Francisca cepillaba su cabello
mientras Raimundo, desde la cama, no podía sino adorarla con los ojos. – Siempre
me encantó tu pelo Francisca. Ese olor a flores blancas que desprendía…Jamás pude
borrarlo de mi memoria -.
Ella se giró para mirarle. - Siempre fuiste un zalamero, Raimundo -, le respondió sonriendo. Dejó el cepillo sobre
el tocador y fue corriendo hacia él para poder besarle suavemente los labios.
– Voy a bajar a comprobar que todo está despejado para que puedas salir.
Mientras, te aconsejo que tengas el buen tino de ir vistiéndote -. Se inclinó
sobre él para darle un rápido beso. – No
tardo -, susurró.
Apenas había hecho intención de
incorporarse, cuando Raimundo la inmovilizó, atrapándola bajo su cuerpo.
Besándola apasionadamente. – Sigues aquí y ya te estoy echando de menos, amor
-.
Francisca esbozó una triste
sonrisa mientras acariciaba con dulzura su barba. Qué injusta es la vida. Aquel pensamiento se adueñó de su mente,
borrando aquella repentina felicidad que había supuesto para ella regresar a
los brazos de aquel a quien había amado toda su vida. Ahora, que al fin lo había recuperado, pudiera
ser que quizá ella…
Trató de desechar tan rápido como
pudo aquellos pensamientos para que él no notara su temor.
- ¡Vamos Raimundo! -, le dijo. -
No pretenderás que nos pasemos el día entero en la cama, ¿no es cierto? -.
Él frunció el ceño y chasqueó la
lengua con fastidio. - ¿Y quién ha decidido tamaño dislate? -, le preguntó
mientras mordisqueaba su oreja. - Yo podría pasarme perfectamente todo el día
aquí tumbado…contigo… -. Dejó un rastro de fuego en su cuello con sus labios. A
duras penas, Francisca sí pudo contestarle.
- ¿Y qué crees que estará pensando
tu hija Emilia cuando vea que no has dormido en casa, y que aún, bien entrada
la mañana, no has aparecido?-, le preguntó con fingida inocencia mientras
acariciaba dulcemente su boca.
¡Maldición! Francisca tenía
razón. Se había olvidado completamente de ese pequeño detalle. Consciente de
que debía dar explicación de su paradero, soltó a Francisca a regañadientes.
- En fin -, suspiró. - Supongo
que tengo que darte la razón. ¡Pero no te acostumbres! -.
Ella no puedo evitar soltar una
carcajada. - Siempre tengo razón, Raimundo. Será mejor que tú te acostumbres a
eso -. Se zafó de él entre carcajadas y
salió sonriendo por la puerta, no sin antes lanzarle una última mirada.
Raimundo se sentía en una nube.
Había recuperado al fin a su pequeña. En lo que no quería reparar era en el
poco tiempo que podrían disfrutar el uno del otro si es que esa maldita
operación no salía como debiera. No, no iba a aceptarlo. Francisca había
demostrado ser una mujer fuerte a lo largo de estos años, y estaba seguro de
que se iba a recuperar.
Se incorporó de la cama y recogió
su ropa, que andaba desperdigada por el suelo. Sonrió de medio lado recordando
los momentos compartidos la pasada noche. Las caricias que había brindado al
cuerpo desnudo de Francisca… El pensamiento de que habría miles de noches más
como aquella, calentó su corazón con una brizna de esperanza.
Estaba ya empezando a ponerse los
pantalones de espaldas a la puerta, cuando esta se abrió de repente.
- ¿No podías pasar más tiempo sin
mí, verdad ángel mío?-. Se dio la vuelta pegando saltitos mientras intentaba
ponerse los pantalones. – Yo también te…-. Interrumpió su discurso,
empalideciendo de repente hasta que trastabilló cayendo al suelo como un fardo.
........
Francisca estaba próxima a llegar
a su alcoba, cuando advirtió que la puerta estaba abierta. Hecho que le hizo
fruncir el ceño extrañada, ya que, si no recordaba mal, ella misma había
cerrado la puerta cuando abandonó la habitación dejando a Raimundo en su
interior.
Aceleró el paso, recortando el
poco trayecto que le restaba. - Raimundo… -, susurró. - Está todo despeja…-.
Ahogó un grito cubriéndose
horrorizada el rostro. La visión que se mostraba ante ella, la llenaba de estupefacción
y vergüenza. Raimundo estaba en el suelo,
medio desnudo y con los pantalones por los tobillos, mientras un atónito
Tristán, con la mandíbula desencajada le observaba de pie a un metro escaso de
él.
- Tristán, hijo…Esto…Santo Dios…
-, terminó musitando. Tenía la garganta seca y las palabras le raspaban
intentando salir.
El joven se giró hacia ella.
- Esto no es lo que parece
¿verdad madre? -, preguntó divertido. - Es lo que está tratando de decirme, ¿no
es cierto? -, sonrió burlón. - ¡Muy bien!, la escucho. Soy todo oídos.
Explíqueme entonces de qué se trata -.
Cruzó los brazos sobre el pecho,
y esperó divertido la respuesta de su madre. En realidad, no podía negar que el
hecho de encontrar a Raimundo en cueros en la habitación de su madre le había
dejado más que sorprendido. Sin embargo, tras la charla que había tenido con
Sebastián el día anterior, todo parecía encajar. A pesar de que, en un
principio, la historia que le contaba su amigo era difícil de creer.
******
- ¿Mi madre y tu padre? Pero si
siempre están peleando. ¡Se odian Sebastián! Eso es dl todo imposible -.
- ¿Y nunca te has parado a pensar,
qué es lo que puede causar un odio tan grande amigo? Solo un amor igual de
inmenso que ese odio. Lo triste de esta historia, es que ellos aún se aman por
encima de todas las cosas, Tristán. Mi padre me lo confesó todo apenas unos
días atrás. Además encontré en esta misma conservera las cartas de amor que se
escribieron en el pasado. Aunque me cueste reconocerlo, porque yo adoraba a mi
madre, el único amor de la vida de mi padre ha sido tu madre -.
******
Las palabras de Sebastián habían
resonado en su cabeza durante toda la noche. Pero después de presenciar aquella
rocambolesca situación, ya no le quedaba la menor duda.
- Tristán, verás…-. Raimundo continuaba
en el suelo incapaz de moverse. – Tu madre y yo…es decir, Francisca… -. Resopló
sin saber muy bien qué decir. Por primera vez en su vida, se había quedado sin
palabras.
- Y dígame Raimundo… ¿Ya… sanaron
todas sus heridas? -, le preguntó inocente, recordando las últimas palabras que éste había pronunciado antes de salir de la conservera. Se estaba
divirtiendo sobremanera con la escasa fluidez verbal del hombre y con el
tremendo sonrojo de su madre.
Francisca al fin se recompuso.
- ¿Y qué modales son esos de
entrar en mi aposento sin llamar antes a la puerta? -, gritó, entrando en
tromba en la habitación. - No me gasté un dineral para enviarte a los mejores
colegios y que ahora no puedas recordar que no ha de accederse a una habitación
ajena con semejante falta de educación -.
Estaba molesta, pero sobre todo desconcertada
por saberse descubierta en falta. Y nada menos que por su hijo.
- Buenos días madre, veo que ya
está levantada -. Soledad se acercó a ella para después emitir un jadeo ahogado
al descubrir a Raimundo en una postura un tanto comprometida.
Francisca estaba que se la
llevaban los demonios. ¿Pero qué pasaba en esa casa? ¿Es que todos habían
decidido confabularse para entrar esa mañana en su habitación?
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La doncella acudió para abrir la
puerta a Don Anselmo, que había llegado a la casona para tratar un asunto con
Francisca. Saludó afectuosamente a la muchacha y le dijo:
- ¿Sabes si la señora ya se
encuentra levantada, muchacha? -.
- Me pareció verla hace un
momento subir las escaleras camino de su habitación -, respondió ella. - Si tiene
a bien esperar, iré a avisarla de inmediato, Don Anselmo -.
El páter sonrió alzando una mano.
- No muchacha, no te molestes. Yo mismo subiré, y ya de paso conversaré con
Tristán acerca de la salud de su madre -. Su mirada se ensombreció de repente.
- Prefiero charlar con él arriba para
que nadie nos interrumpa -. Volvió a esbozar una tímida sonrisa. - Tú prosigue
con tus quehaceres hija mía -.
Don Anselmo subió las escaleras,
extrañado al ver la puerta de la habitación de Doña Francisca entreabierta y
escuchar voces discutiendo en su interior. Temeroso de que algo hubiese
ocurrido, se decidió a entrar.
- ¿Ocurre algo Doña Francisca?...
¡Válgame el cielo! ¡Raimundo! -. Comenzó a santiguarse preso de una fuerte
agitación.
- Éramos pocos y parió la burra -,
bufó Francisca. Ya no lo soportaba más. Si no echaba pronto a toda esa gente y
cerraba con llave la puerta de su habitación, terminaría por aparecer también por
allí el alcalde con la cotilla de su mujer. - ¿Por qué no redactamos un bando
municipal y que todos los desarrapados de este pueblo vengan a ver el
espectáculo?-, vociferó. Estaba realmente furiosa. - Hagan el favor de salir
todos inmediatamente de mi habitación. ¡Esto es el colmo! -. Gritaba a unos y a
otros, sin dejar de mover los brazos en el aire. - Y tu Raimundo. ¿Quieres
ponerte los pantalones de una maldita vez? -.
Tristán sonrió, más decidió no
contradecir a su madre al percibir en sus ojos aquel brillo peligroso que
anunciaba tormenta.
- Vamos hermana -, se dirigió a
Soledad, que se había quedado muda desde el mismo momento en que llegó. -
Salgamos de aquí -, le dijo agarrando su brazo. - Don Anselmo, síganos. ¿Ya ha
desayunado? -.
Una vez salieron todos de la
habitación, Francisca volcó toda su atención en Raimundo.
- Tu no -, le pidió de manera
cortante. - Hemos de tratar un asunto importante -.
Raimundo terminó de abrocharse
los botones de la camisa. De reojo, podía notar que la vena del cuello de
Francisca terminaría de explotar de un momento a otro. Hacía tiempo que no la
veía tan furiosa y sin embargo, en lo único que podía pensar era en lo
maravillosa que era aún a pesar de ese carácter del demonio. La amó con los
ojos.
- Ya me dirás qué clase de explicación
voy a dar a mis hijos cuando baje -. Se paseaba nerviosa por toda la
habitación. De pronto se giró hacia él, deteniéndose en seco. - ¿Qué diantres estás
mirando de esa manera…?-. Pudo sentir que su enfado comenzaba a diluirse ante
aquella mirada cargada de amor que le estaba ofreciendo Raimundo.
- A ti, amor -, respondió. -
Siento que me duele el corazón de amarte tanto -.
Francisca creyó morir ante tal
declaración. Sonrió antes de dirigirse hacia la puerta cerrando suavemente y echando
a continuación el pestillo. Corrió hacia él que la esperaba con los brazos
abiertos. Se refugió en su abrazo y de nuevo calmó su sed en la dulce y
caliente boca de Raimundo.
Permanecieron abrazados durante
largos minutos, disfrutando de ese íntimo vínculo que había renacido en ellos.
Francisca pensó que podría quedarse así durante el resto de su vida.
Su vida…
De nuevo aquella negra espesura que
cubría su alma y hacía que se le helara la sangre. Deseaba aferrarse a la vida
más que nunca. Tener de nuevo a Raimundo a su lado le había proporcionado la fuerza
que necesitaba, y sin embargo no era suficiente. Si el tumor hubiese invadido
otras zonas de su cuerpo, las probabilidades de salvación serían nulas. Así se
lo había dicho el doctor. Rezaba a cada segundo porque no fuera así y pudiera
tener una segunda oportunidad junto a él. Ambos lo merecían.
- ¿Qué asunto querías tratar
conmigo Francisca? -, le preguntó Raimundo de repente, sacándole de sus
pensamientos. Le costó unos segundos recordar de qué le estaba hablando. – Antes dijiste que teníamos que tratar sobre
cierto asunto -. Se apartó de ella un instante para poder mirarle a los ojos. -
¿De qué se trata mi amor? -.
Francisca suspiró. Había
imaginado mil y una veces ese momento. Qué le diría, cómo se lo diría, o si,
tal vez, lo ocultaría para siempre. Pero su estado de salud actual, hacía más
que necesaria esa conversación. Raimundo merecía saber la verdad. Toda la
verdad.
- Ven-, le dijo tomando su mano.
– Vamos a sentarnos -.
- ¿Qué pasa Francisca? ¿A qué
viene esa seriedad ahora? Me estás asustando…-. Raimundo la miraba preocupado.
- Siéntate aquí conmigo y por
favor, te suplico que no me interrumpas hasta que termine de hablarte, ¿De acuerdo? -.
Raimundo estaba inquieto.
Francisca había cambiado su actitud de repente, y sentía temor ante aquello que
fuese lo que quisiera decirle.
- Te lo prometo, mi amor. Habla
pues -.
- Te he querido siempre, Raimundo.
No recuerdo un solo día de mi vida en que no haya estado enamorada de ti -,
sonrió al recordar. - Mi corazón dejó de pertenecerme desde el mismo instante
en que te vi y se rompió en mil pedazos el día que me abandonaste -. Las
lágrimas hicieron acto de presencia brillando en sus ojos. Aun así, prosiguió.
– Desde aquel momento, mi vida carecía de sentido alguno, no deseaba seguir en
este mundo si la alternativa era vivir con tu desprecio y abandono. Incluso
pensé en… -. Tuvo que detenerse durante un instante. Los recuerdos eran
demasiado dolorosos. Más no iba a detenerse ahora que al fin había encontrado
el valor para confesárselo. - Pensé…en quitarme la vida -. Finalizó.
Raimundo sintió que miles de
dagas se clavaban ardientes en su corazón. Si ella hubiese muerto a causa de su
abandono, él tampoco hubiera querido seguir viviendo.
Francisca continuó.
- Mi madre había decidido unilateralmente
que yo debía casarme por conveniencia. ¡Estaba destrozada! -, sollozó. - No
solo tú te marchaste de mi lado, sino que además tendría que entregarme a un
ser al que no conocía y al que ya repudiaba. El dolor que sentía era tan fuerte
que no me permitía respirar -.
Pudo ver el dolor en
los ojos de Raimundo, pero no se detuvo.
- El día antes de mi casamiento,
me encaminé hacia la quebrada de los lobos, dispuesta a lanzarme al vacío y
terminar de una vez por todas con mi vida -. Tragó saliva y agachó la cabeza. -
Y así hubiera sido, de no ser por algo que noté en mi interior -.
Raimundo la miró extrañado, pero
le dejó continuar.
- Raimundo…-. No se atrevía a
mirarle a los ojos. – Mi vida ha estado llena de golpes, insultos,
humillaciones… Y todo ello unido al hecho de que tú ya no me querías. Sin
embargo conseguía levantarme cada día porque tenía una poderosa razón para
seguir luchando. Tristán. Mi hijo -. Se
detuvo para poder mirarle a los ojos. - Tristán era lo único que me quedaba…de
ti.-
Raimundo dejó de respirar. Podía
sentir cómo sus huesos se convertían en poco más que polvo. Cerró con fuerza los
ojos. Aquel sufrimiento era insoportable
-Tristán…es mi hijo -. Lágrimas
de angustia se deslizaban por su rostro. - ¿Por qué no me lo dijiste nunca
Francisca? ¿Por qué? -.
- ¿Y qué querías que hiciera? -.
Francisca se unió a su llanto. - ¿Qué me presentase ante ti para decirte que de
nuestro amor había nacido una nueva vida cuando tú me habías abandonado? -.
Francisca se derrumbó. - Me dejaste sola…me dejaste con él…-. Lloró
amargamente.
Raimundo no pudo soportarlo más.
Tomó su rostro con las manos y la besó. Quería absorber hasta el último aliento
de Francisca, que se había aferrado a él desesperada por volver a sentirle. Se
arrancaron la ropa el uno al otro sin dejar de besarse. Cuando estuvieron
completamente desnudos, la tumbó en el suelo y la poseyó con una
pasión devastadora. Francisca se retorcía debajo de él gritando su nombre hasta
que juntos lograron alcanzar el placer más supremo mientras el mundo seguía
girando a su alrededor.
Raimundo se dejó caer suavemente
su peso sobre Francisca, respirando atropelladamente.
- Perdóname, amor mío -, besó
delicadamente la piel de su cuello. - Jamás quise hacerte daño -.
- Lo sé, mi amor -. Francisca
impregnó su rostro con suaves besos. – Lo sé… -.
Unieron una vez más sus labios.
Raimundo se puso en pie, ofreciéndole la mano para ayudarle a levantarse. Terminaron
de vestirse, deteniéndose a cada instante para robarse el aliento con un beso
dulce y tierno, sintiendo en lo más profundo de su corazón que el enorme abismo
que los había separado durante tantos años, empezaba a disiparse de forma
pareja a cómo seguía creciendo su amor. Francisca se sentía libre después de tantos
y tantos años de agonía, mientras él no sabía cómo expresar con palabras la
confusión de emociones que le recorrían de arriba abajo. Por un lado, sentía un
intenso dolor además de un terrible sentimiento de culpabilidad tras la
confesión de todos los pesares que había tenido que soportar Francisca al
sufrir su abandono. Y por otro, la enorme felicidad que le embargaba por
haberla recuperado de nuevo y descubrir al mismo tiempo que tenía un hijo. Un hijo
de ambos. De repente sintió un pinchazo de orgullo. Tristán era un gran
muchacho.
- ¿Por qué te decidiste ahora a
contármelo Francisca? -. Raimundo se situó frente a ella.
- Raimundo…-, susurró ella
acariciando suavemente su rostro.
- No Francisca… no lo menciones,
ni lo pienses siquiera -. La tomó por los brazos con más fuerza de la que
pretendía. - No vas a morir, ¿me oyes? No lo permitiré -. Se abrazó a ella,
escondiendo su rostro en el hueco de su cuello. – Vas a recuperarte, y entonces
tú y yo nos casaremos -. Francisca dio un respingo. – ¿De qué te sorprendes? -,
le preguntó. - Te aseguro que nada ni nadie podrá sepárame de ti. Nunca… -, la
rozó con sus labios. – Nunca… -, repitió antes de volver a fundirse con ella en
un beso apasionado.
Francisca se apoyó en su pecho. -
Será mejor que bajemos al salón -, sugirió. - No sé con qué cara voy a mirar a
mis hijos para explicarles tu presencia aquí… y encima de esa guisa en la que
te encontraron -. Aguantó la sonrisa que amenazaba con salir al recordar a
Raimundo en el suelo sin pantalones.
- Y ¿qué te parece la misma cara
que tienes ahora?-, besó su mejilla. - Está usted absolutamente preciosa,
futura señora Ulloa -.
- ¿Señora Ulloa? -. Francisca
enarcó una ceja. - ¿Y por qué no Señor Montenegro?-, le preguntó dándole
golpecitos con el dedo en el pecho.
Raimundo soltó una carcajada –
Esta sí que es mi fierecilla… -. Besó fugazmente sus labios antes de tomarle de
la mano y dirigirse hasta el salón.
Ambos tendrían que dar una buena
explicación.
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