Translate

sábado, 2 de mayo de 2015

AMOR, LUCHA Y RENDICIÓN (Parte 4)



Francisca cepillaba su cabello mientras Raimundo, desde la cama, no podía sino adorarla con los ojos. – Siempre me encantó tu pelo Francisca. Ese olor a flores blancas que desprendía…Jamás pude borrarlo de mi memoria -.

Ella se giró para mirarle. - Siempre fuiste un zalamero, Raimundo -, le respondió sonriendo. Dejó el cepillo sobre el tocador y fue corriendo hacia él para poder besarle suavemente los labios. – Voy a bajar a comprobar que todo está despejado para que puedas salir. Mientras, te aconsejo que tengas el buen tino de ir vistiéndote -. Se inclinó sobre él para darle un rápido beso.  – No tardo -, susurró.

Apenas había hecho intención de incorporarse, cuando Raimundo la inmovilizó, atrapándola bajo su cuerpo. Besándola apasionadamente. – Sigues aquí y ya te estoy echando de menos, amor -.

Francisca esbozó una triste sonrisa mientras acariciaba con dulzura su barba. Qué injusta es la vida. Aquel pensamiento se adueñó de su mente, borrando aquella repentina felicidad que había supuesto para ella regresar a los brazos de aquel a quien había amado toda su vida.  Ahora, que al fin lo había recuperado, pudiera ser que quizá ella…

Trató de desechar tan rápido como pudo aquellos pensamientos para que él no notara su temor.

- ¡Vamos Raimundo! -, le dijo. - No pretenderás que nos pasemos el día entero en la cama, ¿no es cierto? -.

Él frunció el ceño y chasqueó la lengua con fastidio. - ¿Y quién ha decidido tamaño dislate? -, le preguntó mientras mordisqueaba su oreja. - Yo podría pasarme perfectamente todo el día aquí tumbado…contigo… -. Dejó un rastro de fuego en su cuello con sus labios. A duras penas, Francisca sí pudo contestarle.

- ¿Y qué crees que estará pensando tu hija Emilia cuando vea que no has dormido en casa, y que aún, bien entrada la mañana, no has aparecido?-, le preguntó con fingida inocencia mientras acariciaba dulcemente su boca.

¡Maldición! Francisca tenía razón. Se había olvidado completamente de ese pequeño detalle. Consciente de que debía dar explicación de su paradero, soltó a Francisca a regañadientes.

- En fin -, suspiró. - Supongo que tengo que darte la razón. ¡Pero no te acostumbres! -.

Ella no puedo evitar soltar una carcajada. - Siempre tengo razón, Raimundo. Será mejor que tú te acostumbres a eso -. Se zafó de él entre carcajadas y salió sonriendo por la puerta, no sin antes lanzarle una última mirada.

Raimundo se sentía en una nube. Había recuperado al fin a su pequeña. En lo que no quería reparar era en el poco tiempo que podrían disfrutar el uno del otro si es que esa maldita operación no salía como debiera. No, no iba a aceptarlo. Francisca había demostrado ser una mujer fuerte a lo largo de estos años, y estaba seguro de que se iba a recuperar.

Se incorporó de la cama y recogió su ropa, que andaba desperdigada por el suelo. Sonrió de medio lado recordando los momentos compartidos la pasada noche. Las caricias que había brindado al cuerpo desnudo de Francisca… El pensamiento de que habría miles de noches más como aquella, calentó su corazón con una brizna de esperanza.

Estaba ya empezando a ponerse los pantalones de espaldas a la puerta, cuando esta se abrió de repente.

- ¿No podías pasar más tiempo sin mí, verdad ángel mío?-. Se dio la vuelta pegando saltitos mientras intentaba ponerse los pantalones. – Yo también te…-. Interrumpió su discurso, empalideciendo de repente hasta que trastabilló cayendo al suelo como un fardo.

........
 
Francisca estaba próxima a llegar a su alcoba, cuando advirtió que la puerta estaba abierta. Hecho que le hizo fruncir el ceño extrañada, ya que, si no recordaba mal, ella misma había cerrado la puerta cuando abandonó la habitación dejando a Raimundo en su interior.

Aceleró el paso, recortando el poco trayecto que le restaba. - Raimundo… -, susurró. - Está todo despeja…-.

Ahogó un grito cubriéndose horrorizada el rostro. La visión que se mostraba ante ella, la llenaba de estupefacción y vergüenza. Raimundo estaba en el suelo, medio desnudo y con los pantalones por los tobillos, mientras un atónito Tristán, con la mandíbula desencajada le observaba de pie a un metro escaso de él.

- Tristán, hijo…Esto…Santo Dios… -, terminó musitando. Tenía la garganta seca y las palabras le raspaban intentando salir.

El joven se giró hacia ella.

- Esto no es lo que parece ¿verdad madre? -, preguntó divertido. - Es lo que está tratando de decirme, ¿no es cierto? -, sonrió burlón. - ¡Muy bien!, la escucho. Soy todo oídos. Explíqueme entonces de qué se trata -.

Cruzó los brazos sobre el pecho, y esperó divertido la respuesta de su madre. En realidad, no podía negar que el hecho de encontrar a Raimundo en cueros en la habitación de su madre le había dejado más que sorprendido. Sin embargo, tras la charla que había tenido con Sebastián el día anterior, todo parecía encajar. A pesar de que, en un principio, la historia que le contaba su amigo era difícil de creer.

******

- ¿Mi madre y tu padre? Pero si siempre están peleando. ¡Se odian Sebastián! Eso es dl todo imposible -.

- ¿Y nunca te has parado a pensar, qué es lo que puede causar un odio tan grande amigo? Solo un amor igual de inmenso que ese odio. Lo triste de esta historia, es que ellos aún se aman por encima de todas las cosas, Tristán. Mi padre me lo confesó todo apenas unos días atrás. Además encontré en esta misma conservera las cartas de amor que se escribieron en el pasado. Aunque me cueste reconocerlo, porque yo adoraba a mi madre, el único amor de la vida de mi padre ha sido tu madre -.

******

Las palabras de Sebastián habían resonado en su cabeza durante toda la noche. Pero después de presenciar aquella rocambolesca situación, ya no le quedaba la menor duda.

- Tristán, verás…-. Raimundo continuaba en el suelo incapaz de moverse. – Tu madre y yo…es decir, Francisca… -. Resopló sin saber muy bien qué decir. Por primera vez en su vida, se había quedado sin palabras.

- Y dígame Raimundo… ¿Ya… sanaron todas sus heridas? -, le preguntó inocente, recordando las últimas palabras que éste había pronunciado antes de salir de la conservera. Se estaba divirtiendo sobremanera con la escasa fluidez verbal del hombre y con el tremendo sonrojo de su madre.

Francisca al fin se recompuso.

- ¿Y qué modales son esos de entrar en mi aposento sin llamar antes a la puerta? -, gritó, entrando en tromba en la habitación. - No me gasté un dineral para enviarte a los mejores colegios y que ahora no puedas recordar que no ha de accederse a una habitación ajena con semejante falta de educación -.

Estaba molesta, pero sobre todo desconcertada por saberse descubierta en falta. Y nada menos que por su hijo.

- Buenos días madre, veo que ya está levantada -. Soledad se acercó a ella para después emitir un jadeo ahogado al descubrir a Raimundo en una postura un tanto comprometida.

Francisca estaba que se la llevaban los demonios. ¿Pero qué pasaba en esa casa? ¿Es que todos habían decidido confabularse para entrar esa mañana en su habitación?

-----------

La doncella acudió para abrir la puerta a Don Anselmo, que había llegado a la casona para tratar un asunto con Francisca. Saludó afectuosamente a la muchacha y le dijo:

- ¿Sabes si la señora ya se encuentra levantada, muchacha? -.

- Me pareció verla hace un momento subir las escaleras camino de su habitación -, respondió ella. - Si tiene a bien esperar, iré a avisarla de inmediato, Don Anselmo -.

El páter sonrió alzando una mano. - No muchacha, no te molestes. Yo mismo subiré, y ya de paso conversaré con Tristán acerca de la salud de su madre -. Su mirada se ensombreció de repente. -  Prefiero charlar con él arriba para que nadie nos interrumpa -. Volvió a esbozar una tímida sonrisa. - Tú prosigue con tus quehaceres hija mía -.

Don Anselmo subió las escaleras, extrañado al ver la puerta de la habitación de Doña Francisca entreabierta y escuchar voces discutiendo en su interior. Temeroso de que algo hubiese ocurrido, se decidió a entrar.

- ¿Ocurre algo Doña Francisca?... ¡Válgame el cielo! ¡Raimundo! -. Comenzó a santiguarse preso de una fuerte agitación.

- Éramos pocos y parió la burra -, bufó Francisca. Ya no lo soportaba más. Si no echaba pronto a toda esa gente y cerraba con llave la puerta de su habitación, terminaría por aparecer también por allí el alcalde con la cotilla de su mujer. - ¿Por qué no redactamos un bando municipal y que todos los desarrapados de este pueblo vengan a ver el espectáculo?-, vociferó. Estaba realmente furiosa. - Hagan el favor de salir todos inmediatamente de mi habitación. ¡Esto es el colmo! -. Gritaba a unos y a otros, sin dejar de mover los brazos en el aire. - Y tu Raimundo. ¿Quieres ponerte los pantalones de una maldita vez? -. 

Tristán sonrió, más decidió no contradecir a su madre al percibir en sus ojos aquel brillo peligroso que anunciaba tormenta.

- Vamos hermana -, se dirigió a Soledad, que se había quedado muda desde el mismo momento en que llegó. - Salgamos de aquí -, le dijo agarrando su brazo. - Don Anselmo, síganos. ¿Ya ha desayunado? -.

Una vez salieron todos de la habitación, Francisca volcó toda su atención en Raimundo.

- Tu no -, le pidió de manera cortante. - Hemos de tratar un asunto importante -.

Raimundo terminó de abrocharse los botones de la camisa. De reojo, podía notar que la vena del cuello de Francisca terminaría de explotar de un momento a otro. Hacía tiempo que no la veía tan furiosa y sin embargo, en lo único que podía pensar era en lo maravillosa que era aún a pesar de ese carácter del demonio. La amó con los ojos.

- Ya me dirás qué clase de explicación voy a dar a mis hijos cuando baje -. Se paseaba nerviosa por toda la habitación. De pronto se giró hacia él, deteniéndose en seco. - ¿Qué diantres estás mirando de esa manera…?-. Pudo sentir que su enfado comenzaba a diluirse ante aquella mirada cargada de amor que le estaba ofreciendo Raimundo.

- A ti, amor -, respondió. - Siento que me duele el corazón de amarte tanto -.

Francisca creyó morir ante tal declaración. Sonrió antes de dirigirse hacia la puerta cerrando suavemente y echando a continuación el pestillo. Corrió hacia él que la esperaba con los brazos abiertos. Se refugió en su abrazo y de nuevo calmó su sed en la dulce y caliente boca de Raimundo.

Permanecieron abrazados durante largos minutos, disfrutando de ese íntimo vínculo que había renacido en ellos. Francisca pensó que podría quedarse así durante el resto de su vida.

Su vida…

De nuevo aquella negra espesura que cubría su alma y hacía que se le helara la sangre. Deseaba aferrarse a la vida más que nunca. Tener de nuevo a Raimundo a su lado le había proporcionado la fuerza que necesitaba, y sin embargo no era suficiente. Si el tumor hubiese invadido otras zonas de su cuerpo, las probabilidades de salvación serían nulas. Así se lo había dicho el doctor. Rezaba a cada segundo porque no fuera así y pudiera tener una segunda oportunidad junto a él. Ambos lo merecían.

- ¿Qué asunto querías tratar conmigo Francisca? -, le preguntó Raimundo de repente, sacándole de sus pensamientos. Le costó unos segundos recordar de qué le estaba hablando.  – Antes dijiste que teníamos que tratar sobre cierto asunto -. Se apartó de ella un instante para poder mirarle a los ojos. - ¿De qué se trata mi amor? -.

Francisca suspiró. Había imaginado mil y una veces ese momento. Qué le diría, cómo se lo diría, o si, tal vez, lo ocultaría para siempre. Pero su estado de salud actual, hacía más que necesaria esa conversación. Raimundo merecía saber la verdad. Toda la verdad.

- Ven-, le dijo tomando su mano. – Vamos a sentarnos -.

- ¿Qué pasa Francisca? ¿A qué viene esa seriedad ahora? Me estás asustando…-. Raimundo la miraba preocupado.

- Siéntate aquí conmigo y por favor, te suplico que no me interrumpas hasta que termine de hablarte, ¿De acuerdo? -.

Raimundo estaba inquieto. Francisca había cambiado su actitud de repente, y sentía temor ante aquello que fuese lo que quisiera decirle.

- Te lo prometo, mi amor. Habla pues -.

- Te he querido siempre, Raimundo. No recuerdo un solo día de mi vida en que no haya estado enamorada de ti -, sonrió al recordar. - Mi corazón dejó de pertenecerme desde el mismo instante en que te vi y se rompió en mil pedazos el día que me abandonaste -. Las lágrimas hicieron acto de presencia brillando en sus ojos. Aun así, prosiguió. – Desde aquel momento, mi vida carecía de sentido alguno, no deseaba seguir en este mundo si la alternativa era vivir con tu desprecio y abandono. Incluso pensé en… -. Tuvo que detenerse durante un instante. Los recuerdos eran demasiado dolorosos. Más no iba a detenerse ahora que al fin había encontrado el valor para confesárselo. - Pensé…en quitarme la vida -. Finalizó.

Raimundo sintió que miles de dagas se clavaban ardientes en su corazón. Si ella hubiese muerto a causa de su abandono, él tampoco hubiera querido seguir viviendo.

Francisca continuó.

- Mi madre había decidido unilateralmente que yo debía casarme por conveniencia. ¡Estaba destrozada! -, sollozó. - No solo tú te marchaste de mi lado, sino que además tendría que entregarme a un ser al que no conocía y al que ya repudiaba. El dolor que sentía era tan fuerte que no me permitía respirar -.

Pudo ver el dolor en los ojos de Raimundo, pero no se detuvo.

- El día antes de mi casamiento, me encaminé hacia la quebrada de los lobos, dispuesta a lanzarme al vacío y terminar de una vez por todas con mi vida -. Tragó saliva y agachó la cabeza. - Y así hubiera sido, de no ser por algo que noté en mi interior -.

Raimundo la miró extrañado, pero le dejó continuar.

- Raimundo…-. No se atrevía a mirarle a los ojos. – Mi vida ha estado llena de golpes, insultos, humillaciones… Y todo ello unido al hecho de que tú ya no me querías. Sin embargo conseguía levantarme cada día porque tenía una poderosa razón para seguir luchando. Tristán. Mi hijo -.  Se detuvo para poder mirarle a los ojos. - Tristán era lo único que me quedaba…de ti.-

Raimundo dejó de respirar. Podía sentir cómo sus huesos se convertían en poco más que polvo. Cerró con fuerza los ojos. Aquel sufrimiento era insoportable

-Tristán…es mi hijo -. Lágrimas de angustia se deslizaban por su rostro. - ¿Por qué no me lo dijiste nunca Francisca? ¿Por qué? -.

- ¿Y qué querías que hiciera? -. Francisca se unió a su llanto. - ¿Qué me presentase ante ti para decirte que de nuestro amor había nacido una nueva vida cuando tú me habías abandonado? -. Francisca se derrumbó. - Me dejaste sola…me dejaste con él…-. Lloró amargamente.

Raimundo no pudo soportarlo más. Tomó su rostro con las manos y la besó. Quería absorber hasta el último aliento de Francisca, que se había aferrado a él desesperada por volver a sentirle. Se arrancaron la ropa el uno al otro sin dejar de besarse. Cuando estuvieron completamente desnudos, la tumbó en el suelo y la poseyó con una pasión devastadora. Francisca se retorcía debajo de él gritando su nombre hasta que juntos lograron alcanzar el placer más supremo mientras el mundo seguía girando a su alrededor.

Raimundo se dejó caer suavemente su peso sobre Francisca, respirando atropelladamente.

- Perdóname, amor mío -, besó delicadamente la piel de su cuello. - Jamás quise hacerte daño -.

- Lo sé, mi amor -. Francisca impregnó su rostro con suaves besos. – Lo sé… -.

Unieron una vez más sus labios. Raimundo se puso en pie, ofreciéndole la mano para ayudarle a levantarse. Terminaron de vestirse, deteniéndose a cada instante para robarse el aliento con un beso dulce y tierno, sintiendo en lo más profundo de su corazón que el enorme abismo que los había separado durante tantos años, empezaba a disiparse de forma pareja a cómo seguía creciendo su amor. Francisca se sentía libre después de tantos y tantos años de agonía, mientras él no sabía cómo expresar con palabras la confusión de emociones que le recorrían de arriba abajo. Por un lado, sentía un intenso dolor además de un terrible sentimiento de culpabilidad tras la confesión de todos los pesares que había tenido que soportar Francisca al sufrir su abandono. Y por otro, la enorme felicidad que le embargaba por haberla recuperado de nuevo y descubrir al mismo tiempo que tenía un hijo. Un hijo de ambos. De repente sintió un pinchazo de orgullo. Tristán era un gran muchacho.

- ¿Por qué te decidiste ahora a contármelo Francisca? -. Raimundo se situó frente a ella.

- Raimundo…-, susurró ella acariciando suavemente su rostro.

- No Francisca… no lo menciones, ni lo pienses siquiera -. La tomó por los brazos con más fuerza de la que pretendía. - No vas a morir, ¿me oyes? No lo permitiré -. Se abrazó a ella, escondiendo su rostro en el hueco de su cuello. – Vas a recuperarte, y entonces tú y yo nos casaremos -. Francisca dio un respingo. – ¿De qué te sorprendes? -, le preguntó. - Te aseguro que nada ni nadie podrá sepárame de ti. Nunca… -, la rozó con sus labios. – Nunca… -, repitió antes de volver a fundirse con ella en un beso apasionado.

Francisca se apoyó en su pecho. - Será mejor que bajemos al salón -, sugirió. - No sé con qué cara voy a mirar a mis hijos para explicarles tu presencia aquí… y encima de esa guisa en la que te encontraron -. Aguantó la sonrisa que amenazaba con salir al recordar a Raimundo en el suelo sin pantalones.

- Y ¿qué te parece la misma cara que tienes ahora?-, besó su mejilla. - Está usted absolutamente preciosa, futura señora Ulloa -.

- ¿Señora Ulloa? -. Francisca enarcó una ceja. - ¿Y por qué no Señor Montenegro?-, le preguntó dándole golpecitos con el dedo en el pecho.

Raimundo soltó una carcajada – Esta sí que es mi fierecilla… -. Besó fugazmente sus labios antes de tomarle de la mano y dirigirse hasta el salón.

Ambos tendrían que dar una buena explicación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario