nada bueno.

- El mejor reconstituyente -, leyó en voz baja. - ¿Y por qué las guardabas con tanto celo? -.

- Uy señá, no quería que se preocupase por la menda -, le respondió.

Francisca volvió a arquear una ceja. - Mira Fe, agradezco tu desvelo para con mi persona -, le dijo con fingido e irónica preocupación. - Y ahora habla. Me vas a contar de inmediato qué diantres son estas pastillas, porqué interrogabas a la doncella por ellas y porqué se supone que se las arrebataste a Mauricio. ¡¿Estamos?! -.

Fe cerró los ojos aguantando el chaparrón, pero consciente de que su señora había escuchado toda su conversación anterior. Desde el principio supo que esas pastillas traerían problemas, y a la vista era que no estaba equivocada.

- Esas pastillas eran del Mauricio, Señá -, soltó de golpe antes de exhalar un suspiro. Lanzó contra la mesa el trapo que tenía en la mano y apartó una de las sillas de la cocina para sentarse. Todo ello, bajo la atenta mirada de Francisca. - La Dolores se las regaló en el colmao, y ya le digo yo que no son na bueno -.

- ¿A qué te refieres? -, le preguntó Francisca con recelo.

La joven prosiguió. - A mi hombretón se le ocurrió tomar un par de esas ”gajreas” y se volvió más raro que perro que hable -.

- ¿Raro? -. Francisca tomó asiento frente a ella, tratando de recordar la actitud de su capataz los días pasados.

- Sí Señá… raro -. Fe apoyó los codos sobre la mesa y la miró. - El Mauricio comenzó a mirar a servidora de forma extraña… ya sabe usté -. Ante la cara de Francisca, ella se explicó. - Pues como si yo fuera el mejor jamón del mundo y él un muerto de hambre. Amos, que me miraba como si quisiera devorarme. Usté ya me entiende -. Francisca frunció los labios y la miraba como si no la creyese. - ¡Es cierto Señá! Y todo por culpa de esas condenás pastillas. Hasta me llegó a contar… -, alargó la mano agarrándola del brazo, pero ante el estupor de Francisca, enseguida la apartó. -…pues eso, que me llegó a contar que incluso usté estaba de muy buen ver y que él no era de piedra -.

Francisca abrió los ojos como platos. - ¡¿Cómo dices?! -.

Aquello sí que era bueno. Y sin embargo, a su mente llegó aquel día en el despacho en que las intensas miradas de su capataz, le habían hecho sentir incómoda. Miradas que solo consentía a Raimundo.  

- Pa’mí que esas pastillas ponen a los hombres como vacas sin cencerro, que cuando ven a una mujer se ponen como locos -.

Francisca observó el frasco, que aún seguía en su mano. Si un par de pastillas habían causado tales efectos en Mauricio, ¿qué no conseguirían en Raimundo?

Soltó de pronto el bote como si le quemase en las manos. Pero ¿en qué estaba pensando? ¿Cómo podía pasársele por la cabeza siquiera, el deslizar alguna de esas grajeas en la comida de Raimundo? Aunque bien pensado, quizá podrían ayudarle a recuperar el ánimo y el vigor que parecía haber perdido.

Volvió a recordar las miradas y las palabras de Mauricio aquel día. Se moría de ganas por vivir la misma situación, pero con Raimundo como protagonista.

- Así que comprenderá mi congoja cuando advertí que alguien las había tomao del cajón donde las escondía servidora-, le dijo Fe. - Será mejor que las tire pa’que no vuelvan a causar ningún desastre, señá -.

- No -, dijo Francisca con firmeza mientras se ponía en pie. - Yo me ocuparé de ellas, Fe. Y ahora, sube el desayuno para mí y para el Señor. ¡Vamos, haragana! -.

Comenzó a subir las escaleras con una sola idea en mente. Si actuaba con rapidez, podría deshacer una de esas pastillas en el desayuno de Raimundo antes de que él apareciera por el comedor.

jueves, 18 de junio de 2015

EL ÚLTIMO BAILE



El suave tañer del reloj sobre la chimenea marcando las once de la noche, le hizo ser consciente de que llevaba inmersa entre aquella pila de papeles demasiado tiempo. Pero lo que resultaba aún más curioso, es que apenas los había prestado atención. En su cabeza, solo había estado resonando durante toda la tarde, la lapidaria frase de Emilia  cuando se cruzaron en la plaza a la salida de misa de diez.

"Mi padre está en estos momentos,  mejor de lo que no ha estado nunca"

Mejor que nunca. Y por supuesto, lejos de ella. Eso es lo que le torturaba y le partía el alma en mil pedazos. ¿Sería aquella viuda en cuya casa se hospedaba, la causante de esa nueva felicidad en Raimundo estando como estaba alejado de su hogar y de los suyos? ¿Cómo podía él siquiera haber posado sus ojos en otra mujer, cuando ella había sido incapaz de mirar a otro hombre que no fuese él?

Lo habría preferido mil veces solo, encerrado en una húmeda celda, que compartiendo confidencias y arrumacos con esa maldita viuda. Apartó los lentes de su rostro con frustración y desconsuelo. Emilia nada más le había referido, pero el miedo que a ella le había invadido ante sus palabras, tenía firma de mujer. Estaba segura de ello. Como también lo estaba de que terminaría pasándole factura desde el mismo momento en que descubrió que Raimundo se alojaba en su casa.

Resopló mientras se ponía de pie y comenzaba a pasearse por el despacho. Frotándose con energía la frente y la sien. Una incipiente migraña le anticipaba con seguridad, una noche en vela.

Detuvo sus pasos cuando advirtió el sonido de una melodía proveniente del salón. Nadie podría ser, pues le constaba por la hora, que Bernarda llevaría un buen rato acostaba, y que Bosco aún permanecía convaleciente de su reciente accidente. Tan solo esperaba que a la descerebrada de Fe no se le hubiese ocurrido poner el gramófono sabiéndose a solas en el salón creyendo a todos acostados.

Aquellas elucubraciones le hicieron comprender además que nadie había extrañado su ausencia en la cena. Nadie se había molestado en buscarla... Una vez más, el sonido resultado del tintineo de las botellas de licor le arrancó de aquel súbito ensimismamiento. Se dirigió hasta la puerta, dispuesta a dar el escarmiento oportuno a quien fuese aquel que se estaba tomando semejantes libertades en casa ajena.

- ¿Qué demonios...? -.

El salón estaba tenuemente iluminado por cientos de velas. La música, flotaba en el ambiente, y supo al instante que se trataba de "Muerta de amor". Aquel terrible tango del que ni ella misma había podido no dejarse cautivar.

- Pretendía que hubiese sido una sorpresa -.

Aquella voz a sus espaldas, le sobresaltó, tanto por lo inesperada como por resultar bien conocida para ella.

- Raimundo -, musitaron sus labios después de volverse muy despacio y cruzarse con su mirada. - ¿Qué...? ¿Qué haces aquí...? ¿Qué significa todo esto? Yo... -.

Lanzaba preguntas al aire sin comprender cómo era posible que aquello estuviese ocurriendo. Era de todo punto imposible, y sin embargo... Era él. Y estaba allí. Lo habría reconocido aunque sus ojos no le hubiesen visto. Reconoció su aroma, aquel que evocaba recuerdos de tardes de lluvia a escondidas. Vivencias de un pasado que había marcado su vida. Volvió a sentirse dichosa, completa. Como esa última vez, no hace mucho tiempo, cuando la distancia y 16 años nada menos, se habían interpuesto entre ellos.

- Tenía la esperanza de al verme aquí, tus palabras hubiesen sido diferentes, Francisca. Que la misma dicha que ahora mismo me embarga, hubiese crecido en ti hasta el punto de que todas las preguntas fuesen desterradas, y tan solo tus manos hubiesen tomado las mías. Y que tus ojos me mirasen como siempre lo han hecho... -.

Francisca no cesaba de mirarle, en silencio. Los ojos le quemaban y en la garganta morían atascadas todas las palabras que ansiaba decirle. Llevó su mano hasta ella, queriendo aliviar ese dolor que le estaba matando. Raimundo sonrió comprensivo, y extendió la palma de la mano.

- Baila conmigo, Francisca -.

Francisca observó su gesto con cierto estupor. Tras varios segundos en los que ambos permanecieron inmóviles, mirándose en desafío, ella finalmente habló.

- ¿A qué estás jugando, Raimundo? -, le preguntó entrecerrando los ojos.

- ¿Por qué has de cuestionar todo, Francisca? ¿A qué buscar explicaciones a todo aquello que ha de proporcionarnos dicha? -, le respondió pausadamente. - Nos empeñamos en querer saber las respuestas a todas las preguntas, y no somos conscientes de que todo es mucho más sencillo -. Se acercó a ella y le ofreció de nuevo la mano. - Tú estás aquí. Yo estoy aquí. Y solo deseo bailar contigo... nada más importa, ¿no crees? -.

Le resultaba imposible de todo punto apartar los recelos que aquella situación le había ocasionado. Sin embargo, la estampa le resultaba demasiado tentadora como para negarse a su pedido. Aunque tan solo hubiera transcurrido un mes desde que fuese desterrado, a ella se le había hecho eterno, añorando su presencia, su voz, a él por entero. Cada minuto del día. Cada segundo.

Por ese motivo extendió su mano, entrelazándola con la suya. Volviendo a sentirse completa por primera vez en mucho tiempo. Su historia estaba repleta de idas y venidas, y aunque probablemente jamás volvieran a estar juntos, jamás existiría para ella otro hombre que no fuese Raimundo.

Él la atrajo hacía sí y solo pudo acariciarla con su mirada.

- Creo que la música se ha detenido -, balbuceó Francisca en un susurro.

- ¿En serio? -, respondió él. - Tan incapaz soy de centrar mi atención en otra cosa que no seas tú, que no me había percatado de que la música había cesado -.

Francisca trató de zafarse de aquella dulce cadena en que se habían convertido los brazos de Raimundo en torno a su cintura. - Puede que entonces esta situación ya no tenga demasiado sentido -.

- Nada en nosotros tiene sentido, y sin embargo, somos incapaces de apartarnos el uno del otro. Por muchas trabas que nosotros mismos nos impongamos -. Mantuvo firme su agarre. - Dame tan solo un segundo -, le pidió sin dejar de mirarle a los ojos. - No puedo permitirme el lujo de perder tu calor entre mis brazos. Aunque sea en un único baile -.

Tan despacio como sus cuerpos se habían fundido minutos antes, volvieron a separarse. Tan solo el tiempo suficiente para que él se dirigiese al gramófono y aquella melodía volviera a llenar el aire. Francisca había seguido cada uno de sus movimientos sin saber si se trataba de un sueño o si era realidad. Estaba tan confusa y a la vez tan deseosa de dejarse llevar sin pensar en consecuencias ni razones...

Cerró los ojos y solo volvió a abrirlos cuando sintió su respiración sobre ella.

- ¿Me concedes este baile? -, preguntó Raimundo.

Se permitió sonreírle como única respuesta mientras sus manos se posaban sobre sus hombros, y sentía cómo las suyas se deslizaban por su espalda hasta ceñir firmemente su cintura. Cuando quiso darse cuenta, se movían al unísono por todo el salón.

- Apenas recordaba lo mucho que me gustaba bailar -, recordó de pronto en voz alta, con una sonrisa brillándole en los ojos. - Todo esto trae a mi memoria tan gratos recuerdos... -.

Raimundo sonrió, dejando caer una de sus manos por la cadera de Francisca. - Supongo que entonces yo era tan políticamente educado que jamás me hubiese atrevido a bailar contigo de esta manera, y más sintiendo los ojos de tu padre sobre mí a cada momento -.

Una limpia carcajada escapó de la garganta de Francisca. - Mi padre tu hubiese matado si te hubiese sorprendido con la mano justo donde la tienes ahora mismo -, añadió no sin cierta reprobación. - Creo que te estás tomando demasiadas confianzas, Raimundo -.

- Creía que a estas alturas de nuestra vida no tendríamos que reprimir aquello que deseamos hacer -.

- ¿Y por qué no debería ser así? -, rebatió ella. - Yo llevo haciéndolo toda mi vida -.

Raimundo deslizó su mano un poco más abajo, tomándola por el muslo. Sonriendo por dentro al percibir cómo ella se tensaba. - ¿Y no crees que ya va siendo hora de que te permitas hacer todo aquello que quieres? -, le susurró junto al oído. - ¿A qué estás esperando, Francisca? -.

Súbitamente, flexionó su muslo contra su cadera y se movió hacia atrás. Sin soltarla, arrastrándola tras él. Y comenzó a bailar de una manera totalmente indecorosa para la norma.

- Raimundo, ¿qué...? -

- No hables -, le interrumpió. - Siente, tan solo siente. La música, mi cuerpo... a mí -, añadió sin dejar de mirarle a los ojos. - He soñado con poder bailar el tango contigo desde el mismo momento en que descubrí su existencia allá en las Américas -.

Francisca tragó saliva. - ¿También has soñado que lo bailabas con ella? -, le espetó de pronto.

- ¿Ella? -, le contestó Raimundo con el ceño fruncido.

- Esa viuda con la que vives y que según tu hija te ha devuelto la alegría -. No quiso disimular lo mucho que le dolía saber que otra mujer hubiese disfrutado entre sus brazos.

- ¿Pueden ser acaso celos los que se intuyen en tu voz? -, le preguntó con una sonrisa.

Francisca se detuvo, apartándose de él con visible enojo en su rostro. - ¿Celos? ¿Y por qué habría de tenerlos? -. La voz le temblaba de rabia. - Entre tú y yo, ya no existe nada... -, negó con la cabeza. - No quieras ver cosas donde no las hay. Es más... -, se movió apartándose aún más de él. -... no sabes cuánto me alegro de que esa... mujer...te haya devuelto esa felicidad que tu propia hija no deja de proclamar -.

No era consciente de que apretaba los puños contra los costados. Que su cuerpo estaba tenso y que alguna furtiva lágrima se había escapado de sus ojos, deslizándose por su mejilla. Que en su mirada estaba escrita la desolación y la rabia que sentía por saberle de nuevo de otra.

En apenas dos pasos, él estaba a su lado, con los ojos cargados de infinita dulzura. Trató de estrecharla junto a él, pero ella se lo impidió.

- ¡Déjame Raimundo! Y regresa con ella, pues yo nada deseo saber de ti -. Y sin embargo, se aferró a las solapas de su chaqueta mientras su interior se derrumbaba.

- Mi única felicidad eres tú, Francisca. Ninguna mujer podrá nunca compararse contigo, mi amor -.

.....

Sintió frío. Un viento helador que recorría su cuerpo. Y vacío. Y soledad. Abrió los ojos para darse cuenta de que todo había sido un sueño De que nada de lo que había vivido era real. Nada podía hacer por cambiar la situación que los mantenía alejados. O tal vez sí. Tal vez en su mano estaba cambiar su destino y no perder de nuevo lo que siempre había deseado. Iría a Fuerteventura. Y esta vez, todo sería real. 

viernes, 12 de junio de 2015

REENCUENTROS



Aquello distaba mucho de ser planeado, pero sólo podía calificarse como perfecto. Permanecía anclada a sus brazos, como si la sola idea de apartarse de él supusiera perderse a la deriva, lejos de una pasión ya olvidada y que le estaba abrasando las entrañas. No cuestionó en ningún momento los motivos que habían impulsado a Raimundo a presentarse de aquella manera intempestiva en su casa. Simplemente, una vez más, se había dejado llevar por entero. Se había entregado como solo una mujer enamorada podría hacerlo. Quizá por eso, por hallarse inmersa en ese deseo desbocado que él había despertado en su interior, que no advirtió que sus brazos ya no le asían con la misma firmeza. Que sus besos habían ido decayendo en intensidad.

Y fue precisamente cuando sintió el aliento cálido de su boca sobre su mejilla, cuando comprendió que algo no iba bien.

- ¿Qué te ocurre? -, le preguntó aún jadeante.

- Esto es un error, Francisca -, fue su única respuesta.
Error. Que Raimundo considerase como un error lo que ella había apreciado como delicioso, provocó una fisura en su ya maltrecho corazón. A pesar de ello, no dejó que la decepción se vislumbrase en su semblante.

- Lo es... -, musitó acariciando su mentón. - Pero ha sucedido -. Añadió sonriendo, sin embargo. ¿A qué arrepentirse de que sucediese lo que estaba predestinado a ser? Ella no lo había buscado, y sin embargo, ahí estaba. En sus brazos. Y no pensaba renunciar a ellos. - Decidiste abandonarte a la locura... gocemos de ella -.

- Si por mí fuera, te seguiría hasta el infierno con tal de gozar de tu abrazo, pero... -.

Una nueva grieta amenazaba con volver a romper su corazón. Comprendía que él se debatía entre sus sentimientos y lo que se suponía que debía hacer para no dañar a los que más quería. Y ante esa disyuntiva, ella sabía que tendría las de perder, que volvería a ser la despreciada, pues Raimundo no dudaría sobre qué elegir.
Cerró los ojos y acarició su rostro, ansiando disfrutar lo que podían ser los últimos segundos a su lado. Rozó su sien con los labios, aspirando su aroma.

- Maldita memoria... -.

Ahora fue ella la que se apartó, herida por aquella afirmación lanzada al aire. - ¿Qué quieres decir? -.

Raimundo se mostró desconcertado ante su reacción, y durante unos segundos que se volvieron incómodos, no supo qué responder de tan evidente que le resultaban sus palabras.

- Existe demasiado dolor en nuestra historia como para que pueda pasarse por alto, ¿o acaso no lo crees tú también, Francisca? -.

Ella dio un paso atrás. - ¿Y qué me dices del amor que nos profesamos, que parece ser que está por encima de ese dolor del que hablas? -. Se vislumbraba la decepción en sus palabras. - ¿También ha de pasarse por alto? -.

Raimundo apartó la mirada. A fin de cuentas, llevaba obviando sus sentimientos casi desde que podía recordar. - Entiendes perfectamente lo que quiero decir, Francisca -, le respondió apretando los puños. - ¿Es que tú en mi lugar podrías olvidar el pasado? ¿el dolor infringido? -. Había alzado la voz mucho más de lo que hubiese deseado, más aún seguía luchando contra el deseo de gozar de ella como para controlar también el tono de su voz.

Ella asintió con la cabeza mientras se acercaba hasta la mesa de los licores, resuelta a servirse una copa de brandy que calmase su deseo frustrado. 

- Lo que entiendo Raimundo, es que una vez más antepones tu cobardía por encima de lo que sientes -. Se encaró a él con la copa en la mano. - ¿Me hablas tú de olvidar? -, le espetó. - ¿No estaba olvidando tu vil traición mientras me estrechabas entre tus brazos? ¿No estaba olvidando que fui secuestrada y torturada por tu propio hijo, mientras tus labios tomaban los míos? -. Dio un trago de la copa que llevaba entre las manos y volvió a darle la espalda. - A veces me empeño en recordar que los demás son conscientes de que yo también he sufrido... -. Musitó. - Por fortuna, a los pocos segundos me doy cuenta de cuán equivocada estoy -. Dejó la copa sobre la mesa. - Yo no te pedí que vinieras, Raimundo. Como tampoco pedí tus besos ni palabras de amor. Tienes razón... márchate por donde has venido y olvidemos una vez más -.

Esperó con una mezcla de resignación y dolor, un portazo que nunca llegó. Lo que sí pudo sentir, fue la calidez de Raimundo a su espalda, y sus manos bordeando su cintura.

- Lo siento... -, murmuró junto a su cabello.

- ¿Qué...? ¿Qué es lo que sientes? -, le respondió derritiéndose ante el calor de sus manos y el estremecimiento que aquello le había ocasionado. Los párpados comenzaron a pesarle como si dos enormes losas se hubiesen instalado sobre ellos. El aire se volvió denso y un jadeo escapó de su garganta cuando Raimundo fue girándola lentamente hacia él, volviendo a sentir sobre ella su aliento quemándole en los labios.

- ¿Y tú? -, pronunció junto a su boca. - ¿Qué es lo que sientes tú? -.

La respuesta quedaba reflejada en sus ojos por mucho que hubiese intentado ocultarla. Aquel brillo, sumado al intenso estremecimiento que recorrió su piel cuando Raimundo acarició sus caderas con los pulgares, terminaron por delatarla. ¿Cómo no reaccionar ante una sensación olvidada pero que había resistido el paso del tiempo, permaneciendo mansamente latente en su interior, esperando el momento preciso para volver a brotar?

Y aquel momento había llegado. Perdió toda capacidad de control y ni rastro quedaba de cordura en ella. Tan solo deseaba dejarse arrastrar por esa pasión desbocada sin pensar en las consecuencias. A pesar de ello, le costaba poner en palabras todo el torbellino de sensaciones que su cuerpo estaba gritando.

- Tranquila -. Él trató de calmarla. - Yo siento lo mismo que tú, Francisca -.

A medida que iba hablando, acortaba el espacio que los separaba. - Te quiero tanto, que el mundo podría acabarse en este instante si ello me permitiese volver a sentirte una vez más bajo mi piel -.

Francisca lanzó un jadeo que fue inmediatamente recogido entre los labios de Raimundo, que se apoderaron de los suyos con vehemencia. Arrasando como si de una lluvia torrencial se tratase. Calando hasta sus huesos. Empapándole el alma con su fuerza. Jamás había sentido un deseo semejante, ni siquiera en su juventud cuando descubrió lo que era la pasión enredada entre sus brazos. Aquel era un fuego que le había prendido en el rincón más oculto de su cuerpo y recorría sus venas como si fuera lava ardiente. Era un deseo maduro, experimentado. Sin las prisas de la adolescencia. Que cuidaba los detalles a pesar de la premura.

Las manos de Raimundo le hacían experimentar sacudidas que le llevaban a alcanzar cotas de placer indescriptibles. El sabor de su lengua buscando la suya, le enajenaba como nunca antes lo había hecho. Tuvo que aferrarse a las solapas de su chaqueta para no desfallecer.

- Te quiero... -, pudo farfullar a duras penas cuando él le concedió una tregua para recuperar aliento. Y aun así, continuó prodigándole besos y caricias por todo el rostro.

- No hay nadie más por la casa, ¿no es cierto? -, le preguntó de repente.

Aquello sí que no lo esperaba. Desconcertada, le miró sin comprender. - ¿Acaso quieres testigos que aplaudan tu comportamiento? -.

Raimundo le miró con una sensualidad que consiguió derretirle por dentro. Después, se apartó de ella dirigiéndose hasta la puerta. Cerrándola con absoluta parsimonia sin permitir que su mirada le abandonase en ningún momento.

Durante esos largos e intensos segundos, se sintió desnuda ante sus ojos. Un intenso rubor comenzó a teñir sus mejillas.

- Me preocupa que alguien pueda venir a molestarnos al escuchar lo que va a ocurrir en esta habitación, eso es todo -.

Francisca se tambaleó y dio un paso hacia atrás, buscando apoyo en la mesa. - ¿Cómo...? ¿Cómo dices? -, preguntó sin apenas resuello.

Raimundo suavizó su mirada sonriendo con indulgencia. Pero aquello solo duró unos segundos, el tiempo que necesitó para adivinar el deseo en los ojos de Francisca. Avanzó hasta ella, abrasándole con su mirada, provocándole con su acelerada respiración. Ella ahogó un gemido cuando al fin lo tuvo frente a sí.

Y solo pudo cerrar los ojos pesadamente, esperando unos labios que no terminaban de llegar. Aquello era una tortura, y saber que era capaz de transformarse en arcilla entre sus manos, era una sensación que no terminaba de complacerle. Aguantó la respiración al percibir que Raimundo se movía. Dio un respingo cuando sus manos le atraparon con firmeza por la cintura, y casi gritó de frustración, cuando él le hizo a un lado.

- Qué demonios.... ¿A qué se supone que estás juga...? -.

- Schhhh... -, la interrumpió Raimundo. - Siempre quise hacer esto -.

Aquella mezcla de diversión y anhelo en su voz, junto con el brillo travieso que adivinó en sus ojos, le descolocó por completo. Tuvo que presenciar como en cuestión de segundos, Raimundo arrasaba con todo lo que había sobre la mesa.

Cientos de papeles, documentos, incluso el teléfono, encontraron un lugar sobre la alfombra.

- Pero, ¿es que te has vuelto loco? -, le gritó.

- Sí -, afirmó Raimundo arrastrándole hasta su pecho y tomándole por las caderas. - Loco por ti. Un completo desquiciado capaz de seguirte al mismísimo infierno si fuera preciso -. Besó fugazmente sus labios. - Ahora sí -. La alzó hasta sentarla sobre la mesa. - Ahora eres toda mía -, musitó colocándose entre sus muslos.

Probó de nuevo su boca mientras sus manos se deslizaban por sus piernas, llevándose el vestido por el camino. Francisca le despojó de la chaqueta, y comenzó a deslizar las yemas de sus dedos por toda la espalda hasta llegar a su cuello. De ahí, a desabrochar el primer botón de su camisa, solo se sucedieron segundos. El calor de su piel le quemaba bajo las palmas de las manos cuando al fin pudo acariciarle a placer. Su calidez, el olor de su piel le hicieron gemir en medio del beso. Aquel dulce y embriagador sonido despertó aún más el deseo en Raimundo, que enmarcó su rostro aumentando la intensidad de su contacto.

Deslizó el vestido por sus hombros, y la acarició con la punta de los dedos. - Demasiados años soñando con este momento -.

Francisca le sonrió antes de volver a sumergirse en su boca. Se vieron arrojados a una pasión desenfrenada que inundó la atmósfera de jadeos y respiraciones entrecortadas. Casi sin darse apenas cuenta, completaron su unión. Una alianza de cuerpos y almas que casi les hizo perder la consciencia. Se movieron desesperados hasta que la calma volvió a reinar en aquel cuarto.

Raimundo se dejó caer sobre ella, y volvieron a besarse mientras trataban de recuperar el aliento. Ninguno de los dos sabía qué decir en aquel momento. Francisca sintió miedo de repente. Temor de que pasado ese instante tan íntimo, la realidad volviera a abrirse paso entre los dos. Él calmó sus dudas besando su frente. Incorporándose y llevándola con él.

- Te aseguro que la noche, acaba de comenzar -.