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miércoles, 29 de abril de 2015

AMOR, LUCHA Y RENDICIÓN (Parte 3)



Se refugió en la biblioteca buscando escapar de las atenciones que sus hijos le estaban brindando. Necesitaba un poco de paz y tranquilidad, para poder meditar sobre lo que le estaba ocurriendo y sobre todo, lo que estaba por acontecer. Agradecía los cuidados de Soledad, pero como esa muchacha volviera a decirle lo que podía o no podía hacer iba a volverse loca. Se sentó tras la mesa de su despacho y abrió lentamente el cajón. Sacó cuidadosamente el libro que había al fondo y lo abrió por la primera página.

“Que estas rimas sean el principio de una pasión compartida

R.”

Raimundo. Cómo había recordado a ese condenado tabernero todos estos días pasados. En realidad, le había recordado cada hora, cada minuto y cada segundo de su triste vida. Acarició con suavidad cada una de las palabras que él le había escrito por miedo a que el roce de sus dedos las hiciera desaparecer. A su mente regresaron las palabras que había cruzado con él no hace demasiado tiempo.

“Cuán distinto hubiera sido todo si tu…nosotros…”.

Ellos. Su amor. Sin embargo solo había existido sufrimiento y dolor por la separación. Pero también lucha. Y elevadas dosis de rencor. Sentía a pesar de todo, que sus disputas con él habían conseguido que cada mañana pudiera levantarse de la cama y afrontar un nuevo día solo por el simple hecho de que quizá, pudieran cruzarse sus miradas aunque fuera bajo las duras palabras de una pelea. Sonrió. Realmente Raimundo era un magnífico contrincante. Como también era algo mucho más importante para ella. Era su vida entera. Era su amor.

Se levantó con pesadez y se dirigió hacia la ventana. Acomodándose en su confortable butaca de cuero. Cerrando los ojos a continuación. Y recordando. Volvió a ser una niña de 15 años corriendo libre y despreocupada por los campos que le habían visto convertirse en mujer. Siempre con él a su lado. Riendo, conversando… besándose con pasión. Amándose.

Aferró con fuerza el libro contra su pecho. Aquel mismo que Raimundo le había regalado hacía ya tanto tiempo, y que ella había conservado como su mayor tesoro. Y lloró. Lloró por su amor perdido y por la vida que no había podido disfrutar junto a él.

Raimundo observaba a Francisca desde la puerta de la biblioteca. Se había colado en la Casona sin hacer ruido. Necesita verla y sanar su alma atormentada. La de Francisca, pero también la suya propia. Con lo que no contaba, era con verla aferrada a aquel libro que tanto había significado para los dos en el pasado. Su corazón se detuvo por un instante, para volver a latir a continuación con más fuerza si cabe.

Sin procurar emitir ningún sonido que la perturbase, se acercó hasta ella. Una sonrisa llena de ternura y de amor se dibujó en su rostro al contemplarla. ¡Era tan sumamente bella…! ¿Cómo había podido sobrevivir todo este tiempo sin tenerla? Y sobre todo, ¿cómo iba a poder vivir en un mundo sin ella...?

Francisca tenía en su alma  grabado a fuego, cada momento vivido con Raimundo. Cada caricia disfrutada a su lado. Sonrió dulcemente y se ruborizó al evocar los instantes de pasión que habían compartido. Podía rememorar a la perfección cada línea de su cara, cada pliegue de su cuerpo. Su olor. Ese aroma a jabón y madera. A hombre. Sus fosas se abrieron para volver a aspirar ese perfume.

- Raimundo…-, pronunció en un susurro.

- Mi pequeña… -, le respondió él, que la observaba con los ojos empañados de amor.

Francisca abrió suavemente los ojos para volver a perderse en la profundidad de los ojos castaños de Raimundo, que en ese momento estaba arrodillado junto a ella.

Pasaron varios minutos que a ambos les parecieron segundos. No pudieron apartar la mirada del otro ni un solo instante. Y cada uno encontró en los ojos del otro, ese amor que los había unido en el pasado y que seguía ahí con más vehemencia que entonces.

- ¿Por qué?-, preguntó entre sollozos. - ¿Por qué Raimundo? -.

Él no pudo controlarse por más tiempo y tomó su rostro con ambas manos. Bebió cada una de sus lágrimas, que se mezclaban con las suyas propias. Francisca buscó su boca y se fundieron al fin en un demoledor beso cargado de dudas, de rencor, de ansiedad, de miedo. Pero sobre todo, de amor. El tiempo se detuvo. No existía nada ni nadie que no fueran ellos dos, esa habitación. Ese momento, y ese amor que los consumía.

Separaron sus bocas un instante, en el que Raimundo apoyó su frente en la de ella mientras sus respiraciones volvían a acompasarse.

- No soportaré vivir sin ti amor mío. No puedo perderte otra vez, ¡no quiero! -, afirmó. - Nunca a lo largo de estos años he dejado de amarte, y mi corazón seguirá siendo tuyo más allá de la muerte.

Francisca acarició su rostro con veneración al tiempo que sus ojos recorrían su semblante.

- ¿Acaso crees que yo he dejado de ser tuya en algún instante desde que te conocí? -, le preguntó.

Volvieron a mirarse a los ojos antes de unir nuevamente sus labios. Besándose de forma apasionada. Francisca aparcó los convencionalismos para dejar hablar a su corazón. Sabía que existía la posibilidad muy real de que ya no le quedara demasiado tiempo en este mundo, y no estaba dispuesta a desperdiciarlo.

- Quédate conmigo esta noche, Raimundo -, le pidió. - Necesito sentirte junto a mí…dentro de mí... -.

Raimundo se perdió en su mirada, rozando sus labios con la yema de los dedos...

- Ni el mismísimo diablo podría arrancarme ahora mismo de tu lado, amor mío -.

Comenzó a besarla suavemente a la vez que se ponía en pie con ella enlazada entre sus brazos. Francisca reposó en su pecho mientras se encaminaban escaleras arriba camino de su alcoba.

Jamás un pasillo se había hecho tan interminable. Se paraban a cada momento para unir sus almas en un beso tan profundo que no hacía más que incrementar las ganas que tenían de amarse. Francisca provocaba a Raimundo mordiendo tiernamente el lóbulo de su oreja. Él hacía verdaderos esfuerzos por no tumbarla en el suelo de aquel enorme caserón e introducirse en ella. Tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para soportar aquella deliciosa tortura. Hasta que finalmente llegaron a la habitación de Francisca, iluminada de manera tenue por un pequeño quinqué.

Raimundo la depositó en el suelo sin aflojar en su abrazo. Sus respiraciones se entremezclaban.

- Interminables años Francisca…-. Su voz sonaba ronca por el deseo despertado. – Demasiado tiempo sin ti…-. Besó con dulzura sus párpados mientras sus manos enmarcaban su rostro.  – He soñado cada noche con volver a tenerte entre mis brazos -, afirmó mientras deslizaba los labios por su mejilla. - Y ahora por fin estás aquí. Junto a mí -, concluyó mirándole intensamente a los ojos.

Francisca sintió que su sangre se convertía en lava fluyendo por sus venas. Raimundo la quemaba, y ella no deseaba otra cosa que no fuera morir abrasada en la pasión de su amor. Ansiaba sus besos, su cuerpo. Anhelaba su alma.

- Ámame Raimundo…ámame como si el mañana no existiera -, susurró junto a sus labios. – Necesito sentirte mío aunque sea una vez más -, musitó, rozándole la comisura de los labios con la punta de la lengua.

Aquello trastornó a Raimundo. Puso su mano tras la nuca de Francisca y atacó su boca como un hambriento ante su última cena. Aquello era como encontrar un oasis cuando uno se encuentra muerto de sed.

Francisca no se quedó atrás. Mientras recibía las acometidas de la dulce lengua de Raimundo, sus manos se deslizaron por su pecho hasta encontrar el primer botón de su camisa. A duras penas, consiguió desabotonarlo, y cuando se disponía a hacer lo propio con el segundo, Raimundo se separó un instante de su boca.

- Francisca, arráncame la camisa si es menester, pero no me tortures más…-.

A pesar de la pasión que los consumía, ello no pudo menos que reír al oír la intensidad y premura de su voz.

- No te recordaba tan impaciente -, respondió, rompiendo de un solo tirón los botones de la camisa de Raimundo, quedando expuesto ante ella la plenitud de su pecho. Sus dedos juguetones se deslizaron por él sembrando un camino de fuego que se incrementó cuando su boca siguió el mismo recorrido. Raimundo jadeó.

- Me estás matando…-, confesó

Los expertos dedos de Raimundo desbrocharon el vestido de Francisca quedando éste recogido en torno a sus tobillos, junto con el resto de su ropa.

– Estás aún más bonita de lo que te recordaba -, anunció mientras su mirada se deslizaba por su cuerpo, erizándole la piel. – Te juro que voy a amarte de tal manera que no te quedarán ganas de volver a discutir conmigo nunca más -.

Ambos se sonrieron sin dejar de mirarse a los ojos. Raimundo la tomó en brazos, para depositarla suavemente en el lecho.

- ¿Deseas que apague la luz? -, preguntó.

- No -, respondió ella, rozando levemente su boca con los dedos. - Quiero grabar tu rostro en mi memoria para que me acompañe siempre, en lo que me reste de vida -.

Raimundo selló sus labios con un beso cargado de angustia y miedo. Temores que pronto quiso disipar. Aquel no era momento de pensar en perderla. Ahora, solo podía amarla.

- Te quiero Raimundo…-.

- Y yo te amo, amor mío. Nunca te dejaré marchar -, prometió. - Así tenga que enfrentarme al mismísimo Dios -.

lunes, 27 de abril de 2015

AMOR, LUCHA Y RENDICIÓN (Parte 2)



Llegó el alba y con él las prisas por el viaje que debían realizar. La casona estaba revolucionada con los preparativos. Mauricio junto con alguno de sus hombres, bajaba el baúl con el equipaje de Francisca y Soledad. Mientras, en el exterior, una sombra escondida entre los arbustos del jardín, observaba sin perder detalle todo el movimiento que se estaba produciendo.

Tras el descubrimiento de que Francisca se marchaba y los motivos que le habían impulsado a ello, Raimundo no soportaba la angustia que que había nacido en su pecho. Necesitaba salir. Correr. Gritar. Sin saber muy bien cómo llegó hasta allí, había salido a la fría noche y había vagado durante horas por la ribera del rio. Finalmente, sus pasos le habían encaminado irremediablemente a la Casona. 

Tenía que verla. Necesitaba verla. Y por eso estaba allí, agazapado como si fuera un delincuente. Nada tenía de malo que mostrara aquel inesperado interés por su salud, nada tenía que ocultar. Pero aun así, no se vio capaz de salir de su escondrijo. Ella no tardaría en aparecer. Justo ahora estaban subiendo el equipaje a la calesa.

De repente, Francisca se mostró ante sus ojos. Tan bella como siempre, y en esta ocasión supo reconocer en su rostro la dulzura y fragilidad de antaño. Su corazón amenazando con salir del pecho, ansiaba correr hasta ella.

La boca se le secó. El suelo tembló bajo sus pies. Quería acercarse. Necesitaba acercarse.

- Francisca…-, pronunció en un susurro

Aquella voz. Cada vez que la escuchaba, mil escalofríos recorrían su espalda haciéndole flaquear las piernas. Solo tuvo que girarse muy lentamente para encontrarse con los profundos ojos de Raimundo frente a ella.

- Ulloa, ¿Qué hace aquí? -, gritó Mauricio. - ¡Lárguese ahora mismo o le echo a patadas como el perro que es! Esto es una propiedad privada -. Bufó mientras se le acercaba amenazador.

- ¿Acaso te crees ahora el dueño de mi finca Mauricio? -. La voz de Francisca le detuvo en seco. Sus ojos refulgían con un brillo peligroso. - El único que se tiene que largar de mi vista ahora mismo eres tú -, prosiguió. - Vamos, ¡largo! -.

Sus atenciones se volvieron nuevamente hacia Raimundo. Todo su cuerpo temblaba, incluido su corazón. Como siempre le ocurría cada vez que tenía la fortuna de cruzar su camino con el suyo. Más, también como siempre, revistió su alma de fina ironía.

- Y bien, Raimundo ¿Qué es lo que estás haciendo aquí? -, preguntó entrelazando las manos sobre el regazo. - Espera, no me digas más. Vienes a pedirme que te traiga alguna bagatela de la capital, ¿a que sí? ¿O tal vez prefieres una botella del mejor vino que pueda encontrar? -.

Sabía que estaba siendo innecesariamente cruel, pero lo que no deseaba es que él notara el miedo que le atenazaba.

Raimundo observaba en silencio, dolido por todas y cada una de las palabras que salían de su boca. Sin embargo la conocía demasiado bien. Sabía que estaba ocultando su temor. Y aquello sí que le asustó sobremanera, ya que Francisca parecía no tener nunca miedo a nada.

- Mi pequeña…-, se limitó a musitar.

- ¡Cállate! -, gritó Francisca con el brillo de las lágrimas quemándole en los ojos. - No puedes llamarme así, ¡no tienes ningún derecho! Lo perdiste hace demasiados años -. El dolor se abría paso a través de su garganta, amenazando con salir y destrozarle el alma, más pronto consiguió dominarlo, arrojándolo al lugar más recóndito y oculto de su ser. Respiró hondo antes de volver a dirigirse a él. Como si apenas unos segundos atrás, no hubiese conseguido robarle la calma. - En serio Raimundo, ¿qué quieres? No me hagas perder más el tiempo. Como puedes ver me marcho de viaje a la capital. Tengo que resolver unos asuntos de negocios allí -.

No tenía derecho a reclamarle nada, a pedirle explicaciones. Y sin embargo, las necesitaba más que el respirar. Por eso decidió no ocultar más que sabía el motivo real de su marcha.

- Tus intentos por ocultarme la verdad son vanos, Francisca -, le dijo. - Sé muy bien por qué te vas. Sé que estás… -, acalló su voz incapaz de pronunciar aquello que le abrasaba el pecho.

Francisca empalideció. - ¿Que estoy… qué? -. Apenas le salía la voz. ¿Cómo había podido enterarse de aquello?

Raimundo dio un paso hacia ella. Incluso hizo el amago de tocarla, pero se contuvo a mitad de camino. Aquello solo habría conseguido empeorar las cosas.

- Lo sabes tan bien como yo, Francisca -. Le respondió. Sosteniéndole la mirada.

Francisca resopló. Comprendiendo en realidad porqué se había presentado frente a ella. 

- Claro, y por supuesto, tú has venido a regodearte. A comprobar con tus propios ojos que es cierto lo que te han contado -. Un punto de dolor teñía sus palabras y sin embargo, se felicitó al comprobar que Raimundo no parecía apreciarlo. Aquello habría supuesto darle a entender el profundo desconsuelo que su odio le causaba. - Pues que te quede bien clara una cosa Ulloa -, prosiguió. - Me encuentro perfectamente, por lo que te sugiero que no saborees demasiado esto que consideras un triunfo. Tan solo se trata de un chequeo rutinario -. Avanzó unos pasos hacia la calesa, queriendo dar la conversación por finalizada. A punto estaba de subir a la escalerilla cuando se volvió hacia él. - Hay Francisca Montenegro para rato -. Lo soltó con la cabeza erguida, de manera orgullosa. Pero no pudo evitar que le temblara la voz y se maldijo por ello.

- Prométemelo…- susurró Raimundo sorprendiéndola.

- ¿Prometerte? -, preguntó con asombro. - ¿Y qué es lo que tengo que prometerte yo a ti tabernero? -.

Raimundo la taladró entonces con sus profundos ojos castaños.

- Que volverás. Que no yerran tus palabras y que habrá Francisca Montenegro para mucho tiempo -.

Dejó que su alegato calara en ella antes de marcharse, alejándose por el camino que llevaba al pueblo.

Francisca se había quedado clavada en el sitio. No podía moverse y mucho menos respirar. Sentía que la respiración moría atascada en su pecho, ahogándola hasta dejarla inerte. Sus ojos, anegados en lágrimas solo pudieron seguirle hasta que se perdió por el camino.

- Madre, ¿se encuentra bien? -.

La voz de su hija le sacó de aquel íntimo trance, haciéndole caer con pies de plomo a la realidad. Soltó lentamente todo el aire que estaba conteniendo y secó rápidamente esas lágrimas furtivas con el dorso de la mano.

- Por supuesto Soledad -. Se recompuso. - Subamos a la calesa y acabemos con esto cuanto antes -.

Cuando estuvieron acomodadas en sus respectivos asientos, Tristán apareció junto a ellas, a lomos de su caballo.

- Buenos días madre. Si al fin llevamos todo lo necesario y lo considera usted pertinente, podemos partir ya mismo hacia la capital -.

Francisca asintió con un movimiento de cabeza. Llevaba todo lo necesario, era cierto. Todo, a excepción de su corazón. Ese se había empeñado en irse detrás de su único dueño.

…………………..

Raimundo limpió la mesa por tercera vez. Hacía ya cinco días que Francisca se había marchado y aún no habían tenido noticias por el pueblo. Desde entonces sentía como si no estuviera en su cuerpo. Siempre parecía ausente, distraído. Incluso torpe. Las cosas se le caían de las manos sin remedio. Solo tenía en mente una sola cosa.

Francisca. Siempre Francisca.

Emilia observaba preocupada a su padre. Desde el día de la partida de la Señora, él no había sido el mismo. Estoy bien hija, no te preocupes. Aquello era lo que se limitaba a pronunciar ante sus requerimientos. ¡Hombre testarudo! Era capaz de escuchar las cuitas de todos los parroquianos,  pero incapaz de soltar prenda sobre su estado. De pronto, una idea brotó en su mente. Quizá pudiera lograr que su padre se despejara al menos durante un rato.

- Padre -, le llamó. - Me gustaría preparar un guiso con berenjenas para la comida de hoy, pero resulta que vengo de la cocina y no me quedan. ¿Sería para usted mucha molestia acercarse a la conservera para encargárselas a Sebastián? -.

Raimundo la miró de medio lado, lanzando un suspiro.

- ¿Por qué no vas tu Emilia? No tengo demasiadas ganas de salir. Además hay muchos parroquianos por aquí -, le dijo mientras dirigía su mirada por la casa de comidas.

- ¿Y entonces qué? ¿Se va a quedar usted encargado de la cocina? -. La joven tomó a su padre del brazo. - Además yo sola me basto y me sobro para atender a toda esta gente -, sonrió.- Ande padre, hágame caso. Un poco de aire fresco será bueno para usted -.

Raimundo sabía que no podía discutir con Emilia. Era una batalla que ya tenía perdida incluso antes de empezar. Cuando a esa condenada muchacha se le  metía algo en la cabeza, no paraba hasta conseguirlo. Le devolvió la sonrisa, sintiendo el orgullo pleno de un padre que comprende que su niña ya es toda una mujer.  

- De acuerdo hija, se hará como tú digas -, cedió resignado mientras le daba un toquecito con el dedo en la punta de la nariz.

Después se quitó el delantal, cogió su abrigo y salió camino de la conservera.

……………

- Sebastián ¿se puede? -. Abrió la puerta del despacho de su hijo tras haber golpeado levemente la puerta con los nudillos.

- Claro padre, pase -. El joven se levantó acercándose a recibirlo. - ¿Qué le trae por aquí? ¿Puedo hacer algo por usted? -.

- Verás hijo -. Se dispuso a relatarle la petición de Emilia. - Tu hermana se ha empeñado en hacer un guiso y me envió hasta aquí  para hacerte un encargo de berenjenas -.

Sebastián sonrió, saboreando ya aquella deliciosa comida que había prometido su hermana.

- Se me hace la boca agua solo de imaginármelo -, se carcajeó mientras daba una palmadita en la espalda a su padre. - Dígame cuántas necesita -.

De repente, la puerta del despacho se abrió interrumpiéndolos.

- Señor Ulloa quería… ¡oh, discúlpeme! No sabía que estaba ocupado -.

Sebastián se levantó de su silla, mientras un avergonzado trabajador de la conservera estaba a punto de salir de allí como alma que lleva el diablo lamentándose por la interrupción.

- Valeriano, espere hombre -, sonrió Sebastián con indulgencia. - Solo charlaba un rato con mi padre. Pero mira, ya que estás aquí, te agradecería que te acercaras con él almacén y le hicieras entrega de unos tarros de conserva que necesita -. El joven se dirigió entonces a Raimundo – Discúlpeme padre por no acompañarle, pero es que no puedo ausentarme del despacho. Estoy esperando la visita de un posible inversor -.

- Claro Señor Ulloa, para mí será un placer acompañar a su padre y ofrecerle lo que necesite -, se ofreció el hombre.

Raimundo miró orgulloso a su muchacho. - No te aflijas Sebastián. El deber es lo primero -. Se volvió entonces hacia el hombre. – Vayamos pues a por esos tarros -, le dijo mientras le daba una palmadita en el hombro.

Sebastián los siguió con la mirada mientras ambos hombres abandonaban el despacho charlando animadamente. Agradecido de ver sonreír a su padre por primera vez en días.

………………

- Supongo que con esto será suficiente. Muchas gracias por su ayuda Valeriano -, le dijo Raimundo mientras estrechaba su mano

- A mandar Don Raimundo. Aquí estamos para lo que necesite -.

- Apéame el tratamiento hombre. Nada nos diferencia a ti y a mí. Ambos somos personas honestas y trabajadoras -. Valeriano sonrió. – Y ahora si me disculpas iré a despedirme de mi hijo Sebastián -.

……………

- Pues sí que eres trabajador amigo, veo que la empresa está en muy buenas manos-

Sebastián asomó la cabeza de entre una pila de papeles. – ¡Tristán amigo! Al fin habéis vuelto. Estaba tan ensimismado mirando unas facturas que no sentí la puerta -. Se puso en pie acercándose a él, fundiéndose ambos se fundieron en un sincero y fraternal abrazo.

- Ya me di cuenta -, rio Tristán. – ¿Te parece que nos sentemos? -, le sugirió señalando sendas butacas. Sebastián asintió, y al fin se atrevió a hacer la pregunta que le rondaba en la cabeza desde que le había visto cuzar el umbral de la puerta.

- ¿Qué tal el viaje? ¿Cómo se encuentra tu madre? Espero que las pruebas fueran satisfactor…-. No puedo terminar la frase, pues la mirada apesadumbrada que le estaba ofreciendo Tristán había respondido por él. – ¿No ha sido así, verdad amigo? -.

El joven suspiró. - No Sebastián, no lo han sido. Mi madre… -. Volvió a suspirar, queriendo ganar unos segundos en los que encontrar las fuerzas para contarle su pesar. - Mi madre tiene un tumor -, prosiguió. - Ha de operarse o de lo contrario morirá. Y de hacerlo, las posibilidades de éxito son mínimas -.

De repente, un fortísimo estruendo los sobresaltó. Ambos se levantaron y corrieron hacia la puerta, que se encontraba en ese momento entreabierta. La visión que ante ellos surgió en aquel instante, conmocionó a los dos jóvenes. Varios tarros de cristal rotos en el suelo, y un Raimundo con las manos ensangrentadas por los cortes llorando amargas lágrimas.

- Por todos los santos, ¡padre! ¿Se encuentra bien? -. Gritó Sebastián agarrando sus manos. – Tenemos que llevarle ahora mismo al dispensario. Han de curarle estas heridas inmediatamente -.

Raimundo miró a su hijo a los ojos, con un intenso dolor reflejado en ellos. - Mis heridas son mucho más profundas que unos simples cortes. Y no pueden se curadas por ninguna doctora -. Se dirigió entonces hacia Tristán – ¿Dónde está ahora Francisca? -.

El joven, que había sido testigo mudo de aquella escena hasta entonces, le observaba estupefacto. – ¿Mi madre? -, preguntó extrañado por su sola mención. - Ella está en la Casona ahora mismo, Raimundo, pero será mejor que vayamos a curarle esos cortes -.

Él se zafó de las manos de su hijo. – No Tristán, ahora no. Antes debo ir a curar otra herida que me duele mucho más -.

Dio media vuelta, marchándose por la puerta y dejando tras de sí a un asombrado Tristán y un preocupado Sebastián.

- Pero ¿Qué ha querido decir? ¿Sabes a dónde puede dirigirse? -.

- Me temo que sí -, respondió Sebastián a su amigo.  Puso su brazo sobre el hombro de Tristán y se dirigió con él de vuelta al despacho. - Pasa, será mejor que te cuente una historia que ocurrió hace muchos años…-

miércoles, 22 de abril de 2015

AMOR, LUCHA Y RENDICIÓN (Parte 1)



Como cada noche, la doctora Gregoria Casas entró en la casa de comidas y se encaminó a la mesa del fondo. Era una mujer enjuta y parca en palabras, que no gustaba de departir con los parroquianos. Se limitaba a desarrollar su labor como médico de pueblo sin llegar a establecer una relación con sus pacientes más allá de la que exigía su labor.

Era una mujer de costumbres y siempre seguía el mismo ritual a la hora de cenar: Saludó a Raimundo, el dueño de la taberna, con una leve inclinación de cabeza y se sentó en su mesa. Una de las camareras le llevó rauda la cena.

A Gregoria no le importaba cenar sola. A fin de cuentas, así era como se había sentido toda su vida. Tan solo tuvo que aprender a vivir con ello. A pesar de todo, podía percibir las miradas y cuchicheos de la gente a su alrededor y no pudo evitar sentir un leve pinchazo a la altura del pecho. ”No me importa” se dijo. ”He venido aquí a trabajar, y  no a hacer amigos”.  Ahogó ese ligero dolor con un largo sorbo de vino. Más, de repente, un golpe seco llamó su atención.

Levantó la vista y se encontró con un alterado Mauricio que acababa de entrar casi tirando la puerta al suelo.  Mauricio era el capataz de la casona, el siervo más fiel de la señora con más poder en la comarca. Le observó detenidamente. Parecía nervioso y estaba claro que buscaba a alguien.

- Mauricio, ya sabes que no eres bien recib… –.   

Las palabras murieron en la boca de Raimundo cuando éste se acercó hasta el hombre dispuesto a echarle de un puntapié. Sin embargo, el capataz pasó por delante de él como una exhalación sin prestar atención ninguna a lo que le estaba diciendo. Bien eran conocidas por todo el pueblo las tensiones que mantenían ambos hombres a cuenta de viejas rencillas del pasado.  

Gregoria notó que Mauricio se dirigía hasta ella, y sintió que los nervios se acumulaban en la boca de su estómago ante la rudeza del hombre, más enseguida supo controlarlos y adoptó su habitual pose.

Raimundo, no perdía ojo a la escena. Pudo apreciar que conversaban de manera apresurada, nerviosa. Desde el mismo instante en que advirtió que Mauricio buscaba a la doctora del pueblo, supo que algo no iba bien. Y en lo más profundo de su ser temió que aquello estuviese relacionado con Francisca.

Desde su posición podían llegarle palabras sueltas. Frases inconexas.

“¿Inconsciente?”

“No reacciona”

“Será mejor ir enseguida”

De pronto y sin más dilación, la doctora se puso en pie. Cogió su instrumental y se encaminó hacia la puerta. Ya se disponían a marcharse de la casa de comidas cuando un presuroso Raimundo les salió al paso, agarrando el brazo del capataz

- Mauricio, ¿ocurre algo en la casona?

- Eso no es algo de su incumbencia Ulloa -, bufó Mauricio mientras se deshacía de su agarre de muy malos modos.

- Caballeros -, interrumpió la doctora. - Como comprenderán no es momento de discutir. Estamos perdiendo un tiempo precioso que juega en contra de Doña Francisca -. Y sin más, salió por la puerta seguida de Mauricio.

Raimundo empalideció de repente. No podía moverse, no podía pensar. Sentía su sangre zumbándole en los oídos.  Apenas pudo atinar a pronunciar un tímido ”Francisca…”

Emilia, su hija, que había sido testigo mudo de la escena, salió de la barra con una jarra de vino en la mano.

- Venga señores, que se ya acabó el espectáculo. Les pido que por favor sigan con su cena. Y descuiden… -, les mostró la jarra que llevaba en la mano. - Al próximo vino invita la casa -.

Para aquel perdido pueblo de provincias, la tensa rivalidad que mantenía enfrentados a Raimundo y a Doña Francisca, tan solo escondía un pasado tumultuoso en el que el amor y el odio ocupaban lugar importante en sus vidas. Una vez que Emilia hubo terminado de servir a todos los parroquianos, se dirigió por fin a su padre,  agarrando suavemente su brazo y tirando de él.

- Padre, ¿por qué no marcha para la casa? Le vendrá bien irse a descansar. Ha tenido un día muy duro -.

Raimundo, despertó de aquel trance en el que se había sumido y se giró al oír la voz de Emilia.

- Hija, yo…Francisca…-. Breves balbuceos era lo único que salía de sus labios. Trataba de poner algo de orden en sus pensamientos, pero las lúgubres palabras de la doctora le habían dejado el cuerpo desasosegado.

Ella, consciente de los verdaderos sentimientos de su padre ante aquella mujer, trato de reconfortarle como buenamente pudo. - Lo se padre, lo sé. Pero ya verá como no se trata de nada importante. Quédese tranquilo -. Aferró su brazo con ternura. - Además, pronto tendremos noticias. Ya sabe usted cómo vuelan los cotilleos por este pueblo -.

A regañadientes, pero dispuesto a no dar más pesar a su hija, Raimundo se encaminó a su habitación. Tal vez esos momentos de soledad eran lo que realmente precisaba para sacar a relucir su verdadero sentir. Un negro presentimiento se pasó de manera fugaz por su mente, aunque logró removerle todo el cuerpo dejándole el alma desasosegada.

Sin ser muy consciente de lo que hacía, perdido como estaba en sus propios sentimientos, se desvistió con la clara intención de acostarse en su cama, aunque sabiendo que no podría conciliar el sueño en toda la noche.

…………………………

- Me temo que no puedo decirles más que lo que ya les he referido. No dispongo de los medios necesarios en mi consultorio para diagnosticar de manera precisa qué es lo que le ocurre a su señora madre -.

Finalizada su revisión, Gregoria se dirigía entonces a Tristán y Soledad, ambos hijos de Francisca, mientras ésta se encontraba recostada en su cama tomando una tisana que le acababa de llevar una de las doncellas del servicio.

- No soy capaz de comprender por qué ponéis esa cara de funeral -, les dijo de pronto. - Me encuentro perfectamente. Tan solo ha sido un pequeño desvanecimiento debido al cúmulo de trabajo que he tenido estos días -.

- Pero madre, la doctora ha dicho que… -.

- Pero nada Soledad -, interrumpió Francisca. - Ya os he dicho que me encuentro perfectamente. Y para que no haya lugar a dudas y os quedéis convencidos de lo que digo, os lo voy a demostrar ahora mismo -.

Francisca se dispuso a incorporarse de la cama, cuando una nueva negrura empezó a nublarle la visión. Tristán acudió veloz para sostenerla en sus brazos antes de que cayera irremediablemente al suelo.

- ¿Lo ve madre? -, casi gritó. Y dirigiéndose a Gregoria le insistió: - Alguna solución habrá doctora. Díganos por favor qué podemos hacer -.

A pesar de que la relación de Francisca con sus hijos no estaba pasando por su mejor momento debido a los amoríos que Tristán mantenía con una desarrapada del pueblo, se sintió reconfortada al percibir la preocupación en su voz.

La doctora exhaló un gran suspiro mientras entrelazaba las manos sobre su pecho.

- Si realmente desean mi opinión al respecto, lo mejor que pueden hacer en este punto, es marchar mañana temprano a la capital. Puedo contactar con un antiguo compañero de Facultad que trabaja en el hospital y le pondré al corriente de la situación. Les advierto de que será necesario hacer más pruebas -.

Francisca odiaba tener que ceder. Pero una inquietud empezaba a crecer en su corazón. Aunque trataba de ocultarlo, ella misma estaba aterrada ante la idea de que algo grave pudiera ocurrirle. Aquellos desvanecimientos eran cada vez más seguidos. Algo que se había encargado de ocultar a todos, incluidos sus hijos.

- Está bien -, claudicó.- Será como aconseja la doctora -. Se dirigió ahora a su hijo. - Tristán, ordena a Mauricio que mañana temprano tenga preparada la calesa -.

Gregoria dirigió un gesto a Tristán y Soledad para que le acompañaran fuera de la alcoba mientras  la doncella se encargaba de acomodar de nuevo a la señora, que seguía refunfuñando por tener que ceder a las presiones de sus hijos y de esa condenada matasanos.

- No quiero engañarles,  pero la cosa no pinta bien -. Lo soltó a bocajarro y sin miramientos cuando los tres estuvieron fuera de la alcoba. Era de aquellas personas que consideraba que en su trabajo, era lo más adecuado con el único fin de no crear falsas expectativas. - Ahora puedo decir con seguridad que erré mi diagnóstico inicial. El origen de las jaquecas apunta a que se trata de algo más grave de lo que pensaba en un principio. Les aconsejo que tengan en consideración prepararse para recibir una mala noticia -.

Tras unos breves segundos en los que dejó que sus palabras calaran en las dos personas que tenía en frente, comenzó a descender las escaleras, dejando al fin a unos desconcertados muchachos que sólo podían mirarla marchar.

Soledad fue la primera en hablar. – ¿Qué opinas, hermano? ¿Crees que lo que le ocurre a madre puede ser algo grave tal y como acaba de referirnos la doctora? -.

Tristán suspiró. - No lo sé Soledad. Realmente ya no sé qué pensar a pesar de la actitud de madre queriéndose aparentar más fortaleza de la que realmente se le adivina -. Miró a su hermana, que tenía en rostro contraído y se sintió mal por causarle más penar. - Pero no adelantemos acontecimientos  -, la animó abrazándola con cariño. - Tal vez la doctora haya vuelto a errar en su diagnóstico. Si ya lo hizo con anterioridad, puede que en esta ocasión no difiera de la anterior -.

Qué absurdo. Ni él mismo se creía sus palabras.

Besó con ternura su sien. - Acuéstate hermana. Mañana tenemos un largo día por delante -.

Soledad sonrió tímidamente y le besó en la mejilla. Apreciaba realmente los esfuerzos de Tristán por no ocasionarle más preocupaciones. Le dirigió una última mirada antes de entrar en su habitación y cerró la puerta tras ella.

Cuando la vio desaparecer, Tristán salió de la casa dispuesto a dirigirse a la Casa de Comidas. Necesitaba ver a Pepa con urgencia y desahogar con ella ese peso que cargaba en el alma.

El camino hacia la posada de la casa de comidas se le hizo inusualmente largo. No podía quitarse de la cabeza la posible enfermedad de su madre. Ella, la gran Francisca, aquella que nunca parecía flaquear ante nada y ante nadie. La que siempre había mantenido fuerte, dura… No habían sido pocas las veces en las que hasta había dudado de que tuviese corazón.

Bien es cierto que nunca se había mostrado especialmente cariñosa con él o con Soledad, más le dolía recordar que no siempre había sido así. A su mente afloró una escena del pasado, cuando él no era más que un mocoso de 7 años.  Ella, su madre, estaba protegiéndole de una buena tunda que su padre, el desgraciado de Salvador Castro pretendía propinarle por haber roto uno de los jarrones de la casona mientras jugaba con otros niños del pueblo.

Meneó la cabeza, volviendo a la realidad. Él sabía, que a su manera, Francisca les quería. Aunque aquella era una forma muy particular de querer. “Hay amores que matan” pensó. Y sin embargo, no podía dejar de sentir un profundo dolor por ella.  A fin de cuentas, buena o mala, era su madre. Y él la quería.

Decidió apartar por un momento sus pesares cuando vio luz encendida en una de las habitaciones de la posada. Sonrió al pensar en ella y en lo feliz que le hacía. Bajó del caballo y se encaminó con paso firme hasta allí. Cuando estuvo frente a su puerta, la golpeó suavemente.

- Pepa, ábreme. Soy yo -.

La joven escuchó su voz y al instante percibió que algo no iba bien. Corrió hacia la puerta y se encontró a un apesadumbrado Tristán.

- ¿Qué ocurre amor mío? -, le invitó a pasar el interior tirando de su mano. - Es muy tarde, y tú yo nos habíamos despedido al atardecer junto al rio -.

Él la miró entristecido. - Hay algo que tengo que contarte. Es importante -.

Pepa frunció el ceño. - Por tu semblante no me cabe la menor duda. Ven -, tiró de él hasta que se sentaron sobre la cama. - Cuéntame qué es lo que te acontece -. Le observaba detenidamente. Aquello que tenía que contarle debía ser de enjundia, pues las palabras parecían no querer salir de sus labios.

- Habla, mi amor -, acarició la palma de la mano que tenía entre las suyas. - ¿Qué es lo que te inquieta? ¿Puedo hacer algo por aliviar esa congoja que te atenaza el alma? -, le preguntó.

Tristán la miró con el brillo de las primeras lágrimas en los ojos. - Se trata de mi madre Pepa. Está enferma, y no sabemos qué es lo que tiene realmente -, se encogió de hombros. - Si estoy aquí, además de para referirte esto, es para despedirme de ti. Mañana partimos temprano hacia la capital. Allí necesitan hacerle más pruebas -. Agachó la cabeza, dirigiendo sus ojos a las manos de ambos, que continuaban entrelazadas. - Mi amor -, le habló con lágrimas en los ojos. - La doctora nos da muy pocas esperanzas, y yo… yo no sé cómo encajar esto. Es…mi madre… -.

La joven se limitó a abrazarle, ofreciéndole el consuelo que él precisaba. Francisca no era santo de su devoción. Se había dedicado a entorpecer su relación con su amado hijo por no considerarla la suficientemente buena para él. Sin embargo, no podía evitar sentir cierta admiración por ella, como mujer, pues había logrado labrarse un nombre y una posición destacada en un mundo que parecía reservado únicamente para los hombres.

- No adelantes acontecimientos Tristán -, le animó. - Debemos tener confianza y esperar que esas pruebas de las que hablas no desvelen algo importante. Quizá la doctora esté equivocada y nada más quiera curarse en salud y ser precavida -.

El joven sonrió acariciando su mejilla. - Tal vez tengas razón… Es lo que trato de repetirme yo continuamente… -.

Ambos quedaron en silencio, acariciando sus manos. Fue Tristán el que rompió a hablar. - Más… no he venido únicamente para contarte esto. Necesito que me hagas un favor… ¿Podrías llamar a la puerta de Sebastián y decirle que le espero en la entrada de la posada? Necesito ponerle al día de unos asuntos de la empresa, ya que no sé cuántos días durará nuestro viaje -.

Pepa besó su mejilla. - Claro, mi amor -. Se cubrió con su bata, dirigiéndose nuevamente hacia él, acariciando su cabello. - No penes amor mío. Yo estaré siempre a tu lado. No lo olvides -.

Tristán miró con infinito amor ese rostro que tanto amaba y no pudo más que besarla con todo su corazón. Un beso que encerraba también la angustia e incertidumbre que atenazaba su alma.

- Te quiero Pepa -, afirmó. - Y sé que estoy en este mundo solo para amarte -.

……………………….

- ¡Sebastián! -, le llamó, golpeando su puerta. - Soy yo, Pepa. Ábreme por favor, es urgente -.

Sebastián era el hijo mayor de Raimundo y el mejor amigo de Tristán. Ambos habían emprendido un negocio juntos que les estaba reportando ingentes beneficios, a pesar de las reticencias que, en un primer momento, aquella empresa había despertado en Raimundo. Después de todo, estando Francisca metida en ello, sólo podía causarle desconfianza.

El joven se incorporó sobresaltado en su cama.  - ¿Pepa? -, preguntó desconcertado. Le costó unos segundos reaccionar.  - Un momento, enseguida estoy contigo -, le gritó desde el otro lado de la puerta. Se levantó rápidamente y abrió el cerrojo.

- ¿Es que acaso ocurre algo malo, Pepa? Es muy tarde…Un momento… ¡¿padre está bien?!¿Emilia?! -. Había agarrado a la chica por los brazos y la zarandeaba con rapidez.

- Cálmate muchacho -, respondió ella soltándose de su agarre. - Ellos están bien. Duermen plácidamente, supongo… Verás, se trata de Tristán. Está abajo y necesita hablar contigo, así que apúrate -.

Sebastián se relajó momentáneamente y regresó a la habitación para ponerse una camisa. A continuación, se reunió con Pepa.

-Estoy listo. Vamos -.

Cuando ambos llegaron a la puerta de la posada, Tristán estaba esperándolos apoyado en la pared, inmerso en sus propios pensamientos.  Al sentir que se acercaban, se dirigió hasta ellos.

- Sebastián amigo, gracias por recibirme tan tarde -, le saludó con un fuerte apretón de manos. -  Pero necesito ponerte al corriente de los últimos acontecimientos -.

- Por supuesto, habla abiertamente -. No pudo evitar esa sensación de preocupación que estaba naciendo en él ante el semblante de su amigo. - ¿Acaso ocurre algo malo? -.

Tristán y Pepa se miraron y aquello sólo causó más incertidumbre en Sebastián. - Me estáis asustando… ¿Quieres decirme de una vez qué es lo que está pasando? -.

Tristán tragó saliva antes de hablar. - Verás Sebastián… mañana mismo he de partir hacia la capital con urgencia. Mi madre necesita hacerse unas pruebas en el hospital y no sé cuánto tiempo se demorará nuestra vuelta. Es por ello que quiero que te encargues de todos los asuntos de la empresa. Confío en ti amigo. Tienes plenos poderes para tomar las decisiones que consideres oportunas en mi ausencia -.

Sebastián ofreció la mano a Tristán. - Claro que sí amigo mío, nada has de temer. Yo me hago cargo de todo. Y recuerda que puedes contar conmigo para lo que quieras -.

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Raimundo estaba realmente desesperado. No hacía más que revolverse en la cama, muerto de inquietud por Francisca. Y aquellos pensamientos no hacían sino desconcertarlo mucho más.

- ¡Maldita sea! -. Apartó las sábanas y se incorporó, quedando sentado en la cama con los brazos apoyados sobre las rodillas. - Después de todo lo que me ha hecho esa maldita mujer, ¿A qué viene entonces este miedo a perderla para siempre? ¿Acaso no la perdí hace ya demasiados años? -.

30 años…30 largos años que de repente se convirtieron en apenas 30 segundos, y fue como si el tiempo se hubiera detenido. ¿A quién quería engañar?. Su corazón seguía latiendo cada día por una única razón. Ella. Francisca. Su amor…

Resopló con dureza. Incapaz de aguantar un minuto más en la cama, se levantó y fue hacia la ventana entreabierta de su alcoba. Necesitaba un poco de aire fresco que le golpeara en el rostro. Cerró los ojos un instante, dejando que sus pulmones se llenaran con la espesa brisa de la noche. De repente un sonido de voces le hizo abrir los ojos de golpe.

- ¿Y es grave lo que tiene tu madre, Tristán? -.

- No lo sé amigo mío. Pero la doctora no nos ha dado muy buenas perspectivas al respecto -.

- Lo siento de veras, Tristán. Lo digo de corazón.  Espero que a tu vuelta las noticias sean mucho más esperanzadoras -.

Sebastián pensó por un instante en su padre, en Raimundo.  ¿Qué sentiría cuándo supiera la gravedad del estado de Francisca? Él conocía su secreto. Sabía que su padre aún la amaba por más que se empeñase en ocultarlo. De pronto sintió temor al pensar en tener que darle la noticia.

Lo que él desconocía era que aquello ya no iba a ser necesario. Un destrozado Raimundo apretaba fuertemente los puños hasta hacerse sangre en las manos. Había escuchado sin pretenderlo, la conversación entre su hijo y Tristán.

- No puedo perderla. No otra vez…-.

Lágrimas de impotencia se derramaron lentamente por sus ojos quemándole el alma.