Una de las doncellas le había
dado aviso de que una visita le esperaba abajo, en la biblioteca. Podía haberse
negado a ver a nadie. Ocultarse hasta que se encontrase mejor, hasta que ese
terrible dolor de cabeza que le martilleaba las sienes a causa del golpe
recibido, se hubiese calmado. Incluso si Mauricio hubiera estado a su lado, se
lo habría impedido de todo punto. Ya había intentado retenerla cuando Raimundo
había dado aviso de la llegada de aquel hombre. Pero ahora él se encontraba en
las tierras, faenando por orden suya, después de haberle insistido hasta la
saciedad de que se encontraba perfectamente y que no necesitaba ninguna niñera.
La doncella había sido incapaz de
darle referencias sobre la visita que aguardaba por ella, tan solo le había
relatado que había insistido en demasía por verla. Y sin embargo, mientras
bajaba las escaleras sabía perfectamente con quién se iba a enfrentar.
Avanzó el silencio por el comedor,
dispuesta a observar a su extraño e inquietante visitante aunque fuera durante
unos instantes. Quizá pretendía encontrar es punto de debilidad que le sirviera
para enfrentarse a él. Se apoyó con cuidado en el quicio de la puerta y le buscó
con la mirada. La sangre se le heló por completo y las piernas le flaquearon
ante tal visión.
- Salvador...-, apenas musitaron
sus labios, aunque aquel nombre resonó en todas las paredes de su memoria,
despertando como latigazos fugaces, una vida que cada día se empeñaba en
enterrar en lo más profundo del olvido.
Sin éxito.
Ahí estaba. Apoyado en el marco
de la chimenea, con una copa de brandy en su mano y un gélido brillo en sus
ojos azules. Como si el tiempo no hubiera transcurrido. Como si hubiesen
retrocedido años atrás. No pudo evitar estremecerse de miedo cuando se volvió
hacia ella.
- Señora -, dijo. - ¿Se encuentra
usted bien? -. Había una fingida preocupación tras su pregunta. Avanzó muy lentamente hacia ella. - Parece usted
pálida y demacrada. Cualquiera diría que se ha encontrado con un fantasma -.
Bebió un largo sorbo de su copa, sin apartar la mirada de ella. Y sin poder
ocultar una sonrisa.
- Al mismísimo demonio, más bien
-, respondió ella casi en susurros, aterrada por un pasado que de pronto se le
antojó cercano.
- Me halaga -, afirmó él con
media sonrisa.
- Créame que no lo pretendía -.
Francisca dejó escapar el aliento, para tomar aire con mucha más fuerza. - ¿Y a
qué debo el dudoso honor de su visita, Garrigues? -, preguntó mientras se
adentraba en la habitación. Un despacho que se había convertido en un
habitáculo minúsculo con la sola presencia de aquel hombre. Irrespirable. -
Deduzco que no se trata de una mera visita de cortesía -.
Una risa baja, aterradoramente
conocida, brotó de la garganta de aquel joven. - ¿A qué esa desconfianza,
Señora? -.
Ella puso las manos sobre el
respaldo de la silla, buscando un apoyo que le permitiese no desfallecer. - Digamos que la
fuerza de la costumbre -.
Garrigues se permitió la
confianza de carcajearse abiertamente d ella.
- He de reconocer que tiene usted más
arrestos que muchos hombres que he conocido -. Apartó la gran butaca que
coronaba la mesa del despacho, y tomó asiento. - Espero que disculpe mi osadía,
pero no pude evitar servirme una copa de su magnífico licor… -, afirmó mientras
movía con suavidad la copa entre sus manos. - Es usted una mujer de gustos
caros -.
Francisca irguió el mentón. - No
creo que merezca menos -, afirmó. - Y por favor, no se disculpe… -, añadió
mientras ella misma se servía otra copa con la que templar sus propios nervios.
-…siéntase como en su casa -. Ironizó.
Súbitamente se volvió hacia él
cuando escuchó que este se movía. El muy descarado se había dejado caer sobre
el respaldo de la butaca. Sus pies, reposaban ahora cruzados sobre la mesa.
- Créame Doña Francisca, que eso
es precisamente lo que pienso hacer -.
Ella tragó saliva. - ¿Cómo…?
¿Cómo dice? -.
Cristóbal esbozó una sonrisa. -
Me ha escuchado perfectamente, no finja -.
Con un rápido movimiento de
cabeza le señaló unos documentos que había sobre la mesa. Francisca se acercó,
tomándolos en sus manos. Un gemido ahogado se escapó de su garganta.
- El trato es este, Doña
Francisca. Yo no formalizo esa orden de detención contra usted, a cambio de una
serie de concesiones que va a hacerme. La primera de ellas, por supuesto, será
la de trasladarme a vivir a esta casa. El resto… podemos ir viéndolas sobre la
marcha -.
Francisca lanzó los papeles
contra la mesa. - No tiene nada contra mí -, afirmó furiosa. - Dudo mucho de la
veracidad de esta orden de detención. No he hecho nada de lo que pueda acusarme
-.
Garrigues se puso en pie
lentamente sin dejar de clavar en ella su mirada. - ¿Desea acaso que le narre la
larga lista de sus crímenes? -, chasqueó la lengua. - ¿Qué tal... si empezamos por
Salvador Castro? -.
Francisca sintió un leve mareo al
escuchar aquel nombre de sus labios. - Yo no tuve nada que ver en la muerte de
mi esposo -, le refirió cuando al fin encontró las fuerzas para hablar. - A
pesar de que no hubiese dudado ni un instante de matarle con mis propias manos
si la ocasión se hubiera presentado ante mí -, añadió.
- ¡No la creo! -, espetó el
joven. - Pero sea como fuere, yo me encargaré de hacerle pagar todas sus
fechorías si no acepta mis condiciones. No tengo más que firmar esa orden y
hacer una llamada. Le aseguro que acabaría con sus huesos en presidio. O con
suerte, en el garrote -.
Francisca exhaló un suspiro. -
¿Qué es lo que pretende? -, le preguntó.
Cristóbal se sirvió una nueva
copa de licor. - Por lo pronto disfrutar de sus lujos, Doña Francisca. Es algo
a lo que no estoy acostumbrado -.
- ¿Acaso soy yo la responsable de
eso? -, le respondió ella. - No tengo la culpa de que usted haya sido toda la
vida un muerto de hambre -.
Apenas pudo pronunciar otra
palabra más. En cuestión de segundos se vio lanzada contra el suelo,
cubriéndose la mejilla que él acababa de abofetear.
- Le sugiero, “Señora” que no
siga por ese camino -. Escupía cada palabra con un odio que ella hasta entonces
no había visto. - Me trasladaré a la casona y usted hará todo lo que yo le diga
-. Se agachó hasta ponerse al nivel de su mirada. - Ya sabe de lo que soy capaz
por conseguir lo que quiero -.
El timbre de la casona anunció la
llegada de una visita. A los pocos minutos, Fe, la doncella, golpeaba con
suavidad la puerta del despacho.
- Señá -, la llamó. - Es el Don
Raimundo que desea hablar con usted -.
Garrigues se puso en pie
arrastrándola con él. La tenía asida fuertemente del brazo. - Aquí llega una de
mis primeras condiciones… -, le susurró junto a la mejilla. - ¡Ha venido como caída
del cielo! -. Francisca le miraba sin comprender. - Va a salir ahí fuera ahora
mismo y le va a decir a su querido caballero andante que no desea volver a
verle nunca más. Y que no se le ocurra volver a poner los pies en la casona, o
será invitado a marcharse de no muy buenas maneras… Es más… -, añadió. -…o ese
hombre se aleja de usted y de esta casa, o quizá termine muerto en uno de esos
caminos a causa de un desafortunado asalto… -.
- ¡Señá…! ¿Me ha escuchao? Que
el Don Raimundo está aquí pa´verla usted -.
- Responda -, exigió Cristóbal. -
Y cuidadito con lo que dice -.
Francisca tomó aire. No tenía
escapatoria alguna. - Ahora mismo salgo, Fe -.
- Buena chica…Y ahora salga y
despache a ese desgraciado rapidito -, la apremió. - Y recuerde que estaré aquí
escuchando todas y cada una de sus palabras. Con el teléfono en la mano… por si
acaso… -.
……….
- Por todos los demonios,
Francisca -. Raimundo se acercó hasta ella, estrechándola fuertemente entre sus
brazos. - ¿En qué andabas? A punto estaba de entrar yo mismo a buscarte al
despacho si llegas a tardar un segundo más -. Se apartó unos centímetros de ella al percatarse que Francisca
no respondía a su abrazo. - ¿Qué ocurre amor? ¿Qué es lo que está pasando? -.
Francisca se zafó de su agarre,
aunque evitaba mirarle a los ojos.
- ¿Por qué tiene que ocurrir algo? ¿Piensas
que por cuatro palabras de amor y unos cuantos besos voy a volver a caer en tus
brazos? -.
- Francisca… -, musitó él. - No
comprendo… -.
- Pues es muy sencillo, Raimundo
-, le respondió volviéndole la espalda. Aquello le estaba destrozando el
corazón. - Simplemente he tenido tiempo para reflexionar. Y para darme cuenta
de que estar a tu lado no me ha traído nunca más que desgracias, y si no, a las
pruebas me remito. He estado a punto de morir por la inconsciencia de querer
rescatarte cuando tú no habías hecho si no despreciarme una y otra vez -.
Raimundo la tomó por los hombros,
obligándola a mirarle. - ¿Qué es lo que estás tratando de decirme, Francisca?
-. Había súplica en su voz. - Creí que después de lo sucedido entre nosotros
anoche, todo el pasado había quedado por fin atrás. Que nada más importaba salvo tú y yo…
Que juntos afrontaríamos lo que nos deparase el futuro… -. Ella apartó la
mirada. - ¡Maldita sea, Francisca! Ten el valor de mirarle a los ojos y decirme
que no me quieres. Que lo de anoche no significó nada para ti -.
Francisca cerró los ojos,
aguantando las lágrimas en la garganta. Buscando en su interior una fuerza de
la que en esos instantes carecía. Haría cualquier cosa por él. Lo que fuera…
todo porque Raimundo siguiera con vida.
- Ya no te quiero, Raimundo -.
Afirmó mirándole a los ojos. - No me conviene quererte. Me duele quererte… Esto
se acabó -.
Aquello fue como si un cuchillo
le hubiera partido el corazón en dos mitades. Como si el mundo se abriera bajo
sus pies y un inmenso agujero negro le tragase hasta hacerle desaparecer.
- No te creo… -, atinó a
pronunciar, no sin un gran esfuerzo. Deslizaba la mirada por todo su rostro,
incapaz de reconocer ante sí a la mujer por la que latía su corazón. Sus ojos
se detuvieron en su mejilla y pronto una de sus manos la acarició con temor. -
¿Qué es esto, Francisca? -. Allí donde rozaban sus dedos le pareció adivinar un
golpe.
Ella se revolvió como si de un
animal salvaje se tratara. - ¡Basta ya, Raimundo! ¡Lárgate de aquí! -, gritó.
Por nada del mundo podía permitir que descubriese que Garrigues le había
abofeteado y que se encontraba escondido en el despacho escuchando su conversación.
Sería la perdición para ambos. - Hazte a la idea de que no existo, y no vuelvas
más por aquí -. Se volvió para enfrentarlo por última vez. - Daré aviso de que
no se te permita la entrada a esta casa. Hasta nunca, Raimundo Ulloa -.
……….
Caminó por el páramo envuelta en
una capa que había conocido tiempos mejores. Se dirigía hacia la casa de una de
las pocas vecinas con las que mantenía trato. Todo tenía una explicación
plausible, ya que era la única que tenía línea telefónica en su casa.
Minutos antes había recibido
aviso por parte de esta, de que en breve su hijo Cristóbal la telefonearía.
Avanzaba con el corazón golpeándole las costillas debido a la expectación que
sentía. Si todo había salido bien, a estas horas su hijo estaría instalado en
la Casona. En el lugar que le correspondía.
- Acepto la conferencia, por
supuesto -, afirmó cuando al fin había llegado a su destino. - ¿Hijo mío? ¿Cómo
ha ido todo? -.
…………
No cabía en sí de gozo. Sus
planes estaban saliendo a pedir de boca. Debía reconocer que no tenía todas
consigo. No pensaba que Francisca se hubiese rendido con tanta premura, aunque
lo cierto es que al fin ellos tenían la sartén por el mango.
Se acercó hasta la cama donde
reposaba Salvador. Se inclinó sobre él, besándole en los labios.
- Si supieras amor… Tu hijo…
Nuestro hijo… -, las palabras apenas salían de su boca. - Por fin está donde le
corresponde. Y muy pronto todo será suyo. Nuestro… -. Fue deslizando las manos
por todo su cuerpo, hasta rozar la mano del hombre. - Esa perra pagará por todo
lo que me hizo. Por todo lo que me robó -.
Un gritó escapó de su garganta
cuando de pronto sintió los dedos de Salvador aferrados a su muñeca. Y sus
gélidos ojos azules clavados en ella.